Con gérmenes de vidas,
con residuos,
con fragmentos de muertes,
vivo.
He nacido de un día
en que el sol incendiaba
la clara primavera.
Con las lilas, las ramas,
con las tiernas
bestezuelas hinchadas de alegría.
(Maria Beneyto, “Tierra viva” 1956)
Aún se veía joven el mar entre tierras, y hay una tregua de luz regalada sobre la playa blanca donde posaban algunas de las mujeres que me antecedieron. El blanco y negro de la instantánea que ahora contemplo está lleno de matices, de un color invisible pero nítido para los sentidos. Ellas sonríen tras un perfecto ritual de acicalamiento que no buscaba llamar la atención sino enmarcarse en el paisaje, prolongando sus formas. No miran a la cámara sino al futuro. O al presente. Esas recias espartanas parecían prestas a librar cualquier batalla que se presentara, con escudo de hierro y corazón alegre.
Me gustan esos recuerdos, pues no hay sombra de amargura, sino de orgullo tenaz por haber capitaneado a un ejército a veces insurrecto, hasta su partida, hacia el triunfo, el fracaso o el intento. Aún en la sombra del camino de la vejez, donde los contornos se van arqueando sobre sí mismos, veo ese brillo, esa luz, donde permanece el legado de sus actos, de sus sacrificios voluntarios, o encajados en los tiempos. Tristezas que cantan poemas, canciones que lloran las penas, secretos que esculpen victorias. Sin ellas el lienzo perdería su barniz, y su esencia.
Esa fotografía narra muchas vidas, y me detengo en las miradas que quizá nadie pueda descifrar. Y tal vez no haga ninguna falta. En aquella playa de Vesta hubo amas de casa, maestras, artistas, profesoras, investigadoras… y lo que aprendí de ellas está ahora vivo en ese adorno que tal vez simbolizó un verano eterno, o un amor imperecedero, o en el impulso por querer explorar el mundo y el conocimiento. Junto a ellas aprendí a no despreciar un pasado del que sus protagonistas no renegaron. Los secretos fraguados en silencio siempre encuentran el cauce para seguir el relevo.
Ara vinc a la mar, junt al misteri.
Ara que ja és la platja nua i tendra
meua només, sense terrestres passos.
(La mar reconeixent-me com a filla…)
Dient mar a la mar, jo li dic mare
sense llavis ni veu, i estenc els braços
a l’aire fronterer en el silenci
del món que ja no és meu, clos al deliri.
Dona de carn ací, dona de terra.
Ai, ciutats de corall i flors marines,
món de l’aigua perdut sens reencontre,
companyes fluvials, no retrobades!
Ací estic. Escolteu-me. Ja sóc sola.
Vinc una altra vegada plena d’ecos
a dir-vos la paraula… Ja sóc sola.
Ja no obrirà mai més la porta l’exili?
Si poguésseu saber-ho! Al pleniluni
tot és mar dins de mi, tot marinada,
tremolant en les venes on sou vida.
Mar cridant i cantant, plorant, creixent-me.
I a la líquida porta està el silenci.
Murs vivents per a mi d’aigua tancada.
Ja no puc tornar més. On sou, amigues?
On és la flor dels votres cants nascuda?
Sóc criatura d’aigua en l’enyorança
i a penes tinc de mar els ulls i els somnis.
Germanes mudes ja sota les ones,
sóc sola ací, sola en la mar per sempre…?
(Maria Beneyto, “Sirena”, 1952)
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