Estos días se ha reiniciado por cuentagotas la producción de novedades editoriales, después de que las semanas más duras de la pandemia forzaran a la industria a pararse en seco, y esta reactivación llega con una doble dificultad, amén de la propia de haber tenido que congelar flujos de libros y dineros. Una es que muchos nos hemos acostumbrado a que nadie trate de vendernos nada, y al gusto de volver a leer lentamente y sin lista de espera. No hay apenas placer en la lectura burocrática a la que se obliga al crítico (y quizá al lector mismo), que parece que está en una ventanilla de Registro timbrando formularios infinitos a las decenas de personas enloquecidas que hacen cola ante su humilde departamento. La otra dificultad para volver a los libros nuevos es que muchos parecen haberse quedado viejos.
En efecto, el circo de la novedad editorial tiene mucho de conversación, y cuando ésta se ve interrumpida durante meses, retomarla apetece poco. Después de tres meses con miles de muertos y miles de noticias sobre un virus letal, la literatura quiere seguir hablándonos de lo mismo de lo que nos ha hablado en los últimos dos años. Dado que los libros se llevan mal con la inmediatez, pues escribirlos, moverlos, aceptar publicarlos y publicarlos y producirlos y llevarlos a las librerías cuesta incluso años, lo que vemos ahora en muchos de ellos es una cierta obscenidad de las intenciones, el oportunismo que nos tenían preparado y que ahora resulta más improcedente si cabe.
Sin ir más lejos, sucede que había un largo debate literario sobre intimidad (autoficción) y feminismo (ensayo, crónica y, cómo no, autoficción), y que esa conversación se ha enfriado a fuerza de muertos, expertos y agitación política. De este modo, los libros nuevos de esta rentrée pos-sanitaria, tanto los que vieron postergada su salida por la pandemia como los que iban a salir en todo caso en estos días, son juzgados exactamente al contrario de lo que esperaban sus promotores. Es decir: si era un libro sobre el asunto de moda, está desfasado; y si era un libro que buscaba abrir su propia conversación, resulta, por contraste, más interesante aún.
Así las cosas, algunos sellos han decidido enviar sus novedades en pdf, método más rápido y seguro en esta nueva normalidad donde el tacto se ha vuelto un deporte de riesgo. También varios autores, en labores de autopromoción, han hecho lo propio, saltándose, tanto los autores como los editores, el pavor conocido del mundo editorial al pdf infinitamente reenviado. Y algunos sellos humildes, que recurrieron a los servicios de Correos, han visto cómo nadie fue a la estafeta a recoger sus libros, porque no se podía salir de casa, primero; porque se podía salir solo una hora y nadie iba a dedicar su hora de libertad a hacer cola por un libro; o porque Correos redujo su horario, y la vida, en cualquier situación incluso menos dramática, es demasiado corta como para perder toda una mañana recogiendo un paquete.
De todo este trajín por hacerle llegar a uno los libros y devolverle a las drogadicciones de la novedad, ha resultado en mi caso una única lectura completa. Fue un pdf y fue también uno solo el motivo que me llevó a leerlo; a saber: 112 páginas. Volver a la narrativa actual fue como volver a la oficina un lunes después del verano. Sólo esperas que los mensajes de correo no sean demasiado extensos.
El libro se titulaba Esto es placer (Random House) y su autora era Mary Gaitskill. Nunca había oído hablar de ella, o si su nombre había entrado en mis registros quedó pronto sepultado por otros cientos de nombres que quedaron sepultados poco después. Empecé a leer creyendo que era autoficción o autobiografía, algo como Noches insomnes, de Elisabeth Hardwick. O Vivian Gornick. O Joan Didion. Ese fue el marco donde instalé el primer capítulo del libro, que encabezaba la letra M. Una mujer nos habla de un hombre encantador, un seductor profesional, vivaz y generoso. Y al final, se lamenta.
El segundo capítulo lo encabezaba la letra Q, y enseguida caí en que nos hablaba ahora el hombre descrito en la primera secuencia, y en que el libro no era por tanto una autobiografía, una confesión o unas memorias, porque aún no hemos llegado al punto en el que en las autobiografías, las confesiones o las memorias hablen dos personas. Era una novela. Así de atontados leemos a veces, así de felices.
Sólo entonces traicioné esa experiencia singular, como es la de leer algo sin tener idea previa alguna de su contenido. También ir al concierto de un grupo del que no has oído ni una sola canción o entrar en un cine a ver una película a voleo, cuyo director desconoces y que nadie ha premiado, se cuentan entre las rarezas virginales de la cultura, que suele venir siempre contaminada de promoción, prejuicio o prestigio. Entré en Goodreads y miré por encima la ficha de Esto es placer, si se había leído mucho, si tenía muchas traducciones, poco más.
Volví al libro y la cosa pareció aclararse pronto (la cosa: ¿de qué va esta novela?): una especie de Harvey Weinstein, sí, un editor en concreto, famoso, que es denunciado por abuso por decenas de mujeres. Su amiga, M, pasa un mal trago con la denuncia; Q, el editor, minimiza la gravedad de sus osadías. Margot y Quinn se alternan en el relato.
Pero según avanza la narración, el lector nota que las salacidades del editor decadente tampoco son para tanto, y que la propia Margot reconoce que no son para tanto. También sabremos que su nombre no ha surgido en solitario dentro de una denuncia colectiva, sino que ha sido incluido en una lista junto a los de muchos otros hombres dados a propasarse, seguramente más que él. Hasta algunas de las mujeres que firmaron la denuncia le piden perdón o le saludan nada más verle, como si no recordaran que le han arruinado la vida.
Es ahí cuando Esto es placer desconcierta e interesa, pues realmente no acabamos de comprender qué quería decirnos la autora, acaso fabular con un ejemplo los desmanes que se adosan a las causas justas, cuyas víctimas colaterales quedan desamparadas ante la implacabilidad con la que se trata de redimir a las víctimas principales. En este sentido, la obra recuerda al manifiesto que unas cien mujeres francesas de diversos campos culturales firmaron en 2018 proclamando su completa tolerancia hacia “el coqueteo insistente o torpe”, y “la galantería”.
Mary Gaitskill retrata además en su librito un mundo refitolero y ostentoso, de cultura distante y elitista, fiestas con famosos y apartamentos en Central Park. Su prosa, por momentos, se afilia al Henry James de La lección del maestro, como era, en realidad, inevitable.
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