Un arqueólogo peruano nos mostró las huellas que explican cómo construyeron los incas la ciudadela de Machu Picchu, de qué regiones vinieron, qué oficios y ritos desempeñaron, qué comían, cómo se vestían, por qué abandonaron el lugar. La ingeniería hidráulica y la estructura subterránea (un sofisticado sistema de canales, terrazas y drenajes) resultan más fascinantes que otras paparruchas habituales del lugar (Machu Picchu como ombligo planetario de las energías místicas y punto de contacto con los hermanos mayores del cosmos, que vinieron desde otros mundos para crear esta ciudad con sus poderes mentales). Estas tonterías son, sobre todo, despectivas, porque menosprecian a gentes que alcanzaron desarrollos culturales y tecnológicos notables. A los pufólogos no les parece creíble que unos indios de los Andes construyeran semejante obra. Los aficionados a los asuntos esotéricos no es que tengan mucha imaginación, es que tienen muy poca: no aprecian la realidad y necesitan dopaje mental para entusiasmarse.
El arqueólogo nos enseñó la Intihuatana, una piedra tallada cuyos ángulos, orientaciones y juegos de sombras la convertían en calendario solar, en herramienta con la que los astrónomos calculaban las estaciones del año y guiaban a los agricultores. “Dicen que si acercas la mano a la Intihuatana te cargas de energía positiva”, añadió. “Quizá ustedes no noten nada. Bueno, será porque a diario vienen tres mil personas y se habrán llevado ya todas las ondas. Pero tranquilos: en Machu Picchu hay un punto que da energía continua”. Señaló el fondo del valle, donde el río Vilcanota serpentea entre montañas, señaló las tuberías, las torres metálicas, el dique de cemento: “Admiren la central hidroeléctrica de Machu Picchu. Cien megavatios”.
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