Estamos acodados a la barandilla del barco de línea que une Río con la isla de Paquetá, en el centro de la Bahía de Guanabara. Es la primera vez que oigo ese nombre, y en mi lugar un perro habría levantado las orejas, porque al pronunciarlo mi vecina de travesía, una mujer ya mayor con buena facha y casa en la isla, ha cambiado el gesto y pasado del portugués al español. En Río se habla poco, y no se oyen muchas palabras dichas en él. Pronuncia “Luz del Fuego”, no Luz do Fogo, haciendo un esfuerzo por amoldarse al diptongo, difícil para un brasileño. Y ha bajado la voz y cambiado el tono para pronunciarlo con una especie de picardía pasada de moda, entre la complicidad y el recato, como si el idioma extranjero lo volviese aún más indecente.
El nombre desconocido, más exótico por español, curiosamente, ha brillado por un segundo como un fuego fatuo. O más bien como una de esas llamaradas eternas que afloran del subsuelo en algunos lugares del mundo y que yo he visto en Turquía. Las alimentan sulfurosos gases subterráneos, y los antiguos las tenían por respiraderos del Hades o por alientos de demonios sepultados en batallas antediluvianas.
Quizá sea la sonoridad del nombre en español, avivada por la nostalgia de mi lengua, o puede que la oferta de complicidad implícita en el tono de la mujer me ponga del lado de la otra, la que claramente fue una descastada: me caen bien los descastados, los que se saltan las leyes tácitas que demarcan lo admisible y lo inadmisible dentro del recinto que les tocó en suerte al nacer. Quizá sea el olfato para lo vistoso y el gusto por lo exagerado que deja adivinar una mujer que se rebautiza a sí misma con un nombre de ese calibre. Puede que tenga que ver mi simpatía por quienes en esta vida pecan y se condenan antes por exceso que por defecto, por quienes arriesgan y pierden todo por pasarse y no por quedarse cortos en sus apuestas. Me intrigan y a veces me admiran la mesura, la circunspección, la gravedad de algunas personas, pero aunque puedo llegar a envidiar su temple y su flema, ni uno ni otra son exactamente virtudes para mí. Seguro que manejar el timón con mucha mano izquierda ayuda a llegar a buen puerto, pero prefiero a quienes lo agarran a manos llenas y disfrutan de cada volantazo y se aburren de mirar fijamente hacia una meta.
Y a lo mejor simplemente estoy adornando ahora el recuerdo. El caso es que por alguna o todas las razones anteriores, en ese momento y antes de saber nada más, me convenzo de que si alguien que se llamó así tuvo una vida a juego con el nombre será sin duda interesante saber todo lo posible sobre ella.
Esto es lo que apunté ese mismo día:
“Vecina de isla, vivía siempre desnuda y bailaba en teatros de Río con serpientes amaestradas. Muy famosa en los años cuarenta, luego desapareció. Nadie podía pisar su isla vestido (Isla del Sol). Pelo larguísimo. Se ponía ropa sólo cuando salía en su barca para hacer compras (Luz del Fuego). Obligaba a vestirse también al barquero. ¿HISTORIA INVENTADA? BUSCAR”.
El barco se acerca al muelle de Paquetá y nos alejamos de la islita desierta. De lejos parece un montón de piedras redondas con matorrales secos y un par de árboles ralos.
—Mi madre nos tapaba los ojos cuando se acercaba su barca, para que no la viéramos desnuda.
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Autor: Javier Montes. Título: Luz del Fuego. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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