Donde el bachillerato
Dicen que Max Aub decía que, al final, uno es de donde hizo el bachillerato, y algo de verdad debe de haber en el aserto porque cada vez que vuelvo a Mieres hay algún momento en que mis pasos me acaban conduciendo hacia el instituto donde estudié el mío. Puede que sea uno de los centros públicos de enseñanza más bonitos del país, y creo que cuando digo esto no me ciega la pasión: ocupa un palacio barroco que se construyó en torno a una torre medieval —que aún se conserva, aunque tan modificada que seguramente lo único que queda en ella de la Edad Media es su adscripción cronológica— y que sirvió de residencia a los marqueses de Camposagrado, que la usaron como retiro de verano. En ella pasó Jovellanos varias noches de su vida planeando la que en su tiempo iba a ser la nueva carretera a Castilla, como recuerda una placa que aún se conserva en su interior, y también pasó por allí con cierta frecuencia el eminente doctor Gaspar Casal, a la sazón médico de la familia. Cuando el clan dejó de hacer uso de sus aposentos, el edificio se sumió en un abandono intermitente. Fue cuartel de los guardias de asalto —mi tía Amor recordaba que, cuando era niña, le prohibían acercarse por allí porque se decía que en su interior se hacinaban decenas de muertos; durante mucho tiempo pensé que aquello había sido una mera leyenda, un cuento que sus padres habrían urdido para asustarla, pero luego leí en alguna parte que tras la Revolución del 34 se había empleado el torreón en torno al cual se erigió el edificio como depósito de cadáveres— y luego hogar de auxilio social, antes de que en la década de los sesenta inaugurara su condición de instituto. En la época en que estudiaron allí mis padres tenía una directora que se llamaba Carmen Díaz Castañón, a la que no llegué a conocer —porque murió unos pocos meses antes de que me matriculase en sus aulas—, que llevó por allí a unas cuantas figuras egregias de aquella España que navegaba hacia la restauración democrática —estuvieron Rafael Alberti, y Antonio Gala, y Gonzalo Torrente Ballester, y Juan Benet, y Carmen Martín Gaite, y unos cuantos más que no recuerdo ahora, pero cuyos retratos jalonaban el claustro en torno al cual se articulaban las dependencias palaciegas— y adquirió unas cuantas obras de arte con las que fue conformando un pequeño museo al que sólo pude entrar cuando Montila —el recordado profesor de Arte que falleció hace unos pocos meses y cuyas lecciones no dejado de recordar en todos estos años— atendió a un ruego que le hice para que me abriera sus puertas. El palacio ha cambiado mucho desde entonces: hará cosa de quince o veinte años, con buen criterio, suprimieron la segunda planta artificial que tanto desmerecía su fachada y también echaron abajo el largo pabellón con soportales que todos conocíamos como «los Arcos» y cuyas aulas más esquinadas recibían el sobrenombre de «Ceuta y Melilla» a causa de su ubicación tan a trasmano. Pese a eso, disfruto al verlo emerger sobre los tejados del barrio de La Villa, al otro lado de unos matorrales tan agrestes que bien puede uno hacerse a la impresión de que anda merodeando por en medio de una jungla. Hace tiempo que no me encuentro abiertas las verjas de sus jardines porque siempre vengo en periodos vacacionales, pero tampoco es un problema: no están los profesores que me dieron clase aquí —unos se han jubilado, otros ya no forman parte de este mundo— y no sobrevive ninguno de los espacios en los que llegué a tener pupitre. Tampoco quedan en pie muchas de las casuchas junto a las que pasaba por la mañana, muy temprano, con la mochila a cuestas, y de hecho un cartel me informa de que está a punto de perecer una de las pocas supervivientes: la que alojaba un burdel de tercera o cuarta categoría que debió de cerrar sus puertas hace mucho. No obstante, paseo entre las ruinas de mi biografía sin dejarme vencer por la nostalgia. Está todo mucho más bonito y aseado que como lo conocí cuando me tocó ir y venir por estas calles a diario, y extraño más mi juventud de entonces que ese paisaje que ha dejado de existir y que nadie parece echar mucho de menos. Los árboles que veo ahora desmochados por obra y gracia del invierno continúan flanqueando el paso hacia la entrada principal del viejo palacio, presidida por ese blasón engreído —«Después de Dios, la casa de Quirós»— sobre el que tantas bromas hacíamos—, y tras esa puerta volverán a oírse risas y alaridos y admoniciones cuando pasen estas fechas navideñas y encare el curso su segundo trimestre. Todo seguirá igual, aunque nada sea lo mismo. Y en eso consiste el juego.
Visión del paraíso
Nos gusta tanto Cinema Paradiso porque todos tenemos a resguardo en los recovecos más queridos de nuestra memoria sentimental el recuerdo agradecido de algún viejo cine. El que llenó unas cuantas tardes de mi adolescencia se llamaba Esperanza —alguien me dijo una vez que ese nombre, tan poco peliculero, era el que había llevado en vida la madre de su dueño— y cerró a comienzos de este siglo. Lo recuerdo bien porque yo daba entonces mis primeros pasos como periodista y me tocó cubrir la que fue su última función. Habían intentado echar el cierre con el estreno del segundo episodio de La guerra de las galaxias, pero la distribuidora no estaba por la labor de molestarse más de lo necesario —qué le importaba a ella un cine medio en quiebra de una ciudad pequeña de provincias— y tuvieron que clausurar de manera un tanto repentina —me avisó por teléfono, con la voz quebrada por el llanto, el acomodador— una o dos semanas antes de lo previsto. La última sesión fue desabrigada y espectral, con la sala medio vacía —creo que sólo acudieron seis o siete personas, no estuvieron mis paisanos listos a la hora de darle al lugar la despedida que merecía— y un severo sentimiento de derrota rondando las conciencias de los empleados que, entre lágrimas, rasgaban entradas o servían palomitas a sabiendas de que iba a ser la última vez que desempeñaban esas labores hasta entonces rutinarias. El fotógrafo y yo andábamos por el vestíbulo y por el patio de butacas con la sensación de habernos colado en el funeral equivocado, por más que se estuviera enterrando allí también algo de nuestra propia vida. Ha pasado casi un cuarto de siglo y aquí sigue el edificio, achacoso pero digno, resistiendo contra viento y marea con su persiana herrumbrosa y la vegetación escapándose por sus ventanas maltrechas. Se mantiene el rótulo sobre su entrada, con los colores desvaídos, y nadie se detiene a mirar sus carteleras huérfanas de estrellas. Lo miro desde la acera opuesta y reparo en que hace mucho que no sé nada de la gente que trabajó allí dentro, en las taquillas o en el bar del entresuelo, y me gusta pensar que sus sombras siguen dentro, aliadas con los amables fantasmas que se pasearán nostálgicos entre sus localidades desahuciadas y marchitas, frente al tapiz que representaba una fiesta regional y que imagino absolutamente deshecho con el paso de los años, y el ataque de la humedad, y la insidia del abandono; deseando quizá que quienes nos hemos quedado en el lado menos grato de la historia hayamos encontrado algo a lo que amar con la misma pasión con la que amamos las cosas que sucedían aquí dentro.
La canta demasiada gente
Me persigue el «Hallelujah» en este tramo último del año. Sonaba el otro día en un bar en el que entré en busca de unos amigos con los que iba a brindar en las horas previas a la cena de Nochebuena, se puso a tocarla ayer mismo una clarinetista junto a la terraza del Dindurra, en el Paseo de Begoña, y antes de todo eso encontré en Paradiso un libro de Alan Light que se titula Lo roto y lo sagrado y habla justamente de la historia singular de esa canción, que pasó inadvertida cuando Leonard Cohen la grabó en su disco Various Positions, comenzó a despegar una década después, gracias a una versión del malogrado Jeff Buckley que tomaba como referencia una revisión anterior de John Cale, y alcanzó la gloria absoluta al incorporarse a la banda sonora de Shrek por partida doble, dado que en la película se empleó la interpretación de Cale mientras en el disco se optó por una nueva formulación encargada ad hoc a Rufus Wainwright. No hay desde entonces año en el que no se interpreten o se registren versiones nuevas, y basta con hacer una búsqueda simple en Spotify para advertir las dimensiones del fenómeno. El propio Cohen estaba bastante sorprendido al final de sus días de esta repercusión inusitada. No solía hablar de la canción, pero una vez, en los principios de la década pasada, le preguntaron por su propia opinión acerca de «Hallelujah». Respondió: «Creo que es una buena canción, pero la canta demasiada gente».
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