La historia corregida
Existió en Gijón un poeta que se llamó Antonio Miguel Albajara y que, cuando en octubre de 1939 los franquistas tomaron Asturias bajo su control, se embarcó en el puerto de El Musel rumbo al exilio. Los avatares del destierro lo condujeron a un campo de concentración francés en el que moriría poco después. No quedaría hoy memoria alguna de este nombre si no fuera porque un amigo y correligionario suyo que tenía pensado acompañarlo en su viaje sin retorno se arrepintió a última hora, cuando ya había subido al barco que los conduciría lejos de su tierra, y en lugar de proseguir la singladura se arrojó al mar y regresó nadando a los diques del puerto gijonés. Rehízo su vida al cabo de los años, tras pagar el consabido peaje por su adhesión republicana. Se instaló en Madrid, se casó y logró sacar adelante una familia, pero nunca olvidó la historia de su infortunado amigo de juventud. En más de una ocasión habló de él a su hijo, quien un tiempo después —en esa época brumosa en que la dictadura franquista acababa de disolverse y la recién nacida democracia aprendía a dar sus primeros pasos— recordó la triste peripecia de aquel hombre mientras paseaba por la ciudad natal de su progenitor y quiso imaginarse cómo le hubiera ido la vida de no haberse encontrado con la muerte a una edad temprana, qué habría ocurrido si el destino le hubiese permitido dar curso a sus afanes literarios, con qué ojos habría visto los paisajes de su juventud cuando regresara a ellos en el último tramo de su biografía. De esas preguntas terminaría surgiendo el guión de Volver a empezar, la película con que José Luis Garci obtuvo en 1983 el primer Oscar para el cine español. El nombre de Antonio Miguel Albajara designa desde entonces al protagonista de ese largometraje, al que encarnó Antonio Ferrandis: un escritor español afincado en los Estados Unidos que, tras ganar el Nobel, vuelve a pasar unos días en el Gijón del que partió décadas atrás con la secreta intención de despedirse para siempre de una época irremediablemente perdida y a la vez, y aunque suene paradójico, recuperar los ecos de un viejo amor. Nadie recuerda, en cambio, al Antonio Miguel Albajara que tuvo en la vida real ese nombre y esos apellidos, porque no ha sobrevivido ni uno solo de sus versos —quizá ni siquiera llegó a publicar ninguno, tal vez fueron sólo palabras escritas en la servilleta de algún bar o en algún cuaderno que terminó avivando el fuego de cualquier chimenea— ni debe de quedar vivo nadie que guarde un ínfimo rescoldo de su memoria. Tampoco sé de ninguna foto que haya inmortalizado su rostro, ni debe de quedar otra huella de su existencia que su partida de bautismo, quién sabe en qué parroquia y si no acabaría también extinguiéndose en algún vaivén de nuestra historia. Así, el Antonio Miguel Albajara imaginado, aquél con el que Garci quiso homenajear al amigo de su padre y, a través de él, a toda una generación, ha terminado siendo más real que el Antonio Miguel Albajara que sí fue de carne y hueso y supo de las glorias y las miserias del mundo, porque todos conocemos o podemos conocer al primero, pero no tenemos modo ni siquiera de hacernos una idea aproximada de cómo pudo ser el segundo. Contaba hace poco el propio Garci que, cuando Volver a empezar se estrenó en Gijón, aún quedaba vivo un familiar del Albajara real, y que asistió como invitado a ese paso. Me pregunto si, al ver cómo su pariente se beneficiaba en la pantalla de un futuro que no pudo tener, sintió que aquello era un gesto de justicia poética. Tal vez sólo pensó que, igual que se dice que la realidad supera a veces a la ficción, también hay ocasiones en que la ficción suplanta a la realidad, y la corrige.
Una libreta
Ando rodeado de libretas. Procuro llevar una siempre encima para ir apuntando ideas que me rondan, frases que se me ocurren, cosas que veo o que me cuentan y de las que tomo nota para evitar que se me olviden. También hago en ellas garabatos sin sentido o dibujitos intrascendentes mientras estoy a otras cosas —en una conversación telefónica, por ejemplo—, y no es raro que anote palabras sueltas que me vienen a la mente y que consigno en algún margen sin ningún propósito definido. Una de esas libretas, una moleskine pequeña de cubiertas negras, se la entregué al escritor Javier Serena, el 18 de diciembre de 2019, en un hotel de Madrid, junto con otros cuatro objetos —un ejemplar viejo y manoseado del Quijote, una piedra de la playa de Collioure, una lupa de Sherlock Holmes que hace años me compró un amigo en Londres y una foto que me tomó Daniel Mordzinski cuando yo apenas era un imberbe que aspiraba a escribir algún día algo decente— que en cierto modo resumían mi trayectoria literaria (qué pudor da escribir esto) y que pasarían a formar parte de una exposición que se inauguró a finales de enero de 2020 en Cartagena de Indias. El coronavirus y sus consecuencias —las parálisis, los virajes, las incertidumbres— hicieron que permaneciera allí todo ese año y que, poco a poco, yo fuese perdiendo la esperanza de recuperarla tanto a ella como al resto de enseres —el libro, la foto, la lupa, la piedra— que hacía cedido para la ocasión. Sin embargo, las buenas gestiones de las gentes de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo —fue la institución que promovió todo aquello, y creo justo señalar a las administraciones públicas cuando funcionan bien y no sólo cuando hacen cosas mal— ha permitido que vuelva hoy a mis manos y que tenga sensaciones extrañas al abrirla. Me encuentro en sus páginas algunos breves apuntes de diario, un pequeño listado de lugares que quería visitar en un viaje a París que nunca llegó a consumarse y el borrador manuscrito de un artículo sobre Benito Pérez Galdós que unos días antes me había pedido Nuria Azancot y que se publicó en El Cultural en enero de 2021. Recuerdo que aquella misma mañana del 18 de diciembre de 2019, en cuanto llegué a Madrid, compré en La Central otra libreta, consciente de que en unas pocas horas ésa que llevaba conmigo se alejaría de mis manos. Fue ese nuevo cuaderno el que recogió mis expectativas del nuevo año, mis alegrías efímeras del mes de febrero y el nacimiento de las desazones de marzo, cuando supimos que el mundo podía ser un lugar aún más inhóspito del que acertábamos a imaginar. Esta libreta viajera que ahora regresa a mi escritorio no tuvo que pasar por nada de eso. Es como si para ella todo hubiese quedado suspendido en aquel mes de diciembre de 2019, ese pasado que resultó ser más feliz de lo que sospechábamos, cuando se la entregué a Javier Serena en el cuarto de un hotel del Barrio de las Letras sin que ninguno de los tres —ni él, ni yo, ni ella— pudiésemos barruntar cuánto cambiaría todo al cabo unos pocos meses. La había estrenado no mucho antes, el 2 de diciembre, y por eso tiene sólo escritas unas pocas páginas. No pienso aprovechar las que aún quedan en blanco. Las libretas que me acompañan van dejando, de una u otra manera, testimonio de mi vida, y me agrada la idea de que esta pequeña moleskine negra se quede para siempre como está, porque en el silencio de esas páginas por escribir hay también un relato: el del tiempo que pudo haber sido y no fue, el futuro que dimos por cierto o que juzgamos previsible y que se vio abolido por esta fatalidad para la que nadie nos había preparado.
La (in)utilidad de las novelas
Todas las ficciones mienten. Lo que ocurre es que las buenas ficciones encierran en esa mentira una verdad, mientras que las malas, simplemente, engañan. Hace tiempo intenté explicárselo a los alumnos de unos talleres de escritura que impartí en Asunción y en Montevideo, y vuelvo a pensar en esa dicotomía cuando llego a las últimas páginas de Independencia (Tusquets), la novela en la que Javier Cercas retoma al personaje de Melchor Marín para seguir retratando, con la solvencia y el talento acostumbrados, la Cataluña y la España de nuestra época. En ese tramo final, Marín da un discurso ante los alumnos de un instituto, en su calidad de miembro del jurado de un concurso literario, y sus palabras constituyen un alegato en favor de la lectura que podría enmarcarse en todos los centros de enseñanza secundaria: «Así que, para terminar, os contaré otra cosa que he aprendido leyendo novelas. Lo que he aprendido es que las novelas no sirven para nada. Ni siquiera cuentan las cosas como son, sino como hubieran podido ser, o como nos gustaría que fueran. Por eso nos salvan la vida. […] Bueno, eso es todo lo que os quería decir: que las novelas no sirven para nada, excepto para salvar vidas.»
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