Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que el centro del mundo se encontraba en París. Todo parecía pasar por las coordenadas de sus calles hilvanadas por el férreo compás de la Tour Eiffel. Los artistas proliferaban por sus iluminados bulevares y lúbricos cenáculos, insomnes y ebrios por los concupiscentes efluvios creativos que generosamente dimanaban del Sena por toda la ciudad: el parnasianismo, el simbolismo, las vanguardias, el surrealismo, etc.; no parecía haber pausa ni tregua en el sinestésico intercambio entre la poesía, la pintura y la música.
Pero esta inclinación hacia la ciudad de la luz no es solo española, solo hace falta constatar la mixtificadora fascinación que por ella sintieron los escritores del Boom latinoamericano —Julio Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez y Carlos Fuentes—, quizá con la intención de revivificar por sus calles la sulfurosa caligrafía de los escritores de la generación perdida, cuando, siguiendo a Hemingway, París era una fiesta.
Algo parecido sucede todavía hoy a cualquier escritor bisoño, precisamente debido a esa inveterada fascinación ancestral por los ecos literarios parisinos, trasmitida generación tras generación por nuestros autores de culto, por lo que todavía continúan siendo punto de partida de cualquier innovación y proceso escritural. Cuando un joven escritor pone los pies en París tiene la impresión de caminar por un palimpsesto o de percibir entre los reflejos de unos ventanales de la rue Hamelin la esclerótica mirada de Marcel Proust.
Esta fascinación permanece anclada en los escritores y artistas que transitaron por el macadán baudelaireano y extendieron sus ondas —Jean-Paul Sartre y Roland Barthes adelante— hasta los adoquines de mayo del 68. Como si una vez comprobado que debajo de los adoquines no había playa alguna, la magia creativa de la ciudad, su atracción centrífuga, se hubiera difuminado. Quizá debido a ello: ¿quién recuerda o conoce a los poetas franceses posteriores al tumulto creativo del primer tercio de siglo?, por citar a algunos de los más señeros: a los Francis Ponge, Renné Char, Jean Follain o Yves Bonnefoy, salvo algún especialista o poeta erudito. La poesía francesa ha perdido su genesíaca atracción, y cuando algún autor cita algunos de sus preeminentes poetas vuelve a ese elenco prodigioso que generó la mayoría de las poéticas que todavía siguen fecundando las más novedosas propuestas literarias. Debido a ello, no resulta extraño que poetas tan extraordinarios como Guillevic pasen desapercibidos para la mayoría de lectores españoles, cegados por los esplendores de un tiempo legendario y de sus perennes manifiestos, iluminaciones y flores del mal.
Por eso resulta tan reconfortante que dos poetas cordobeses, de una de las últimas promociones poéticas españolas, hayan versionado al castellano Del dominio de Guillevic, publicado en una cuidadosa edición bilingüe por la Editorial Cántico en su colección «Doble orilla». Rafael Antúnez Arce y Juan Antonio Bernier afrontan el dificultoso reto de revertir al castellano las sutiles connotaciones que reverberan en los breves poemas de Guillevic, lo que permite al lector celebrar y confrontar tanto sus hallazgos como sus desencuentros con las unidades y combinaciones lingüísticas elegidas. Pero la apuesta emprendida por estos dos poetas traductores merece la pena, ya que nos permite reencontrarnos con el evocador universo del poeta francés.
La trayectoria biográfica y creativa de Guillevic resulta singular, al tratarse de un matemático que desarrolló su actividad profesional en la esfera de la economía, ocupando diferentes responsabilidades en el Ministerio de Finanzas de Asuntos Económicos; además Guillevic es un escritor periférico, un bretón que reorienta su escritura hacia las corrientes herméticas y del silencio que predominaron en Europa tras su periodo bélico. En este autor se hibridan dos mundos aparentemente separados y que el propio autor diferencia significativamente al utilizar como nombre literario el de su apellido, Guillevic, prescindiendo de su nombre: Eugène. Su poesía, por tanto, adquiere un carácter sustantivo, como su apellido. Guillevic nos transporta a un universo interior sumergido tras lo velos de la efímera contingencia, conectado con la realidad a través de sutiles connotaciones y matizadas comparaciones. Del dominio tiene la estructura del poema corto, con textura aforística, donde cada verso forma parte de un todo que refuerza mutuamente su poder evocador, adquiriendo naturaleza orgánica: «Su cuerpo será resumen / de todos los cuerpos».
Guillevic en Del dominio nos ofrece una geografía interior en la que fácilmente nos reconocemos, al introducirnos verso a verso, casi hipnóticamente, en el ámbito de nuestra conciencia. Ese es el territorio sensorial en el que profundiza y se abisma reflexivamente Guillevic, tanteando ese ámbito último hasta ahora todavía inexpugnable Del dominio interior, donde se encuentran los irredentos vestigios de la libertad y de la dignidad humana. Digámoslo, aunque no lo verbalice Guillevic, donde todavía reside intacta la esperanza.
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