El Hades siempre ha sido un lugar inhóspito para las almas descarriadas y aquellas carentes de familiares y amigos. Sin embargo, a los que como yo hemos vivido una vida justa, rodeados de seres queridos, se nos promete una eternidad feliz. Aquí es donde venimos una vez que la crisálida de nuestro cuerpo mortal se desvanece para dejar escapar esa etérea mariposa que todos llevamos dentro. Sí, nuestra vida, que transcurre encerrados en carne es finita, la fecha la establecen las Moiras desde el mismo momento de nuestro nacimiento. Ellas hilan con sus huesudas manos nuestros destinos, hasta que, una vez llegada la hora, Átropo, la más temible, con su afilado cuchillo de oro los sesga. Y así abandonamos ese capullo que nuestra alma moró durante un tiempo pactado y por fin somos libres de la finitud del tiempo.
*
La noche aún besaba la tierra cuando mi marido Héctor se levantó, sudoroso y pálido.
—¿A dónde vas tan temprano? ¿No ves que aún es de noche? ¿Qué aguijonea tu alma?
—Las preocupaciones de los hombres son muchas, mujer, y en tiempos de guerra se multiplican. Esta contienda ya dura varios años y me dicen las entrañas que es necesario alguna acción que la resuelva de una vez.
—No es tu responsabilidad, Héctor. Tú no eres el causante de nuestras desgracias. Debería ser tu hermano el que no durmiese de noche y guerreara de día, pero no, no es así. Él deambula durante el día despreocupado y por la noche yace tranquilo junto a la que provocó este desastre.
—Mujer, no lo entiendes. No entiendes que todo fue culpa mía, que yo lo arrastré a aquel país extranjero, y que yo, al ser el mayor de los hijos de Príamo, soy responsable de mi familia y de mi tierra. También, cuando tuve la ocasión de hacer caso a Polidamante y resguardar mis tropas en la ciudad, tras volver Aquiles a la contienda, no lo hice, haciendo perecer a muchos. Mi padre no está en edad de acudir a la batalla y yo soy el siguiente en el orden real, para lo bueno y para lo malo.
—No puedes culpabilizarte de lo que pasó. Simplemente lo quisiste integrar en tu familia una vez que tu madre lo reconoció en aquel certamen. Quisiste que se sintiera hermano tuyo y lo llevaste contigo a una empresa familiar. De lo demás fue él el causante. Nadie dijo que debía raptar a la mujer de vuestro anfitrión, y lo hizo sin importarle las consecuencias, sin importarle que sobre nosotros cayera todo el peso de una ley extranjera. ¡Insensato! Cegado por un amor fraterno no correspondido. Deja ya de protegerlo y protege a quien te es exigido por pactos sagrados: a mí y a tu hijo recién nacido.
Héctor no quiso seguir escuchándome y salió de la habitación como un huracán recién formado. Yo me senté en el margen del lecho, preocupada. Mis entrañas estaban revueltas, mi pecho convulso. Hacía lunas que esa intranquilidad me acompañaba y ya me había acostumbrado a ella, así que tomé a mi pequeño y me acurruqué junto a él en nuestra cama: me quedé dormida mientras Héctor, en una habitación contigua, se pertrechaba para la batalla.
Desperté cuando la aurora de dedos rosados acariciaba la superficie del mar y me entregué a mis quehaceres diarios, mientras tras las murallas, cerca de la playa, los troyanos se daban a la lucha. Mandé a mis esclavas prepararme el baño para desentumecer este cuerpo que en poco tiempo se había consumido, perdiendo su juventud y lozanía; mientras en el campo de batalla las espadas y las picas rasgaban la salinidad de la brisa, que esparcía las incandescentes esquirlas provocadas cuando aquellas rozaban los escudos. Vistieron mi candoroso cuerpo de reina con peplos ribeteados de oro y púrpura; mientras en la playa la muerte se cobraba las primeras víctimas del cuerpo a cuerpo. Mis esclavas organizaron mis alborotados bucles en doradas trenzas y colocaron sobre ellas tiara y velo; mientras el clamor de los cuernos se esparcía por la playa, anunciando la retirada de nuestras tropas. Tomé a mi pequeño Astianacte y dulcemente le ofrecí la amarga leche de mis pechos; mientras los nuestros en retirada y perseguidos por los aqueos con los escudos en alto, como cervatos, se guarnecían tras las puertas que flanquean las ciclópeas murallas y aplacaban su sed y su miedo. Probé un bocado de queso rancio y de un dulce teganitas; mientras la funesta Parca detenía solo a Héctor ante las broncíneas puertas. Organicé las tareas diarias de mi casa; mientras desde la almena, mi suegro, Príamo, veía cómo Aquiles, tan resplandeciente como Orión en otoño, se acercaba. Pedí a mis sirvientas que en un trípode hirvieran agua para preparar el baño de mi esposo; mientras desde las almenas Príamo pedía a Héctor que regresara a la seguridad de palacio y mi suegra, Hécuba, descubría sus pechos marchitados para que sintiera compasión por las imprecaciones de su temerosa madre. Ordené a las criadas que se barrieran las estancias reales; mientras dos hombres comenzaban una carrera frenética alrededor de las murallas. Me dirigí segura al gineceo; mientras el miedo penetraba en los corazones de aquellos que contemplaban cómo las figuras de los dos valientes se desvanecían entre las humeantes aguas de los manantiales que emergen del Escamandro y más allá volvían a verlos aparecer: delante uno, persiguiéndolo el otro. Tomé el suave epínetron, que adornaba la bella imagen de Atenea, entre mis manos y lo deposité sobre el muslo de mi pierna derecha, la cual acomodé sobre un alto onós, y con la misma mano derecha tomé un largo hilo de lana recién cardada de mi khálathos; mientras al otro lado de mi mundo femenino, en el mundo de los hombres los espectadores desde las altas murallas veían cómo Aquiles acallaba las acechantes flechas de los arqueros aqueos, cómo se paraba frente a la muralla y cómo acto seguido mi amado Héctor abandonaba su huida y le hablaba a la nada. Coloqué la larga hebra teñida con el color de la sangre sobre el epínetron y comencé a mover mi mano de adentro hacia afuera, torciendo la hebra sobre sí misma, de la misma manera que las Moiras tuercen las vidas de los mortales; mientras en la arena Héctor le plantaba cara al semidivino Aquiles y tras un eterno minuto comenzaba el combate de dos fuerzas centrífugas que se empeñan en chocar: Aquiles arroja la lanza, Héctor la sortea ágilmente, ésta se clava en el suelo y por divinas artes vuelve a manos de Aquiles. Héctor blande su lanza y hábilmente la arroja contra el Pélida. Aquiles interpone su escudo entre el cuerpo y la lanza. El tiro no ha surtido el efecto deseado. Héctor mira en derredor, parece confuso, busca algo. Aquiles aprovecha su confusión para preparar el nuevo golpe. Las manos de Héctor al unísono extraen de su costado una espada grande y fuerte. Aquiles se concentra, investiga la vulnerabilidad del otro, se percata de que luce su armadura, aquella que le robó Patroclo y fue causa de su injusta muerte. Sabe que no es tarea fácil penetrarla y busca un hueco. Sus penetrantes ojos de águila se posan en el único espacio inerme: el cuello. Se prepara, el corazón le rebosa de cólera, toma impulso, Héctor alza la pesada espada y se lanza a la carrera.
El estruendo de la espada al impactar contra el escudo, el movimiento de las crines del casco, la polvareda levantada por el choque de dos feroces torbellinos es lo único que se divisaba desde las almenas. Terminé de hilar la larga hebra, y con un cuchillo afilado separé de la madeja el hilo trenzado; mientras la afilada punta de la pica de Aquiles atravesaba el indefenso cuello de mi amado y Héctor hundía su precioso rostro en el polvoriento suelo. Até a la punta del hilo una pesada prensa y lo engasté en el telar que imponente se alzaba en medio de aquella mullida estancia; mientras los aqueos, sedientos de venganza y empujados por el más execrable odio, acudían a ultrajar el cadáver de mi amado ya le escupían ya le pateaban ya le clavaban sus propias armas. Cogí la lanzadera y comencé a recorrer el camino que los hilos marcan; mientras Aquiles horadaba los inocentes talones del enemigo abatido y por aquel agujero de sangre pasaba una maroma que ató a su carro. Me concentré aún más para manejar la lanzadera: era una escena difícil de representar, una batalla acá, la victoria allá; mientras la desesperación recorría los corazones de quienes en las almenas presenciaban cómo Aquiles ultrajaba el cuerpo exánime del guerrero, el hijo, el marido, el hermano, el padre…
Los llantos rompieron el silencio de mi mente y salí de la concentración que requería aquella cotidiana empresa. Arrojé la lanzadera y mis pasos me guiaron rápidos a la almena. Allí ya todos lloraban, Hécuba se arrancaba los cabellos del dolor, Príamo pedía que le permitiesen partir junto a las naves para exigir el cadáver. Por un momento no entendí lo que sucedía, y los gritos de la entera Ilión me liberaron de la confusión. Era él, el que mordiendo el polvo provocaba aquel remolino de arena. Era el cadáver de mi amado el que era arrojado sobre una montaña de cuerpos putrefactos; era él el que, sin la exequias debidas, erraría eternamente en las riberas del Aqueronte, y la noche me cubrió los ojos y el entendimiento.
Al despertar maldije mi destino y mi fortuna. Deseé no haberle dicho aquellas palabras a Héctor, deseé haberle podido besar por última vez, deseé haber sido hombre para poder luchar a su lado, deseé haber dedicado mi día a asuntos menos mundanos y detesté el telar.
Pero la muerte no fue el castigo que el inmortal Aquiles tenía reservado a mi amado. No, la muerte no era suficiente moneda con la que pagar la de su amado Patroclo. Durante lunas se dedicó a ultrajar ante nuestros ojos su cadáver, durante lunas sufrimos aquella afrenta, aferrándonos a la esperanza de poder recuperarlo. El temor nos invadía, pues no era justo que un hombre de su talla tuviera que pasar la eternidad como quien no tiene amigos ni familia que lo llore.
Los dioses, que a veces se apiadan de los mortales, escucharon nuestras súplicas y conservaron intacto su cadáver, hasta que un día Aquiles mandó un mensajero a palacio. Príamo podía recuperar el cadáver para que fuera enterrado con todos los honores. Volví al telar para terminar la que ya no sería su túnica, sino su mortaja, y acompañé aquel su último adiós con mis reproches, pues su muerte significaba nuestra condena, y así fue. Héctor era el que mantenía en pie aquella ciudad, y sin él no tardó en caer.
Mis sufrimientos se multiplicaron cuando caí cautiva y toqué por suerte al hijo del asesino de mi esposo, Neptólemo, y mientras me alejaba en las cóncavas naves, mi pequeño, Astianacte, fue despeñado desde lo alto de la torre. Me tocó por suerte el concubinato, tuve de aquel al que odiaba otro hijo, refugio de mis males, pero aquella fertilidad mía me acarreó la desgracia que la envidia provoca. Hermíone, hija de la que una vez fue mi cuñada y causante de todo mal, envidiosa de que yo pudiera darle los hijos que ella no a su marido, intentó acabar conmigo. Casi lo consigue, pero la fortuna, que es caprichosa, me reservaba una vida larga y feliz junto a mi cuñado Heleno.
Hoy las parcas han cortado mi destino y ha escapado la mariposa de mi alma para colarse entre las fisuras de la capa terrestre y llegar aquí, donde aguardo mi turno para que Caronte me traslade al otro lado de la orilla. Solo espero que aún Héctor no haya bebido del Leteo y su agua no haya borrado nuestros recuerdos para que al fin podamos alimentar aquel amor truncado, allí en la isla reservada a los héroes y heroínas, aquella que llaman la de los Bienaventurados.
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