–¿Ese sí que lo voy a poder leer, papá? –me dijo mi hija, señalando las galeradas de La Leyenda del ladrón, con los dedos llenos de polvo de gusanitos.
Era febrero de 2012, hace justo cinco años, y yo bastante trabajo tenía intentando acentuar correctamente los pronombres demostrativos, que siempre me han dado problemas, como para afrontar una pregunta como esa.
Tragué saliva antes de responder.
–Este todavía no, peque.
No pareció muy contenta con la respuesta.
–¿Y cuándo vas a escribir algo para que lo pueda leer yo?
–Ya os cuento historias todas las noches.
–Eso no me vale. Quiero un libro, uno de verdad.
Tiré el rotulador rojo encima de los folios y me froté los ojos.
¿Cómo explicarle las complejidades del mundo editorial a una niña de siete años? No solo era que lo que escribiese tendría que ser algo pensado para la edad que ella tuviese en el momento de publicarse. No era solo que el segmento juvenil es el más difícil del mundo, por número de títulos que se publican y por la dificultad de que alguno despunte.
Era que la tarea me daba un miedo de muerte. Consumiría una enorme cantidad de mi escaso tiempo, tendría que trabajar en los inexistentes ratos libres, y eso no era lo peor. Lo peor es que soy un lector voraz del género, y creo que Roald Dahl es uno de los cinco mejores autores de todos los tiempos y todos los géneros. El mismo Roald Dahl que dijo que “escribir para niños es lo mismo que escribir para adultos, solo que hay que hacerlo mejor”.
No podía explicarle todo eso, pero podía decirle la verdad.
–No sé ni por dónde empezar, peque.
Cualquiera que tenga hijos sabe que los niños son niños, no idiotas. Puede que no tengan conocimientos, pero para muchas cosas tienen una sabiduría aplastante. Mi hija se metió un puñado de gusanitos en la boca y me dio un consejo editorial insoslayable.
–Escribe una de las historias que nos cuentas.
En ese momento yo ya estaba completamente derrotado, así que me limité a preguntar:
–¿Cuál, la del campeonato de chapas?
Ella no iba a dejar que me escapase tan fácil, no.
–La del niño en el espacio, dijo.
Acabó la bolsa de gusanitos, pisó el pedal de la papelera y la arrojó dentro. El ruido que hizo la tapa al caer fue el de los grilletes cerrándose sobre mi tobillo.
–Está bien –contesté.
–Me voy a jugar con los legos –fue su forma de decir gracias. Cuando ya iba por la puerta, se dio la vuelta y me dio un beso, porque todo buen comercial sabe que los tratos acaban con un apretón de manos.
Se marchó tan tranquila, dejándome a mí con el encargo más difícil que había recibido nunca.
La historia del niño en el espacio. La historia de un niño secuestrado por alienígenas, que descubre que su destino es ser piloto en una gigantesca nave que está viva y que tiene forma de ballena. Una historia que me había inventado sobre la marcha intentando, con escaso éxito que se durmiesen mis hijos. Porque siempre es una fantástica idea tratar de que tus niños se duerman cuando lo único que sabes hacer bien en la vida es darle emoción a las cosas que cuentas.
Nunca conseguí que los niños se durmiesen con esta historia.
Ahora tendría que hacerla real. Darle forma y contenido a un universo.
Comencé aquella misma semana, de la forma más caótica y desordenada que se pueda imaginar. Escribía ideas en servilletas, en la parte de atrás de los tickets de la compra, en trozos de anuncios arrancados de las farolas, y los iba echando a una caja de zapatos, con la esperanza de que me quedase sin ideas o la historia perdiese fuelle, pero no sucedió.
El libro crecía. Los personajes, los mundos de los que procedían, la historia.
La leyenda artúrica era la columna vertebral de la trama, eso lo tenía claro. Y que tenía que tener sentido del humor, y que debía estar pensada para niños de la era de Youtube. Tenía que tener pegada y ser capaz de enganchar a niños, de demostrarles que leer es lo más divertido que existe, no jugar al Fifa o al Clash Royale.
El libro siguió creciendo, y ya no era solo un libro. Era una saga con un villano, el Zark, que era el ser más antiguo del universo. Alguien contra el que un niño humano, delgado como una cerilla y ágil como un mono nervioso no tenía ni la más mínima oportunidad.
Ya no era un libro, eran tres. Y luego cinco. Y luego siete.
Ya no eran solo mis palabras, también necesitaba ilustraciones para hacer reales los pobres bocetos que yo garabateaba en cuadernos.
Por eso llamé a Fran Ferriz, que ha sido elegido uno de los mejores ilustradores jóvenes del mundo, y tiene un estilo increíblemente personal. Le pedí que dibujase a Alex Colt, que así se llamaría el cadete espacial. Le avisé que iba a sufrir el juicio de los más crueles críticos del mundo: una niña de –entonces– diez años y un niño de siete.
Fran se asustó un poco. Nadie le había dicho nunca que esto sería tan difícil.
Una hora después, le llamé para darle el veredicto.
–Les gusta mucho. Pero dicen que le hagas el pelo más chulo. Que no parezca un pringao.
Y eso fue todo.
Hoy tengo el orgullo de presentarte el primer tomo de la serie Alex Colt, Cadete Espacial. 288 páginas que publicará Destino el cinco de abril de 2017. Ya he –casi– terminado otros dos libros de la saga, así que espero que puedan estar pronto ahí fuera.
Nunca conseguí que los niños se durmiesen con esta historia. Así que no creo que tú consigas que los tuyos se duerman, tampoco. Lo que te puedo prometer es que se lo pasarán bien y que te pedirán más.
Porque cinco años después de que me hiciese el encargo más difícil del mundo, le di el primer libro terminado a mi hija. Ella lo leyó y me dijo:
–Está guay. ¿Cuándo me escribes otro?
Y eso, como muy bien saben todos los padres y madres que hacen un plato que gusta a sus hijos, es el único pago que recibimos. Más trabajo y algún beso ocasionalmente.
Aunque, bien pensado, ¿para qué hace falta más?
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