Acabo de leer de nuevo la Eneida en el país en que nació, en los lugares mismos donde ocurren los hechos que cuenta». El venerable Gastón Boissier no nos afearía el haberle robado estas aladas palabras de sus Nuevos paseos arqueológicos para ilustrar nuestro texto. Y sigue: «No quiero decir, seguramente, que para comprender la Eneida haya necesidad de hacer este largo viaje, y que la vista de Lavinia o de Laurento nos proporcione revelaciones inesperadas acerca del mérito del gran poema (…). No solamente, creedlo bien, es placer de curioso del que no se obtiene el menor provecho. El estudio de los grandes escritores gana siempre con estas investigaciones, pues rejuvenecen y refrescan la admiración que les profesamos (…). Todo lo que nos incita a tratarlos más de cerca, todo lo que nos pone en comunicación directa con ellos, reanima en nosotros la comprensión de sus bellezas verdaderas. Es el servicio que acaba de hacerme estudiar la Eneida en su propio país.
Todo un canto a la mitomanía, con el cual sólo podemos estar de acuerdo. Y si además seguimos la estela del propio Boissier, qué mejor. Ya lo hicimos, piedra a piedra, por el Foro Romano, y con sus indicaciones encontramos la villa de Horacio en los montes Sabinos. Este sabio francés de prosa didáctica y envolvente, que explica a la vez que se explica a sí mismo, que al exponer sus dudas parece pedirnos ayuda para dilucidarlas, que alterna la ciencia del erudito con el sentido común del aficionado… este sabio francés siempre ha sido nuestro mayor influencer a la hora de acercarnos al pueblo que usa la toga. Y, por si fuera poco, nos hace sentir parte de una cadena virtuosa de admiradores del poema virgiliano: en la presentación del capítulo, Boissier comenta un antecedente, Voyage sur la scène des six derniéres libres de l’Eneide, obra “muy leída” de 1804 cuyo autor, Monsieur de Bonstetten, un “suizo ilustrado” y “hombre de mundo”, sin embargo, “no había estudiado muy a fondo a Virgilio”. Amicus Plato…
Contagiados, pues, por tanto entusiasmo, vamos a emprender idéntico viaje. Convendremos, para empezar, en que el título del suizo, acorde con la tradición relojera de su patria, es muy preciso: la geografía que visitaremos corresponde a los seis libros últimos del poema. Damos, pues, por leída y asimilada la primera mitad de la obra, con la narración de la caída de Troya, el periplo de los fugados por el Mediterráneo, los amores de Dido —esa señora tan dada a tomarse las cosas a la tremenda— y la bajada al Hades en busca de los consejos paternales para encarar un futuro que, con nada menos que Juno conspirando a la contra, se presentaba harto difícil. Por alguna razón, de los doce libros de la obra, estos seis iniciales han sido siempre los más leídos —quizá simplemente por estar primero— y apreciados, y mucha culpa tiene de ello la omnipresente, la absorbente reina cartaginesa. Allá cada lector: nosotros, en cambio, preferimos la media parte final, la que ocurre en suelo itálico… como le ocurría al propio Virgilio, por cierto, que reclama a la diosa un extra de inspiración (tu, diva, mone) porque “comienzan para mí acontecimientos más importantes, una empresa mayor acometo” (maior rerum mihi nascitur ordo, maius opus moveo. VII, 44-45).
Así que emprendemos nuestro periplo en el libro séptimo, para recorrer lo que Virgilio dibujó con hexámetros: el mapa del Lacio. Un área escueta, siempre al sur de Roma (arriba, los etruscos) cuyo centro —geográfico e histórico— bien podría ser la zona de los lagos Albanos, donde se encontraba Alba Longa (hoy Castelgandolfo)… pero nos estamos adelantando: falta todavía mucho para que Ascanio, hijo del héroe, funde la ciudad.
Río Númico
Haec fontis stagna Numici (VII, 150), junto a los estanques de la fuente del dios-río Númico es donde Eneas toca tierra en el litoral del país que el destino le tiene reservado. Y tiene su importancia más allá de la narración virgiliana: cruzando textos de Tito Livio y Ovidio, disponemos de una versión más o menos ajustada de la muerte de Eneas, donde el Númico es protagonista; bien porque en él se ahoga el héroe, bien porque tras su muerte en una escaramuza contra los rútulos, su madre Venus utiliza aquellas aguas para limpiar de carne mortal los restos del hijo y así elevarlo a divinidad.
Del que en tiempos pretéritos fue uno de los principales ríos que atravesaban el Lacio, frontera entre latinos y rútulos, hoy apenas queda un regato que solo se deja ver cuando llega al mar. Lo íbamos buscando por la carretera paralela a la costa tirrénica cuando, a unos 25 kilómetros al sur de Ostia, un cartel nos saluda: Benvenuti a Torvaianica. Fiume Numicus oggi fosso di Pratica di Mare qui approdó Enea. Bajamos a la playa, y con pesar comprobamos que el mísero hilo de agua en que el dios-río se ha convertido puede ser cruzado a pie enjuto con apenas un par de saltos… Pero a qué distraerse con esas melancolías. Basta con dar la vuelta y mirar al ancho y profundo mar, tan tranquilo que Virgilio, al momento de arribar los troyanos, lo comparó con mármol (et in lento luctantur marmore tonsae, VII, 28). Frente a las plácidas aguas y sobre la misma playa, nos sentamos a leer el inicio del libro séptimo.
Lavinium
Ab Aenea conditum, fundada por Eneas, como nos dice Tito Livio. De todos los topónimos que encontraremos, este sin duda es el más evocador. Proviene, claro está, de Lavinia, hija del rey Latino, prometida a Turno, rey de los rútulos. Las peripecias por las que acabó como esposa de Eneas y origen de la descendencia que dio lugar a Rómulo y Remo, los fundadores míticos de Roma, son el argumento del poema virgiliano.
Lavinium verdaderamente existió como ciudad y tuvo una cierta importancia como sede religiosa, pues ahí se veneraban los Penates de Roma. Para encontrar sus restos hay que desplazarse a Pomezia, a pocos kilómetros de nuestra anterior etapa. Una vez allí, pasaremos en primer lugar por el pequeño pero cuidado Museo Civico Archeologico di Lavinium a admirar la estatua en terracota —extraña, arcaica— de la Minerva Tritonia, (armipotens, praeses belli, Tritonia virgo. XI, 483) a la que con tan poca fortuna se encomendó Turno.
Y no muy lejos, a tiro de paseo, buscamos el que quizá sea el hito del viaje: la tumba, el heroon de Eneas. Naturalmente, nunca hubo un Eneas que enterrar y la fecha de construcción del sepulcro dista siglos del hipotético tiempo del troyano, pero la tradición que vincula al monumento con el héroe es sólida y antigua: Dionisio de Halicarnaso, al inicio de nuestra era, visitó el lugar y dejó registro: «Una gran batalla severa tuvo lugar no lejos de Lavinium y muchos fueron muertos por ambos lados, pero cuando llegó la noche los ejércitos se separaron. Y como el cuerpo de Eneas no se veía por ninguna parte, algunos concluyeron que había sido llevado junto a los dioses y otros que había perecido en el río junto al que se libró la batalla. Y los latinos le construyeron un santuario con esta inscripción: «Al padre y dios de este lugar, que preside las aguas del río Numicus». Es un túmulo pequeño, rodeado de filas regulares de árboles que bien vale la pena ver». (Antigüedades romanas, I, 64)
En efecto, bien vale la pena verlo si has ido hasta el Lacio en pos del recuerdo de Eneas, pero ahora es un poco más difícil que en tiempos de Dionisio. Para empezar, es un recinto cerrado, y llegar hasta el lugar requiere, primero, que te faciliten la entrada los guías locales (dan razón en el museo) y, después, rodear la fábrica de una multinacional farmacéutica que tapona el acceso directo a la carretera.
Llegamos a las venerables piedras, las besamos dulcemente y, de rodillas, no menos píos que pius Aeneas, musitamos sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt; felix qui potuit rerum cognoscere causas; ibant obscuri sola sub nocte per umbram; audentes fortuna iuvat… que quizá tienen poco que ver con el monumento y alguno ni siquiera es de la Eneida, pero son los pocos hexámetros que nuestra memoria ha sido capaz de retener tras décadas de frecuentar la obra virgiliana. Para compensar, nos retiramos a un rincón que el techado protege del sol y, ahora sí, buscamos en el libro un texto que conecte mejor con el espíritu del lugar. Las exequias de Miseno, (VI, 212-235) fue una elección óptima.
Otros lugares virgilianos en el Lacio
Tras visitar el lugar donde Eneas desembarcó, la ciudad que fundó y el túmulo donde él (o, al menos, su recuerdo) reposa, sentimos de sobra cumplido el objetivo que nos propusimos incitados por Gastón Boissier: leer de nuevo la Eneida en el país en que nació. Pero cómo no mencionar, siquiera sea de pasada, algunos otros lugares del Lacio a los que el poema alude:
Alba Longa: Ascanio erigió su capital en la vecindad del monte y el lago Albano, y lo más cómodo es identificarla con la actual Castelgandolfo. At puer Ascanius, cui nunc cognomen Iulo additur (…) regnumque ab sede Lavini transferet, et Longam multa vi muniet Albam. (I, 267 – 271)
Gabii: se menciona en el libro VI como una de las ciudades que fundará la estirpe de Silvio, el hijo de Eneas y Lavinia. Merece mucho la pena acercarse a visitar los restos del templo de Juno Gabina, aunque poco queda de lo que en su día fue modelo de santuario republicano, quizá el más importante del Lacio fuera de la propia Roma.
La cueva del Fauno: At rex sollicitus monstris oracula Fauni, fatidici genitoris (VII, 81 y ss). El rey Latino precisa acudir al oráculo de su padre Fauno a ver qué yerno le recomienda para Lavinia, si el vecino (Turno) o el de fuera, externi venient generi, que es Eneas. Se trataba de una fuente sombría cuyos alrededores exhalan un fuerte olor a azufre, nemorum quae maxima sacro fonte sonat saevamque exhalat opaca mephitim. El lugar, al parecer, todavía existe en las cercanías de Pomezia y su suelo sigue emanando azufre, pero no pudimos dar con él.
Árdea: la capital de los rútulos y de su rey, Turno, sempiterna enemiga de Roma. Fue importante, como bien se deja ver por los restos de sólidas murallas del siglo VII a.C. Pero en época de Virgilio había entrado en una gran decadencia: locus Ardea quondam dictus avis, et nunc magnum manet Ardea nomen, sed fortuna fuit (VII, 411). Su fortuna se fue, como nos dice elegantemente el poeta, aunque muchas referencias históricas y mitológicas quedaron: Dánae, la amada por Zeus; Tarquino el Soberbio, último rey; Marco Furio Camilo, el vencedor de los galos… tuvieron que ver de un modo u otro con Árdea. Pero nuestra leyenda favorita no la cuenta Virgilio, sino Ovidio en las Metamorfosis: una ardea (garza en latín) surgió de las cenizas de la ciudad incendiada por los soldados de Eneas.
Antium: hoy Anzio, patria de Nerón, antigua capital de los volscos, cuya reina Camila dio ocasión al exquisito retrato que podemos leer en los quince versos finales del libro séptimo. Por el arte de Virgilio, Camilla bellatrix, guerrera, se trasmuta en la más delicada doncella; y su desfile militar, en la pasarela de una diosa. Hexámetros sublimes que, como tantos otros del poema, bien justifican la conocida sentencia de Propercio: «Ceded el paso, poetas griegos; cededlo, poetas romanos: está a punto de nacer algo más grande que la Ilíada«.
Laurentum: donde reinaba el rey Latino en el momento de la llegada de los troyanos. Ninguna referencia queda hoy del lugar, y tampoco las había hace más de cien años, en tiempos de nuestro erudito francés. Pero ¿cómo iba esto a detenerlo? Interpretando el libro undécimo, la descripción virgiliana del escenario de los combates a las puertas de la ciudad y tras dar unas cuantas vueltas por la zona, pergeñó su teoría: «A dos o tres kilómetros del mar, un poco más abajo que Capocotta, algo más alto que Tor Paterno, próximamente a mitad de camino entre Ostia y Prática, yo situaría con gusto Laurento. El lugar conviene enteramente con las descripciones de la Eneida, y parece que Virgilio nos conduce a él de la mano.
Amén, monsieur Boissier… nuestras suspicacias arqueológicas, si alguna vez las tuvimos, se rinden ante tanto entusiasmo.
Bene te Aeneidam scire videtur, amice, macte virtute!