Prólogo de Pedro Ruiz a Cartas del infinito, de Eduardo Martínez Rico
Eduardo Martínez Rico respira verbos, adjetivos, metáforas y confesiones. Vive en un libro. El de su vida.
Creo que he conocido a pocas personas con más amor a leer, a escribir y a “escribirse”.
Hace bien. En el mundo de la literatura las emociones se encuentran y se eligen con mayor facilidad que en la vida. Las páginas de los libros, escritos o leídos, son caudales de emociones y vivencias, imaginadas o imaginarias, que aguardan tu llegada cada vez que quieres acercarte a ellas. Fieles e inalterables. Con una vida propia que no erosiona el tiempo ni las ausencias.
Eduardo está siempre urdiendo dos, tres o cuatro libros. Son su horizonte.
En este caso se confía y entrega a escribir junto a esa “voz interior” con la que todos conversamos para consolarnos o vernos desde fuera. Es una gran compañía y un excelente consuelo.
La voz con la que hablamos son muchas voces juntas. La de la conciencia, la del superyó, la del universo, la del amor que nos deja o acompaña… Eduardo ha querido tener en este libro una conversación, desnuda y clara, con la voz que más añora: la de su padre.
A todos nos ocurre que, al faltarnos alguien muy querido, lamentamos no poder compartir con él las confidencias y preguntas que nos acompañan siempre. Por mucho que hayamos cuidado a un ser querido cuando se va nos parece que no fue suficiente nuestro trato. Que nos distrajimos. Que había que haber estado con él más cerca y más tiempo.
Lo que escribe Eduardo en este libro es una confesión en toda regla. La del niño que siempre somos buscando abrigo. Y lo hace para orientarse, para consolarse, para honrar a su padre y para sentirlo vivo. Sabe que siempre lo estará si no lo olvida. Y, lejos de ello, su padre aparece aquí tan vivo como siempre. Hablando y escuchando.
¿Quién no se ha descubierto hablando en su interior con sus padres ausentes? ¿O con un amigo? ¿O con la parte de uno mismo que jamás lo expresa?
Eduardo le cuenta a su padre sus grandes y pequeñas cosas. Las que su padre conoce de siempre y las que le ocurren por primera vez.
En un limpio intento de sentirse acompañado Eduardo le explica un estado emocional, sus dudas, sus proyectos. Rindiendo siempre homenaje a las personas que ambos conocen y que jalonan sus caminos.
Creo que Eduardo se siente acompañado y descansado cuando, en cada carta remitida al infinito, deposita en sus escritos las zozobras y las cuitas que le acechan. Las ilusiones y los logros que día a día van llegando.
Y su padre le contesta.
A él no le extraña que su hijo le escriba ahora. Es lo que hace siempre. Escribir.
No le asombra ser ahora la Ítaca a la que se encamina el sueño de su hijo. Sabe que un alma bien nacida necesita nortes claros y queridos para no extraviar los pasos cotidianos. Y como Eduardo es un alma sana se encuentra con su padre en la Osa Mayor de las palabras. Ambos saben que las utopías ni se rompen ni desaparecen.
No se engañan haciendo de ello un juego fácil. Al contrario. Convierten el ejercicio amoroso de hablarse en un rumbo incontestable de luz y rectitudes.
Se alimentan mutuamente.
Uno aquí y el otro en el infinito.
Desde allí sabe el padre, y así se lo recuerda, que “Hay que andar la vida con amor”. Sin desfallecer y sin torcerse.
Y así lo hace Eduardo. Por él mismo y en el nombre de su padre.
Felicidades a ambos.
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Autor: Eduardo Martínez Rico. Título: Cartas del infinito. Editorial: Alberto Santos. Venta: web de la editorial.
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