Foto de portada: Enrique Martínez Bueso
El también ensayista y profesor de arte murciano Miguel Ángel Hernández es el escritor de su oleada promocional —quienes andan ahora por la cuarentena avanzada— que más interés ha tenido en escribir diarios, y lo ha hecho con destacada personalidad. Tengo vago recuerdo de haber visto esta clase de escritura en la página de internet de aquel notable proyecto cultural llamado Eñe. Me llamó la atención y me interesé por otros dos diarios suyos, creo que impresos, pero no los localicé. Más tarde he sabido de otro diario reciente, de 2019, Aquí y ahora, que ha sido el gancho que me ha llevado a una nueva entrega posterior, de este mismo año, Tiempo por venir. En realidad, ambos libros son una obra unitaria aunque el anterior surgiera de una iniciativa personal del autor y el último se deba a un encargo del periódico local La Verdad. Pueden verse los dos volúmenes como un trabajo prologado en sendas entregas y así lo reconoce el que ambos compartan un mismo subtítulo, Diario de escritura.
En los dos dietarios encontramos idénticas pulsiones: la fundamental que subraya dicho título secundario, la exploración de la intimidad del propio autor y la constatación de la cotidianeidad con intención testimonial. Tres pivotes bastante bien encajados sostienen, pues, los diarios: el esforzado y aun agónico ejercicio de la escritura, el desvelamiento de una intimidad atormentada y el reflejo del día a día profesional y social. No debe perderse de vista, por otra parte, algo que afecta, para bien y para mal, sobre todo a los dos últimos factores. Estos diarios nos respetan la privacidad inherente a la escritura dietarística, es decir, el ejercicio de observación y reflexión reservado para el propio dietarista y no para su difusión pública. Justo lo contrario de lo que hace Miguel Ángel Hernández, que los escribe para publicarlos, y uno de ellos nada menos que en el gran escenario público de la prensa.
Tiene mucho mérito la vertiente intimista de los diarios por la desinhibición, cercana al impudor, con que Miguel Ángel Hernández la desvela; más notable al dar a conocer buena parte de las anotaciones en un periódico de la misma ciudad en que vive y donde tiene cierta presencia pública. En ella entran tanto los dilemas psicológicos como los problemas fisiológicos. La tendencia, por momentos, a ofrecer el retrato de un patito feo se compensa con una clara voluntad de superación, sobre todo de innumerables y variadas dolencias y enfermedades. Este ser humano un tanto desfalleciente siempre encuentra, en última instancia, la energía interior necesaria para afrontar el destino que marca cualquier vida. Al lado de la precaria y amenazante salud se encuentra la pulsión autosuicida que implica, en el fondo y aunque nunca lo plantee de esta manera, la desmesurada afición etílica y la entrega compulsiva a los placeres de la mesa. No recuerdo haber leído una ingesta de alcohol tan copiosa, ni tal sucesión de paralizantes resacas, desde los libros de la primera etapa de Juan García Hortelano, pero allí no se trataba de vidas reales sino de metáforas antiburguesas que mostraban con hipérbole comportamientos colectivos.
En realidad, esta fibra tiene todos los ingredientes para novelar las inclinaciones autopunitivas de nuestra especie bien bajo una ideación imaginaria, bien en el molde de moda de la autoficción. Tal potencia narrativa contiene este asunto que, a buen seguro, saldría un texto fuerte e impactante; un texto revulsivo situado en un territorio entre lo psicológico y lo filosófico. Para el escritor murciano no sería un reto inaccesible vista la fuerza introspectiva de los diarios y teniendo en cuenta la densidad de alguna de sus novelas.
El reflejo de la vida cotidiana ocupa también un buen lugar en los diarios. No se dedica mucha atención al testimonio social que sí le ha interesado a Hernández en su obra narrativa. Aquí se refiere en buena medida a la actividad artística y cultural murciana en la que el propio Hernández se presenta como un actor destacado. También a la labor profesoral, en la que hace constar numerosos problemas de la enseñanza universitaria, de la que da una imagen poco positiva. Sus comentarios no dejan de suscitar alguna reserva. No resulta nada convincente que plantee como un sacrificio asumir la dirección del departamento de arte al que pertenece. Según se explica, uno lo percibe más bien como un peldaño arriba en la escalera de la ambición; nada me extrañaría que dentro de un tiempo aspire al decanato o le nombren vicerrector.
Lo más jugoso de la materia documental es lo referido al mundillo literario y editorial. Ofrece aquí Hernández un iluminador retrato del escritor novel. Pocas veces se ha retratado con tanta sinceridad el ansia de reconocimiento del autor nuevo. Incluso esa franqueza le lleva a manifestaciones infantiles. Sin cautelas ni disimulos relata el deseo de ser acogido por una editorial conocida y de formar parte la sagrada tribu de los letraheridos. Le vuelve loco que le inviten al almuerzo con motivo del fallo de un premio literario. Se trastorna al conocer o ir de copas con otros escritores. Todos con quienes coincide son geniales, buenísimas personas, divertidos, sabios. Todos escriben obras magistrales. Así lo cuenta, con la misma sorprendente inocencia con que se exalta al saberse miembro de la tribu. Ha sido un día mágico, feliz, repite en varias ocasiones. Ha triunfado.
Hay algo notable, por otra parte, en esta confesión. Una especie de reconocimiento generacional. En un sentido muy lato, vemos a Hernández, aunque no lo señale con claridad, formando parte de la corriente de autores y obras que marcan la prosa narrativa del primer trecho del siglo XXI. Esto guarda relación con las copiosas referencias culturales que desfilan por los diarios. Aparte las plásticas, por motivos profesionales, las más abundantes son las series televisivas (a las que es un auténtico y obsesivo adicto) y la narrativa coetánea, la de sus amigos aludidos y de la última prosa occidental. Pero poco, por no decir nada, se encuentra de la tradición clásica, de la novelística decimonónica ni de la de posguerra. Para Hernández no existen, entre los escritores de nuestro ámbito idiomático, ni Galdós, ni Baroja, ni Valle, ni Cela, ni Ferlosio, ni Martín-Santos, ni Goytisolo… Tampoco Vargas Llosa, García Márquez o Cortázar… De tal manera, los diarios proporcionan un retrato generacional muy interesante y de gran valor histórico en el futuro.
El aspecto más importante de los diarios de Miguel Ángel Hernández es el testimonio acerca del ejercicio de la escritura, leitmotiv esencial de las anotaciones. La desesperación implícita en la búsqueda de la forma que satisfaga el fondo quizás resulte lo más llamativo de los comentarios. Pero bajo esta agonía Hernández apunta con máxima lucidez las opciones técnicas y constructivas con las que se debate. El desaliento por lo que le parece, a partir de una radical exigencia, que no funciona. El arrebato de destruir el texto, e incluso la tentación de renunciar a la escritura. En el extremo contrario, vemos también la satisfacción cuando se ha conseguido lo que se pretendía. Los diarios suponen un magnífico relato del taller del escritor. Su gran virtud procede de que no tienen un mero aspecto especulativo, sino que cuentan con una obra en marcha real como punto de partida. También esto, por cierto, podría dar lugar a un interesante relato independiente, una densa novela del artista.
Merece la pena que los aficionados a la llamada escritura del yo reparen, si no lo conocen, en Miguel Ángel Hernández. Sus diarios, de prosa cortante, desgarrada y lúcida, de fondo intelectual y analítico, a la vez que emocional, ocupan un lugar destacado en nuestra literatura memorialística.
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Autor: Miguel Ángel Hernández. Título: Aquí y ahora. Editorial: Fórcola. Venta: Todostuslibros.
Autor: Miguel Ángel Hernández. Título: Tiempo por venir. Editorial: Fórcola. Venta: Todostuslibros.
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