Si esto es el fin del mundo, no está de más decir que me parece un tanto burocrático. Tras cincuenta y dos días de esperar delante de la misma ventanilla, sin el menor indicio de cuándo será tiempo de archivar la memoria de este extraño naufragio a domicilio, en vano me pregunto si acaso será obra de Lovecraft o de Kafka. ¿Nos va a tragar un monstruo indescriptible o estamos condenados a hacer círculos infinitos en torno a la nada? ¿Es la soledad cósmica por todos compartida el estertor que precede a la extinción de la especie? ¿No tendría que quitarme estas bermudas amarillo-naranja, en caso de un solemne Armagedón?
Llamémosla vestimenta aspiracional. Si voy a hacer de cuenta que este jodido encierro no me rompe los nervios ni me convierte en rara creatura, ¿qué me cuesta asumir que vivo en un resort en el Caribe? La cuarentena, aparte, nos hace un poco niños. Basta cumplirnos un pequeño antojo para vivirlo como un gran banquete. Los momentos gloriosos de estos días se llaman Capuccino, Caipirinha, Snickers, Sabritones, Gummy bears, Nutella, Salsa roja, Black label, Quesadillas. Una vez que la vida te arrebata lo que antes era parte del paisaje, ciertas compensaciones saben a recompensas.
No te escribo estas líneas, Cuarentenario, en la comodidad de un escritorio, sino tendido en una cama para perro, mientras la que tendría que estar aquí dormida ocupa mi lugar encima del colchón y las cobijas. Su hermano está a mi lado, tendido panza arriba, mientras el padre yace delante de nosotros, entre la cama y la televisión. ¿Qué niño no querría despertarse rodeado de perrotes a media madrugada entre domingo y lunes, colgarse unos audífonos y sentarse a jugar con la computadora?
Recuerdo la mejor Navidad de mi vida porque estaba de visita en la cárcel y, tal como ahora, ciertas cosas triviales eran muy importantes. Llevaba nueve meses de ver llorar a diario a mi mamá, había que ver el bien que nos hacía soltar algunas cuantas carcajadas. Si hubiera de ser fiel a mi memoria, el desabrido pollo de esa noche era no menos que Langosta Thermidor y el refresco de manzana tenía el inconfundible buqué del Dom Perignon 59. Eran las ocho y media de la noche cuando salimos de ahí mi madre, mi abuela y yo, a acostarnos temprano como unos niños. Recién había cumplido los diecisiete años, creía en la inocencia de mi padre y confiaba en que aquello no fuera el fin del mundo.
No está bien que elogie uno la propia obra, pero hoy que lo pequeño se hace grande encuentro necesario consignar aquí el éxito rotundo de nuestros gummy bears. Los hicimos ayer, con el esmero que caracteriza a los negacionistas el fin del mundo, y hoy ya habremos comido unos doscientos. No quiero imaginar lo que habría quedado de mi páncreas, de haber sabido en años infantiles cuán fácil y barato es rellenarte las arterias de caramelo.
—¿No sientes como que se nos pasó la mano de azúcar? —duda mi correclusa, tras degustar tres puños de gomitas en forma de osos y dinosaurios.
—Un poquito, quizá —dudo a mi vez, aunque en el fondo creo que un poco más de azúcar puede ayudar a hacer más pasadero un trámite tan lerdo, incierto y engorroso como del fin del mundo.
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