Los pasos de Fernando Pessoa por la Baixa Pombalina donde cada mañana acudía a trabajar (traductor de correspondencia comercial para algunas firmas a las que prestaba sus servicios), se transformaron con el tiempo en el transcurrir de una múltiple, efervescente vida poblada por un universo clandestino de sombras con carnet de identidad. Poeta dolorido de la modernidad, arrancado a dentelladas de una infancia breve en la que su padre, crítico teatral del que tal vez heredó el amor por las palabras, muriera de forma prematura, el pequeño Fernando decidió envolverse en una suave delicadeza de genio, negando desde entonces la existencia de viajes trasatlánticos y hogares coloniales que no podía entender. Su madre, radiante de juventud, esposa de un nuevo hombre y madre de sus medio-hermanos (los muertos y los que consiguieron sobrevivir), vino a simbolizar para aquel niño la experiencia asexuada e inconstante del deseo de mujer. Para ella es su primer poema, A minha querida mamâ, escrito con 7 años. Luego vendría el dolor maduro del poeta autocondenado al ostracismo de la carne: «Hoy solo tengo la realidad con la que no puedo jugar…¡Pobre niño exiliado en su virilidad!¿Por qué he tenido que crecer?», se preguntaba Pessoa o Bernardo Soares o Vicente Guedes desde las célebres notas del desasosiego. A partir de aquellas y de otras muchas garabateadas con elegante grafía victoriana y amontonadas en un arcón, el viajero de hoy puede, sin dificultad, organizar una geografía pessoana de Lisboa que milagrosamente resiste al paso del tiempo, las hordas de turistas y la inevitable adaptación de la ciudad a ellos.
Un hombre con tantas vidas a cuestas y una sola ciudad para vivirlas necesitaba la intermitencia espacial para poder contarlas. Poeta sin domicilio fijo, Pessoa practicaba el desarraigo como la escritura, a golpe de improvisada quietud atlántica. Un cuarto alquilado, una maleta con libros y un bar cercano era todo lo que necesitaba para su literatura heterónima. Si dibujáramos sobre el plano una línea que uniese sin solución de continuidad las casas de Pessoa en esta ciudad, hallaríamos con sorpresa el trazado confuso de una vida en movimiento; una geometría viajera análoga al cableado de los tranvías que tejen de electricidad el falso techo de Lisboa: Largo de São Carlos n. 4, donde nació; Rua de São Marcial n.104, primera casa familiar tras la muerte del padre; Rua de São Bento n. 19, primera casa lisboeta ya sin padres ni hermanos junto a la tía Anica, encargada de cuidar a un joven Fernando de 17 años; Calçada da Estrela, con la nueva familia llegada de Durban en 1906, y un año después la Rua da Bela Vista à Lapa n. 17, donde se mudaría para vivir con la abuela Dionísia, si bien pocos meses después, tras una breve estancia veraniega en el Hotel Brito de Portalegre, cambiaría de residencia para vivir solo, primero en la Rua da Gloria n. 4 y después en el emblemático Largo do Carmo n. 18.
Cuatro años más tarde volvería a compartir casa con la tía Anica, primero en la Rua de Passos Manuel n. 24 y luego en la Rua Pascoal de Melo n.119 antes de que ésta y su familia marcharan a vivir a Suiza en 1914. Para entonces, Pessoa iniciaría su solitaria vida de cuartos alquilados: Rua Dona Estefânia n.127; Rua Antero de Quental, Rua Almirante Barroso n. 12; Rua Cidade da Horta n. 48; Rua Bernardim Ribeiro n. 11, Rua Santo Antonio dos Capuchinos; Avenida Gomes Pereira en Benfica y por último, la casa que su madre, de nuevo viuda, y los hermanos de Pessoa ocuparían a su regreso de África del Sur: el piso Primero Derecha del n.16, en la Rua Coelho da Rocha. Aquí se detendrá el tiempo vital. Hoy convertida en casa-museo, sus paredes se esfuerzan por recordar los últimos quince años del poeta. Es emocionante poder mirar en silencio la austeridad de su último cuarto; la cama estrecha de madera clara, el arcón y la famosa cómoda donde él mismo nos cuenta que, el 8 de marzo de 1914 me acerqué a una cómoda alta y tomando un papel comencé a escribir, de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí treinta y tantos poemas seguidos en una especie de éxtasis cuya naturaleza no consigo definir. Fue el día triunfal de mi vida y nunca podré tener otro así.
Aquel día sobre aquella cómoda que hoy el viajero puede acariciar suavemente, nacía Alberto Caeiro y su Guardador de rebaños, mientras la lluvia oblicua pessoana despintaba, con sus gotas interseccionistas, la vieja poesía portuguesa.
Pero no nos equivoquemos al juzgar a este hombre menudo con aspecto de oficinista kafkiano que camina eternamente en blanco y negro por la Rua Garrett del Chiado. Pessoa era un solitario, pero no a la manera del lamento sobrio y disciplinado de su contemporáneo checo, sino con un sentir diferente, lleno de novedad narrativa. Este poeta era un laboratorio experimental de literatura moderna en ebullición. Tras la aparente calma lectora en el Martinho da Arcada o el ensimismamiento de hombrecillo que fuma su cachimbo en el café A Brasileira hay un hombre que carga, desolado, con toda la inquietud que lleva aparejado el ingenio potentísimo de los elegidos. En apenas 47 años de vida, fue Degeneracionista a la manera de Max Nordau, Interseccionista, Anti-aristotélico, Futurista, defensor de la creación de una República Aristocrática; Rosacrucista, traductor de una importante colección de Clásicos Universales de la Literatura; creador de una de las primeras antologías de Poetas Portugueses Modernos; polemista temerario bajo el pseudónimo de Álvaro de Campos, tertuliano apasionado, articulista, prologuista, empresario, editor. De su cabeza (creando, dirigiendo o ambas cosas) salieron algunos de los proyectos más rabiosamente vanguardistas del momento: las revistas literarias A Águia, Orpheu y Portugal Futurista; la editorial Olisipo; la revista Athena; la Revista de Comércio e Contabilidade o la editorial Soluçào Editora, articulando, todas ellas, el bullicioso mundillo creativo de aquellos felices años 20 lisboetas.
La vida de Fernando Pessoa transcurría, enfebrecida, entre aquellas noches desveladas en la soledad de los cuartos alquilados donde paría a sus heterónimos y el vagar vespertino por los cafés lisboetas en discusión de humo, alcohol y futuro con sus compañeros de modernidad: José Almada-Negreiros, José Pacheco, Antonio Ferro, Mario de Sá-Carneiro, Raoul Leal, Alfredo Pedro Guisado, Amadeo de Souza-Cardoso o Santa-Rita Pintor. El eco de aquellas voces metafísicas bajo algunos de sus retratos de tímida geometría aún perduran en la memoria del viajero insistente incapaz de renunciar a la trilogía feliz de libros, cafés y memoria. Además de los conocidos A Brasileira del Chiado y Martinho da Arcada de la Baixa, no podemos olvidar otros menos concurridos hoy pero igual de “pessoanos” como fueron el otro Martinho, del Largo de Camoes, ya desaparecido, el Café Áurea Peninsular en la Rua do Arco do Bandeira o el Café Restaurant Montanha en la esquina de la Rua da Assunçao con Santa Justa, donde el poeta y su íntimo amigo y socio Mario de Sá-Carneiro, sentados en la mesa, corregían pruebas tipográficas en los tiempos de Orpheu, pocos años antes de que este último se suicidara en una amarga buhardilla de París.
También forman parte de la ruta el Café-cervecería Leão en la Rua Primeiro de Dezembro, o el Café Gibraltar, en Cais do Sodré; así como el lugar que ocupara el Restaurante Irmãos Unidos (cerrado en 1970), en Rossio, donde Almada Negreiros pintó aquel retrato de Pessoa sentado a la mesa, cigarrillo en mano, con sus lentes y su característico sombrero que es hoy el icono no solo del poeta sino también de aquella generación y aquella ciudad.
Pero sin duda, el lugar preferido de esta viajera pessoana es la bodega de Abel Pereira da Fonseca en la sucursal de la Rua dos Franqueiros. Allí el poeta una vez fue sorprendido en pleno acto de apurar un vaso de vino. Aquella fotografía enviada con una nota manuscrita a su antiguo amor, Ophelia de Queiroz, reconociendo por escrito el Flagrante delitro a modo de humorístico verso futurista, reavivó (brevemente) el romance entre ambos. No muy lejos de aquel lugar, sentada junto al recuerdo de las torradas y la bica de mi añorada Pastelaria Suiça, pienso en el amor singular entre el escritor y la muchacha; en sus cartas apasionadas y metafísicas (“As cartas de amor, se há amor, / Têm de ser / Ridículas. / Mas, afinal, / Só as criaturas / que nunca escreveram / Cartas de amor / É que são / Ridículas.”); recuerdo los hermosos billetes plegados por el poeta con estudiada geometría para que la criadilla que los entregaba no lograse hallar el ardiente mensaje: “Kiss me” a veces, y otras “Da-me un beijinho, bébé fera” o aquel emocionante trozo de papel con “la Estrategia”, es decir, una serie de líneas cruzadas a modo de trapezoide mostrando, en clave, los caminos más largos que ambos podían tomar para compartir juntos el máximo tiempo posible desde la oficina hasta la casa de ella.
Fingidor de una pasión que realmente sentía, el poeta participó febril de aquel juego infantil y perverso, delicioso que ambos alimentaron, a veces convertido en ménage à trois con la intervención esporádica de Álvaro de Campos (a quien Ophelia terminó detestando). Mas algo así no podía durar. La poesía, siempre seductora, termina adueñándose de los seres que la producen, porque es una amante tirana y letal, y Pessoa no fue una excepción: “Me gustas mucho —mucho— Ophelinha. Aprecio mucho —muchísimo— tu carácter y tus sentimientos. Si me caso, no me casaré más que contigo. La cuestión es saber si el matrimonio, el hogar (o como se le quiera llamar) son cosas compatibles con mi vida y pensamientos. Yo lo dudo.”
Nada era compatible con su vida múltiple y compleja, tan solo el alcohol, que fue hundiendo su mirada hasta convertirla en la de un anciano de tan solo 47 años. Un frio 25 de noviembre es ingresado de urgencia en un cuarto del Hospital de S. Luiz dos Franceses en la Rua Luz Soriano 182, donde moriría también con urgencia unos días después. Aquella mañana había garabateado su último verso con letra temblorosa y en el inglés de su infancia recobrada: “Know not what tomorrow will bring”.
El tranvía 28, hoy atestado de turistas ciegos, como salidos de una novela de Saramago, recorre el roteiro pessoano desde la Baixa a Os Prazeres, cementerio en el que Pessoa fue enterrado el día 2 de diciembre junto al sepulcro de su abuela, Doña Dionísia Seabra Pessoa (Rua 1 Dt., n.4371).
Pero el viajero que lo busque allí no lo encontrará, pues, acorde con su incansable mudanza, su cuerpo fue trasladado cincuenta años después de su muerte al Monasterio de los Jerónimos, donde descansa, por fin, este hombre solitario acompañado en su morada final por marinos ilustres, conquistadores aguerridos, legendarios poetas y reyes de Portugal.
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