Acaba de llegar a las librerías el libro de relatos A medio camino del infierno (Eolas, Las Puertas de lo Posible) y en la Escuela de Imaginadores queremos celebrarlo compartiendo con todos los lectores de Zenda un cuento inédito de su autora, Natalia Villanueva.
La imaginadora Natalia Villanueva lleva años explorando los territorios del relato corto, como demuestran sus dos primeros libros, Náufragos (Playa de Ákaba) y Desde mi realidad (Avant Editorial). Con esta tercera publicación viene a confirmarnos su madurez como escritora y ahonda aún más en el horizonte de lo insólito, de lo sobrenatural, de la crueldad o incluso, a veces, de lo macabro. «Encuentro con el pasado» es solo una muestra, espero que les deje con ganas de mucho más.
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Encuentro con el pasado
A pesar del tiempo transcurrido, no lo había olvidado. Verlo hoy en el trabajo después de veinte años me ha provocado las mismas sensaciones. Sus ojos continuaban llenos de rabia, aunque los colores utilizados habían perdido intensidad, haciendo disminuir su brillo. Y lo mismo ocurría con el gris de su pelo. Sin embargo, era su boca abierta mostrando esos colmillos tan blancos, grandes y amenazadores la que seguía grabada en mi memoria con más fuerza.
Cuando era niño tuve muchas pesadillas con aquel lobo. En todas ellas, dejaba de ser un dibujo tatuado en un antebrazo para convertirse en un ser real que se lanzaba sobre nosotros. El miedo me paralizaba y el lobo salía victorioso.
Esa era la idea que tenía de lo ocurrido aquella tarde. Ni siquiera recuerdo con claridad de dónde veníamos o adónde íbamos mi madre y yo. Solo su mano apretando la mía cuando él se interpuso en nuestro camino. Ese tatuaje me cambió la vida pero a ella se la destrozó.
En el cementerio le he contado esa visita inesperada. Es la única que puede entenderme. Me despido con una sola idea en la cabeza y voy directo a casa. Encuentro a mi padre dormido en el sofá. No tengo ganas de comer. El nudo en el estómago me lo impide y el culpable es ese tatuaje.
Tumbado en la cama, mirando al techo, empiezo a pensar que si ha venido a mi supermercado será porque vive cerca. Lo que significa que existe una gran probabilidad de que vuelva. Y yo estaré esperándole.
Transcurrieron varios días sin que apareciese y había perdido toda esperanza de que regresase, cuando le vi entrar. Fingí que me encontraba mal y el jefe dejó que me marchara. En cuanto salió, le seguí.
Me sorprendió que su destino fuera aquel centro. Era un local de la asociación de vecinos que se dedicaba a ayudar a todos aquellos que lo necesitaran.
Sabía que en el supermercado había un teléfono de la asociación. Lo había llevado una chica y yo lo había pinchado en el corcho de la entrada. La tía estaba buena, si no hubiera sido así, lo habría tirado a la basura.
Al día siguiente, llamé explicando que quería ser voluntario y me dijeron que me pasara cuando quisiera. Lo hice nada más terminar mi turno.
—Ricardo, ¿qué haces tú por aquí? ¿Necesitáis algo?
Luisa, la vecina del quinto, me miraba con los ojos muy abiertos.
—No, no. Me he pasado para ver si puedo echar una mano.
—Pues me alegro mucho. Siempre necesitamos gente. ¿Conoces esto?
Negué con la cabeza.
—Entonces, lo primero es enseñártelo. Sígueme.
No había mucho que me pudiera mostrar. El local era pequeño, con solo tres salas. Una de ellas la utilizaban de almacén de comida y era ahí donde él estaba.
—Te presento a Enrique —dijo Luisa—. Se encarga de comprar o recoger comida y dividirla en estos montones.
—Encantado —contestó él alargando su mano hacia mí.
—Ricardo.
—Tu cara me suena, ¿no nos hemos visto antes?
—Trabajo en el supermercado que está unas calles más allá. A lo mejor me has visto ahí.
—Pues seguro que es eso. He ido varias veces.
—Me gusta tu tatuaje.
Enrique soltó una carcajada.
—A la gente suele asustarle un poco.
Sonreí mientras pensaba que yo estaba entre ellos. Me explicó qué hacía exactamente y después nos despedimos de él. Me dio rabia que estuviera allí, colaborando. Ahora pretendía ser un buen ciudadano y no me pareció justo.
Una vez en la habitación que hacía de oficina, Luisa me comentó:
—Ha tenido una vida dura, ¿sabes? Se juntó con malas compañías en el instituto. Se metió en las drogas, robó y estuvo saliendo y entrando de la cárcel…
Una vida dura, decía. ¿Y la de los demás? Por un chute había robado a mi madre. Ella gritaba agarrando con fuerza el bolso, yo lloraba. Y nadie vino a ayudarnos.
No recuerdo cuánto tiempo duró el forcejeo, solo que se me hizo muy largo hasta que vi a mi madre en el suelo. Cayó de boca, sin apoyar las manos. Se hizo daño en las rodillas y se rompió la mandíbula. La operaron y todo se complicó con una infección. Permaneció en el hospital durante mucho tiempo y, cuando regresó a casa, ya no era la misma. Apenas salía. Le daba miedo hacerlo si no era acompañada. Ese miedo la convirtió en una persona dependiente, tanto de mi padre como de mí. Solía quedarse mirando por la ventana mientras jugaba en la calle y me regañaba si me retrasaba unos minutos en llegar. Quería saber dónde me encontraba en todo momento. A veces, prefería estar en casa de un amigo. Allí no me sentía observado. Mi padre intentó ayudarla, pero a ella le daba igual lo que sucediera a su alrededor, incluso que la hubieran despedido. Tenía muchos dolores y, encima de su mesilla, siempre había un montón de pastillas. Nunca volvió a tener un trabajo estable. Y todo eso a raíz de ese robo. Murió siete años después, mientras dormía.
—Ricardo, ¿qué es lo que prefieres? ¿Ricardo?
—¿Qué? Perdona, me he distraído. ¿Qué me decías?
—Ya me he dado cuenta —contestó—. Te preguntaba qué era en lo que te gustaría ayudar. Si quieres te repito las opciones.
—No, no hace falta. Creo que echaré una mano con lo de los alimentos.
—Estupendo.
Quedé en ir dos días a la semana, tras terminar mi turno en el trabajo. Mi padre se extrañó por mi decisión, pero reaccionó como siempre, sin preguntar demasiado. En ocasiones, pensaba que había dejado de interesarse en mi vida desde que le anuncié que pasaba de ir a la universidad. Se enfadó y me dijo que si mi madre levantara la cabeza, me haría entrar en razón. Eso me dolió aunque no bastó para que cambiara de idea.
Contarle mi verdadero propósito para ir allí, no tenía sentido. Solía decirle a mi madre que debía pasar página y terminaban discutiendo. A pesar de entender su miedo, nunca la defendí. Pero esta oportunidad no podía desaprovecharla.
Poco a poco, conseguí ganarme la confianza de Enrique. Venía al supermercado a recoger lo que el jefe había preparado y, de paso, hacía su compra semanal. Luego esperaba a que yo acabase y nos íbamos juntos a la asociación. Mientras clasificábamos legumbres, macarrones, leche y latas de atún, hablábamos de política, del barrio y tatuajes. Era un tema que le encantaba y le soltaba la lengua.
Un día me invitó a una cerveza. Estábamos en una terraza y me dijo:
—¿Sabes? Me resulta curioso que solo me preguntes por tatuajes y no por mi vida.
—Bueno —contesté sonriendo—, es que ya me la contó Luisa el primer día.
Enrique rio.
—Además, pensé que si querías, ya lo harías.
—Buena respuesta. Pero si quieres saber algo más, pregunta.
—Pues sí que hay una cosa.
Se recostó en la silla y esperó a que hablara.
—¿Por qué estás de voluntario? ¿Intentas redimirte de algo?
Se inclinó sobre la mesa, mirándome a los ojos y con una mueca en los labios.
—Tienes huevos.
—Has dicho que…
—Ya, ya lo sé. No esperaba que fueras tan directo. —Dio un sorbo a la cerveza y continuó—: Hice cosas de las que me arrepiento y, ahora, solo intento equilibrar la balanza.
—Como ¿qué?
Empezó a contar anécdotas de esos años. Aquella vez que amenazó con una jeringuilla a una chica en un portal y esta le dio su cadena de oro. O esa otra en el metro, sentado al lado de un chaval, pidiéndole un cigarro para, después, pedirle dinero. El pobre se lo dio por miedo a que le sacara una navaja. Se le notaba cómodo contando esas batallitas con la esperanza de que sintiera pena de él, pero ese no era el sentimiento que predominaba en mí. El robo a mi madre ni lo mencionó.
—Así que, en cierto modo, llevas razón.
—¿Qué te hizo cambiar de vida?
—La muerte de mi viejo. Siempre se portó bien conmigo y, cuando salí de la cárcel, decidí que no podía continuar viviendo como antes. Pero ya vale de hablar de mí. Te toca.
No me dio tiempo a responder. Aparecieron unos amigos suyos y, pasados unos minutos, me fui a casa.
Transcurrió una semana sin que me atreviese a llevar a cabo mi plan. Tampoco había vuelto a pisar el cementerio. Sentía que, una vez más, estaba fallando a mi madre. Pero dejé mi cobardía a un lado cuando Enrique se presentó una mañana en el supermercado con la tía buena de la asociación.
—Ricardo, te presento a Andrea —me dijo mientras le pasaba el brazo por la cintura. Ella le acarició el tatuaje—. Ha venido para echarnos una mano. Hoy tenemos más cosas que recoger. ¿Sabes dónde está el jefe?
—En el almacén, supongo.
Se marchó en su busca con los dos carros que habían traído y nosotros nos quedamos allí plantados sin saber muy bien qué decir. Continué agachado reponiendo el estante de los zumos y mirando sus piernas largas y bronceadas.
—Enrique es un buen tío, ¿no te parece?
Casi se me caen varios paquetes al suelo.
—Lo ha pasado muy mal. Su historia es muy triste.
Otra con lo mismo.
—Bueno, tengo que ir a ponerme en la caja. Si quieres venir, le esperamos allí.
Me siguió por el pasillo y se quedó en el extremo, ayudando a la gente a guardar la compra en las bolsas.
Al poco rato, mi jefe y Enrique aparecieron con los carros llenos hasta arriba. Enrique dejó, como siempre, una cesta encima de mi caja con su compra y comencé a pasar los productos. A medida que lo hacía, sin que ninguno de ellos se diese cuenta, no marqué el precio de varias cosas. A la salida, la alarma empezó a sonar.
—¿Qué ocurre? —preguntó Andrea.
—Parece que no se ha desconectado bien alguna alarma —contesté.
—Lo siento, pero tengo que comprobar el ticket y la compra —dijo mi jefe acercándose a nosotros.
A esas horas había poca gente y todos miraban en nuestra dirección. Enrique dejó de sonreír. Sacó, uno por uno, el contenido de la bolsa y mi jefe comprobaba que estuviera en el ticket.
—Seguro que es un error —le decía—. Hay veces que esto salta sin saber por qué, pero tengo que revisarlo, ¿lo entiendes?
—Claro, no te preocupes.
—Aquí está. Estas dos cosas no están pasadas. —Y los tres se volvieron a mirarme.
—¿Ah, no? Ni me había dado cuenta. Ya te comenté hace unos días que esa caja no funcionaba bien.
La mentira se la tragaron todos y nos fuimos después de que Enrique pagara lo que debía.
El camino hasta la asociación lo hicimos en silencio. Y, una vez allí, hablamos lo imprescindible. Cuando acabamos de colocar todo, Andrea dijo de ir a tomar unas cañas. La mirada de Enrique me recordó a la de su lobo y preferí retirarme. Puse como excusa que estaba cansado y ninguno de los dos insistió. No me importó. Había dado el primer paso y estaba contento con el resultado.
Esperé unas semanas para repetir la jugada. Todo se desarrolló de la misma manera con la diferencia de que mi jefe estuvo a punto de avisar a la policía. Había revisado la caja y no encontró ninguna avería. Yo cargué con las culpas, alegando que me había distraído y bastó para que los dos se calmaran.
A partir de entonces, Enrique dejó de mostrarse amable conmigo. No hubo más invitaciones a tomar unas cervezas y, cuando venía a hacer su compra, se ponía en otra caja donde no estuviera yo.
Me divertía que se comportara de aquella manera. Solo necesitaba un empujón más y este no tardó en presentarse.
Ese día puso su carro de la compra en la entrada, junto con los demás y pasó a la tienda. Me di prisa en actuar y, para cuando la alarma sonó, yo estaba reponiendo la leche. Salí corriendo en cuanto los escuché gritar.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Que me quería engañar otra vez —contestó mi jefe mientras sostenía en la mano lo que yo había metido en el carro de Enrique.
—Te digo que no he cogido eso.
—¿Entonces, quién ha sido?
—¡Él! —respondió Enrique señalándome.
—¿Yo? Pero si…
—Ricardo ha estado reponiendo todo el tiempo. No le eches la culpa.
—¡Mentira! Antes estaba por aquí. Le he visto.
Mi jefe ignoró su comentario y llamó a la policía. En cuanto llegaron, se lo llevaron a comisaría.
A mí me faltó tiempo para ir corriendo a la asociación y contar lo sucedido.
—Si ya lo veía yo venir. Lo supe en cuanto Andrea me contó lo del otro día —dijo Luisa moviendo la cabeza de un lado a otro.
—La vergüenza que pasé —comentó Andrea—. Y, encima, te culpaba a ti. Me lo repitió varias veces en el bar.
—Me lo figuré, pero supongo que tenía que defenderse.
—Espero que no se le ocurra volver por aquí, que le pienso echar —sentenció mi vecina.
Continuaron intercambiando impresiones sobre Enrique. Recordaban cada detalle de lo que había hecho desde su llegada a la asociación y todo les parecía mal. Disfruté mucho de ese momento, pero necesitaba compartirlo con alguien más y me marché.
Celebré con mi madre esa pequeña victoria aunque llegara tarde.
Al día siguiente, me levanté temprano para ir a trabajar. Aún no había mucha gente por la calle. Caminaba sin prisa cuando, al pasar por un portal, alguien me agarró del brazo y me arrastró dentro.
El primer golpe en el estómago me dobló en dos. Intenté ponerme en pie pero el puñetazo en la cara me lo impidió. Distinguí esa figura protagonista de mis pesadillas y sonreí.
—¿Esto te hace gracia, cabrón? —Y me pegó una vez más.
—Mucha —conseguí decir.
Me levantó por el cuello. Esos colmillos parecían más blancos. Le miré a la cara y su mirada acumulaba la misma rabia que aquellos ojos dibujados en su antebrazo.
Volví a sonreír y Enrique siguió pegándome mientras yo pensaba que un lobo nunca deja de ser un lobo.
Los caminos por los que transita la venganza son tantos y tan diferentes que podríamos pasarnos una vida entera explorándolos y nos faltarían años. Mientras nuestra mente vaga por el noble derecho a la rehabilitación representado por esos actos de redención de Enrique, Ricardo lo tiene claro desde el principio. Magnífico relato.