Todo empezó en el mar que está en mis huesos. Carlos Edmundo de Ory nació poeta en Cádiz, bajo el signo de Tauro, el 27 de abril de 1923. En la Alameda Apodaca, 17 y 18, justo enfrente de donde ahora está su estatua corriendo hacia el mar, escapando, al mismo tiempo, del pedestal y de la casa paterna. De su padre, el poeta Eduardo de Ory, el Eduardo I de su vida, heredó el amor por la poesía y el don de la profecía. Dice Eduardo en el poema A mi hijo Carlos, escrito cuando Carlitos tenía cuatro años: Es que tu presientes lo que está ignorado: el mañana oscuro que es, hoy, un arcano… miras el futuro sereno y callado, y eres un vidente, un zahorí o un mago… Tú serás poeta, poeta preclaro; ¡serás mi obra magna y mi mejor lauro!
Su obra es un vómito de piedras preciosas, mermelada de sueños y de juegos, de música de lobos, pura infancia salvada. Ory es un niño que se ha salvado a sí mismo de las aguas del Nilo que llegan a la bahía de Cádiz, la bíblica Tarsis. Nació en un cesto de mimbre y se educó en la China, en la India, en Grecia y en el antiguo Egipto. Tenía esfinges en su casa que le dictaban los poemas. Escribía en jeroglífico: búhos, espejos, plumas, garabatos. Es de mar. Sabe a mar. Escribe como vive, como el pájaro vuela, como el árbol respira, como la infancia alumbra, como el cerezo da sus cerezas.
Se fue de Cádiz y se llevó consigo el acento, la sal, la gracia. En el sórdido Madrid de la posguerra dijo amén al invierno y adiós a las palmeras. Se lamía las rodillas porque guardaban la sal del mar de Cádiz. Conoció a un rey secreto, Eduardo II, Chicharro hijo. Juntos inventaron la locura, y la llamaron Postismo. Bailaron como niños balineses con pantalones cortos enseñándole a un país que había perdido la risa sus patitas de sombra. Eran salvajes sin tribu que con su cerbatana lanzaron al pescuezo agarrotado de la poesía española granitos de arroz chino, flechas felices, canicas. Fueron acusados de inocencia. Eran personas demasiado gratas. Les gustaba cantar, bailar a la pata coja, decir tonterías. Carlos se declaró rey de las ruinas. Se desterró en un retrete. Se exilió. Un mirlo blanco y decente no puede amar la jaula ni llamarla suya.
Su Eduardo III fue Cirlot. ¿Dónde están las bandadas de cartas milagrosas que volaron entre Madrid y Barcelona, de Ory a Cirlot y de Cirlot a Ory, en aquellos amargos años? En una de ellas Cirlot le dice: Somos los galeotes de la galera imperial de Diocleciano. /… / ¡Arráncate esa armadura de amargura! Carlos Edmundo de Francia, Carlos Edmundo de Etiopía, Carlos Edmundo de Etruria.
Ory era extranjero. Su alma era fenicia, como el ave fénix. Venía de lejos y quería irse lejos. Escribir me parece imposible aquí en España. Se convirtió, cumpliendo la profecía de Eduardo III, en Carlos Edmundo de Francia. Con el instinto religioso de los pájaros migratorios huyó de la barbarie y la carcoma. Buscó su voz lejana. Halló su soledad. Vivió en París. Fue asceta y fue viajero. Se casó. Se hizo padre. Atravesó el desierto y el Mar Rojo. Vio voces. Sacó agua de una piedra. En el Sinaí recibió los diez mandamientos de la poesía. Ama la lluvia como a ti mismo, era el primero. Fue profeta fuera de su tierra. Se convirtió en aerolito. En 1967 se trasladó a Amiens. Allí fundó el A.P.O. (Atelier de Poésie Ouverte), síntesis y puesta en práctica de toda su experiencia poética. A partir de 1970 su obra comienza a ser conocida y reconocida en España. Desde 1972 vive y ama con Laura. Mientras ella viva, él también. El amor, ya sabemos, es más fuerte que la muerte.
Cuando era joven los gatos llegaban a él desde el horizonte. Ahora los gatos salen de sus poemas, los mismos. Como gatos, entran y salen de él los versos de pronto, los versos en llamas que él llama aerolitos, los sonetos más vivos del siglo, los misterios de sus cuentos sin hadas.
A propósito de deudas, la de la poesía española con Ory es enorme, infinita, impagable. Y la mía, más. De Ory aprendí a ser libre escribiendo, a dejarme llevar por las palabras, a ser mi propio maestro, a permitir que las palabras jugaran conmigo. Aprendí que las palabras son pájaros y que los pájaros son pensamientos perfectos que, si quieren y sabes ser árbol, se posan y anidan en ti. Aprendí que en poesía estorba el nombre propio, que para escribir hay que saber ser nadie. Yo no tengo yo, me dijo la última vez que nos vimos. De él aprendí a estar fuera, lejos, a desconfiar del yo soy seguido de un adjetivo o de un oficio. Que la palabra orgullo debería escribirse orguyo. Un día dijo: Llueve, luego existo. Y supe que así era, que es imposible ser más conciso para elogiar la poesía y descartar a Descartes. Y después susurró: si Dios ha muerto nosotros somos el cadáver de Dios. Aprendí a estar sentado en una silla pensando en la silla. Por él supe que todo es huevo bajo el sol, que la risa es sagrada y no viene del humor sino de la gracia. Pocos lujos tan asiáticos me ha concedido la vida como el de ser su amigo, su discípulo, su apóstol.
Carlos Borromeo Edmundo de Ory es el Papa Luna de nuestra poesía. Es el Sumo Pontífice. No puede equivocarse. Porque a fuerza de exilio y de ternura, de delirio y asombro, se ha ganado el raro privilegio de poder escribir lo que le dé la gana sin mentir ni dejar jamás de ser poeta auténtico. No es poeta porque escribe magnífica poesía sino porque la vive, porque la es. No hay otro como él. Es el santo patrón de los poetas idos.
Ahora cumple cien años y sigue siendo el niño que salió del mar, que escapó de casa, y escribió el mejor verso de nuestra poesía, el oryzonte.
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