“La cultura es la estética de la inteligencia.”
Enrique Rojas
“El cuerpo muere / el agua se enturbia / el alma vacila / y el viento olvida / olvida todo / pero la llama no cambia.”
Yorgos Seferis
Hace un tiempo escribí en esta querida revista [Raíces] una bibliográfica sobre el libro de Diego Moldes Cuando Einstein encontró a Kafka, un itinerario sorprendente y exhaustivo por la cultura judía, único en su género y generosamente bien informado, habitado de logros página a página. Hoy, con el mismo asombro y la misma delectación he finalizado de leer En el vientre de la ballena: Ensayo sobre la cultura, del mismo autor y de la misma aptitud para transitar aspectos del humanismo cultural y literario con un agudo y lúcido sentido interdisciplinario. La ballena se transforma —como en la narración bíblica— en una metáfora que, nacida de la inspiración de George Steiner, va contabilizando distintos aspectos y aproximaciones sobre la significación de la cultura, sus avatares, sus distintos senderos, sus multiplicadas posibilidades y sus definiciones (que el autor busca en variados pensadores, creo que hasta 38 son los citados) de una ambiciosa polifonía, la búsqueda de una definición lo más apropiada posible de ese fenómeno plurisemántico que a todos nos incluye. Diego Moldes vuelve a incursionar, con su singular mirada y su sed del otro, en ese mundo que nos contiene y nos revela. Dijo el autor en la presentación de esta inquieta e inquietante aventura: «Quise generar un debate sobre qué es la cultura y el declive de las humanidades, y por eso el veinticinco por ciento de este libro es colectivo, para suplir mis carencias». Digo yo: ¿Cómo? Fragmentando su inquietud y poniendo el 25% de todo el mundo. Moldes seguramente recuerda aquello de Simone Weil: «No hay en absoluto ningún otro acto libre que nos esté permitido, salvo el de la destrucción del yo». A lo que agregó: «La forma organizada del sentido de la vida: eso es la cultura». Si hay algo en lo que Moldes no tiene carencias es en su ambiciosa y comprometida sed humanista, en ese afán por testimoniarlo todo, una especie de dios Prometeo que me recuerda a aquella anécdota de Jean Cocteau cuando un tópico periodista le preguntó: «Si su casa se incendiara y usted sólo pudiera salvar una cosa, ¿qué salvaría?». Y Cocteau respondió: «¡El fuego!». Moldes es un amanuense del fuego y su incondicional amor a la cultura nos ha regalado un libro excepcional. De su atareado brillo de ser inquisidor entrañable de las distintas vertientes de la cultura, es el fuego justamente el que le impulsa a hacer click y combinar la inteligencia y el arrojo, la inquietud creadora y las agallas, con el hambre de saber, tanto de él como en realidad de todos nosotros. La generosidad de Moldes se muestra justamente en la cantidad de consultados y la sabiduría con que los matiza. Sabemos que el ser humano se distingue justamente por ser un sujeto que crea cultura no sólo como cosa de libros (que lo es), como expresión del conocimiento humano (que lo es), sino por todo aquello de creativo que está ligado a la existencia, al hecho de inventarse la vida cada día. Como dice la psicoanalista vasca Lierni Irizar: «La cultura es también calentarse la vida con nuestros sueños». Diría yo: la capacidad de crear vida de la nada. Se trata de insuflar vida y, perdónenme el símil, como lo hizo Hoffmann con su muñeca inverosímil, Frankenstein con su siniestra y entrañable quimera de hacer un ser vivo de fragmentos de seres muertos, con aquella advertencia del hombre solitario: la cultura es lo que queda cuando lo hemos olvidado todo. La cultura es, pues, el fuego que calienta la existencia. Moldes es un hombre de nuestro tiempo, tiempo de guerras y pandemias, donde él, quijotescamente (y ojalá hubiera muchos seres así), alza esa llama para decirnos que también es tiempo de revelaciones y de logros y que la cultura es la más expresiva y singular cédula de identidad del ser humano. Moldes, a quien admiro por su persistencia en el saber, por su spinoziano deseo de durar, por lo que yo llamaría su Kulturoptimismus, ese optimismo que no nace de la negación de la realidad sino de hacer de la barbarie y el conflicto un incentivo al pensamiento, como lo señala Reyes Mate en el libro. El autor de Cuando Einstein encontró a Kafka está obstinado en perseverar (este libro lo prueba) y sospecho que todo lo que emprenda no será otra cosa que persistir en su por-venir, en su ansia de perdurar. Y Moldes nos demuestra algo que debemos aprender sin retaceos: perdurar es con los otros. Sus páginas son su manera de cumplir el ciclo, consciente de que —como lo dice el Talmud— nadie está destinado a finalizar la obra. Él es un círculo y su metamorfosis en el círculo y de su metamorfosis tras el círculo, su centro —como núcleo de la verdad— está cada vez en otra parte. Porque lo disimule o no, Moldes es un hombre herido, moldeado por el sufrimiento, pero pleno de amor a la vida y deseoso de no terminar de arder. Él va de palabra en palabra, de incendio en incendio, desarrollando su diálogo íntimo con el otro. Claro que hay dos vertientes, como todo lo humano: somos el guardián del faro y el bombero al final de su escalera: uno intentando sofocar el incendio, el otro intentando iluminar el mar. Para ambos menesteres necesitamos la palabra. Diego Moldes sabe que el universo está en la palabra y que la muerte de la palabra es la muerte del universo. Siempre he pensado con Jabés que morir en paz es morir sin palabras, es decir, cuando uno ha terminado de decir todo aquello que el fuego le dicta. Ese Diego Moldes, digo, es quien nos dice que se muere en una palabra pero también se nace en otra. También la palabra, es decir, la cultura, es un mundo en llamas y nos hemos concedido el derecho a incendiar y gritar ¡fuego! para que la humanidad siga su curso en una aventura cuyo signo es la sed. Él no está a la búsqueda de un juego de palabras sino de un fuego de palabras.
Hago una breve serpentina metafórica: moldes son piezas o conjunto de piezas acopladas, interiormente cóncavas pero con los detalles e improntas exteriores del futuro sólido que se desea obtener. En el interior se vierte un material fluido o plástico —metal fundido, hormigón, yeso, resina (¿definiciones? ¿diagnósticos? ¿conjeturas?)— que cuando se solidifica adquiere la forma del molde que lo contiene. Una vez retirado el molde, se corrigen las posibles imperfecciones en las zonas de acoplamiento. Para acoplar las piezas de un molde se recurre generalmente a las llaves. No es prescindible que a los moldes se los llame matriz. Como no soy un manitas en estos haceres, dejo aquí la serpentina, cuyo único sentido era jugar con el apellido de este pensador que en cada uno de sus libros me atrapa con su capacidad de acoplar, de moldear, de conciliar distintas llaves de la cultura en su afán de lograr un diagnóstico que pueda aceptar y compartir, enriqueciendo la vida. En ese sentido la labor de Moldes es admirable. Encontrarle un moldes a la cultura ha sido un ímprobo y fecundo esfuerzo (verdadero capolavoro) que ha coronado exitosamente. Cierro la serpentina.
En Argentina —mi país natal— diríamos que Diego Moldes tiene hígado. Es historiador de cine, escritor (tanto ensayo como narrativa o poesía), profesor universitario, editor jefe y ejecutivo de marketing y comunicación. Y tiene la insolencia de tener recién 45 años —la mitad que yo— y, además, para más inri, es un apasionado apasionante de la cultura y un sincero amigo de sus amigos.
Y toda esa ambición se centra en el simbolismo de la ballena, la que, entre otras emociones, vive entusiasmos de los que no somos conscientes. Moldes reactualiza —entre muchos de sus cometidos— conceptos de un texto «desgraciadamente anónimo» titulado Simbología de la ballena. Desde esta perspectiva podemos fácilmente relacionar la familiaridad de nuestro ser y de nuestras emociones con la profundidad del océano. «Por ello la ballena es un animal que se relaciona fundamentalmente con las emociones. La ballena simboliza la creatividad emocional, el bienestar, la crianza y la profundidad emocional (…). Por ello, las personas que tienen una gran empatía y que pueden así sentir las emociones de los demás y viven las suyas propias de manera muy intensa se pueden identificar fácilmente con las ballenas», aguda similitud que Moldes transita cuidadosamente, porque todas las preguntas tienen su precio, porque las disonancias de una inquietud insomne tienen la virtud de desconcertarnos, de llevarnos por caminos no trillados, por aquellos «blancos del bosque» que soñaba Heidegger. Moldes no cultiva la irreverencia, sino la reverencia hacia aquellas contraseñas de la mente que nos ayudan a pensar, diligentemente, apasionadamente, consciente de la fuerza arrolladora de la alta cultura, de la que hablaba Márai, esa manera de contemplar un vaso vacío para intentar cruzar el puente que va del deseo a la palabra. Nadie siente sed cuando duerme, y ahí nace el insomnio de Moldes. Ese insomnio que no es —como decía Borges— «muerte que anda luciendo», sino vivo testimonio de la acción del hombre sobre la tierra, de ese mirarse hacia dentro para transformar el mundo. ¿Recuerdan aquel comentario de Walter Benjamin sobre el Angelus Novus de Paul Klee? Un ángel aturdido, ansioso, como si debiera alejarse de aquello que le produce estupor. Los ojos desmesuradamente abiertos, la boca suelta y las alas completamente extendidas, en una alegoría que ya es célebre. Para Klee el querubín que gira los ojos hacia el pasado, representa el ángel de la historia. Quisiera detenerse, despertar a los muertos y arreglarlo todo, pero el huracán que sopla le enreda las alas impidiendo que las pueda cerrar. Un viento fuerte lo empuja hacia el futuro, al que da la espalda, mientras ve crecer una montaña de ruinas hacia el cielo. «Es lo que nosotros llamamos progreso», dice Benjamin. Ante esta perspectiva agridulce del curso de los acontecimientos humanos, el ángel de la historia no puede detenerse como no puede inmovilizar la naturaleza. El genio judío nos enseña la lección que vamos aprendiendo con el paso de los años: la vida como una sucesión infinita de vaivenes y riesgos que no pueden preverse de antemano. Moldes sabe todo esto, pero su afán de ángel de la cultura nos lleva por otros caminos, más afines con la sobrevivencia humana, con la fuerza incontestable del saber, con una mirada más altruista. Aquello de los filósofos: nos hemos limitado a interpretar el mundo, y de lo que se trata es de transformarlo. El amor a la cultura de Moldes hace suya esta imprecación, que transforma una polisémica búsqueda en bendición. La lista de consultados asombra por el nivel cultural de los interrogados: desde el Diccionario de la Real Academia Española al María Moliner, desde Lawrence Ferlinghetti a Edgar Morin, de Noam Chomsky a Alejandro Jodorowsky, de Román Gubern a Peter Burke, de Carlo Ginzburg a Bernardo Kliksberg, de Mauricio Wiesenthal a Reyes Mate y Darío Villanueva, y así muchos más, todos significativos y enriquecedores aportes a dicha búsqueda de una definición lo más ideal posible de cultura. Si yo debiera elegir una manera de aproximarse a dicho diagnóstico, elegiría —como lo he hecho muchas veces— aquellas palabras de Antonio Elio Brailovsky en su novela Identidad: «Los hombres, señor, llevan la música dentro de la sangre. Porque los pueblos tienen su forma de sentir el tiempo, y la música es solamente eso: el sonido del tiempo de cada hombre. Porque cada hombre tiene una sola música, que le viene de sus padres y abuelos, la lleva dentro de la sangre, la escuchó al nacer, la imagina cada vez que oye el latido de su corazón y la recuerda en el momento de su muerte». Bellísima manera de decirlo, y con un poco de imaginación podemos conciliar creativamente música y cultura. Cuando le pregunté a la psicoanalista vasca Lierni Irizar qué era cultura, me respondió: «¡Madre mía!… Así de entrada me parece una cuestión complicada. Primero, porque toda pregunta sobre «¿qué es…?» me parece imposible. Pero además, la cultura es hoy, creo, una especie de nebulosa que incluye cosas muy diferentes. Los discursos constructivistas contemporáneos se «cargaron», con razón, creo, su distinción con la naturaleza, porque la propia idea de naturaleza es en gran parte una construcción humana». Inmediatamente Irizar cita a Nikolaus Harnoncourt, el notable director de orquesta: «En mi opinión, en ese instante sucede algo sagrado. Para mí hay aquí algo inexplicable, y por eso me atrevería a decir que el arte es algo que sencillamente me permite reconocer a un ser humano (…). Me resulta incluso familiar el gorila que inventa y maneja el ordenador más sofisticado. En cambio, no existe gorila alguno que componga la Sinfonía en sol menor de Mozart o que escriba un poema de Goethe. Aquí hay algo trascendental que se sustrae a toda explicación». Este aporte de Irizar lo he transcrito porque señala con claridad la empresa gigantesca que se ha empeñado Moldes en llevar adelante, con su complejidad, sus singularidades y sus dificultades semióticas. Sería largo (y apasionante) seguir paso a paso el itinerario de Diego Moldes, pero apremios de espacio me lo impiden. Lo dejo en manos del lector, recreador y socio, según Barthes. Sólo quiero dejar constancia para los lectores de Raíces que este libro excepcional, sustentado en una denodada inteligencia y en un amor a la cultura que festejamos ruidosamente, es un hecho cultural fuera de serie. Querido Diego Moldes: los amantes de tu búsqueda, de tu indagación y rastreo, profundamente agradecidos.
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Autor: Diego Moldes. Título: En el vientre de la ballena. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Excelente reseña que anuncia un excelente y apasionante libro. La ballena es una metáfora sugerente. Su libertad, su carencia de límites a los que llegar y su lenguaje musical son una delicia que nos sugiere que la cultura no está bajo el control de nadie como algunos siempre pretenden. Será necesario leerlo.