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Ensayando la inmortalidad

Ensayando la inmortalidad

Cuando Friedrich Nietzsche anuncia la muerte de Dios en La gaya ciencia, dibuja el escenario de una liberación pero también el de una condena. El ser humano acaba de librarse de vivir encerrado en un relato cuyo protagonismo no estaba en sus manos y al mismo tiempo se ve solo en un paisaje donde hay nubes amenazantes contra las que ya ni siquiera tiene palabras de alivio, ya solo se tiene a sí mismo. Al borrar a Dios, ha borrado la parte que hasta entonces le proporcionaba sentido, más allá de la Historia con mayúscula y de los relatos nacionales que muy pronto equipararían la música sacra de Bach o Mozart con la jota aragonesa. Traducido al mundo de la literatura, fue un momento en el que se pasó del narrador omnisciente al narrador en primera persona, a ese punto de vista que Fiódor Dostoyevski observaba con tanta fascinación como terror: el ser humano moderno. De hablar con Dios, pasamos a hablar con nosotros mismos. Su muerte supuso una transformación radical en nuestra forma de pensar y sentir. Del mundo suprasensible pasamos al mundo de lo sensible. Fue, además, el final de una serie de valores para los cuales no estoy muy seguro de que hayamos generado un repuesto que nos consuele o nos explique o nos ayude a enfrentarnos al vacío perpetuo que —ahora sí— nos aguarda.

"De la misma forma que a él los arrendajos le hacen pensar en las Montañas Rocosas, a saber qué pueden hacerle pensar a otros. Sus maniobras aéreas, sus sonidos"

El libro que Sam Shepard escribió antes de morir en 2017, Espía de la primera persona, viene a recordarnos la cautela que debemos tener cuando un relato en el cual tenemos algún tipo de protagonismo toca a su fin. Nos recuerda cosas que únicamente pueden enseñarnos las obras maestras, como el carácter sagrado y misterioso que algún día tuvo la tierra por donde nos movemos, la responsabilidad que implica transmitir ciertos relatos y la humildad debida antes de apropiarse de un territorio, literario o geográfico. Para asegurarse de no caer en contradicciones, convierte la crónica de una muerte anunciada en una historia de espías, con él sintiéndose observado mientras acude al hospital ayudado por sus hijos o en mitad de una comida familiar que bien podría ser la última y en la cual no sucede nada extraordinario, tan solo las típicas conversaciones, los platos favoritos, el calor humano y la música, que siempre suena así, incluso cuando tu vida se apaga. Eso convierte algunos capítulos de este libro en una sucesión de ecos, de aliteraciones que funcionan como rimas, pero también como proyecciones, desdobles, multiplicaciones. Alguien me observa, alguien observa, alguien le observa, alguien se observa. Todo esto a mí me empuja a pensar en el comienzo de la Conferencia de ética de Ludwig Wittgenstein, cuando él dice: «estoy hablando en primera persona y eso me intriga», aunque sé bien que Wittgenstein jamás escribió esas palabras y que posiblemente son una invención mía, en este caso para también yo convertirme en un Espía de la primera persona.

"Sam Shepard nació en 1943. Fue actor, músico, dramaturgo, director y novelista, entre otras cosas. Yo siempre estuve atento a lo que hacía porque creo que fue él quien me ayudó a entender mi pasión por el western"

Shepard aquí desconfía de quienes acuden a observar cerca de su casa. Para él, no hay nada sobresaliente o exótico que observar allí, pero entonces nos recuerda el vuelo de los mirlos, los gorriones y los rascadores, y piensa que quizás los extraños acuden a observar esas aves, por extraños motivos que no nos cuenta y que ni siquiera se plantea. De la misma forma que a él los arrendajos le hacen pensar en las Montañas Rocosas, a saber qué pueden hacerle pensar a otros. Sus maniobras aéreas, sus sonidos. Los de los mirlos de alas rojizas, los de los carboneros, el aleteo de las mariposas. Cada uno de esos gestos y sonidos convocó imágenes y recuerdos a lo largo de su vida, y es posible que también se los convoquen a otros. No se puede estar seguro, no obstante. A veces lo familiar para unos es extraño para los demás. Los españoles en el siglo XVI ataban banderas a palos que clavaban por lo que hoy en día es la frontera entre Nuevo México y Texas, para saber por dónde pasaban y para no olvidar hacia dónde se dirigían. Aquel era territorio apache y solo los apaches sabían viajar por él sin extraviarse.

Sam Shepard nació en 1943. Fue actor, músico, dramaturgo, director y novelista, entre otras cosas. Yo siempre estuve atento a lo que hacía porque creo que fue él quien me ayudó a entender mi pasión por el western (eso que normalmente llamamos películas del Oeste) y que me ha empujado a vivir tantos años y en tantos sitios de Estados Unidos. Con sus libros entendí que no era la acción lo que me gustaba de aquel cine, sino el paisaje. No eran ni el espectáculo ni sus dimensiones lo que me interesaba, sino más bien el lugar donde sucedía todo y el carácter repentino con el que solía aparecer en la pantalla. Me gustaba por su limpieza, por el viento soplando y por las plantas rodadoras (o capitanas) dejándose llevar de acá para allá, sin echar raíces nunca, en una parte del Universo sin fronteras, como si estuvieses en el espacio exterior y no en la Tierra. Creo que todo lo que hizo —y de lo que yo tengo constancia— me gusta, aunque Crónicas de motel lo experimentase no como un simple libro que se lee, más bien como un terremoto que te sacude por dentro. Después de leerlo por primera vez, me sucedió lo mismo que me sucedió la primera vez que leí a Samuel Beckett, Thomas Bernhard, Herman Melville, los ensayos de Montaigne, William Shakespeare o el Quijote de Cervantes: me dije que algún día, si tenía la fuerza y el talento necesarios, me gustaría escribir algo en lo que se notase un eco de esas lecturas. El cineasta Wim Wenders pensó cosas muy parecidas al buscar sus lazos culturales y no encontrarlos en la historia alemana sino en el cine, sobre todo en los westerns, y en coches recorriendo interminables carreteras y atravesando desiertos con la música puesta. Un plano de En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976) tiene su contraplano en Llamando a las puertas del cielo (Don’t Come Knocking, 2005). Una road movie en Alemania tiene su continuación, casi 30 años después, en un neo western en Estados Unidos. Como Shepard, Wenders es un viajero.

"Pensemos lo que pensemos sobre él, fue capaz de hablar con su época y de hacerlo con la multiplicidad necesaria para recordarnos que las fronteras entre las diferentes facetas de la cultura son parecidas a las fronteras terrestres"

Espía de la primera persona tiene un tono firme pero fragmentario. Es el tono del presente, atento a cuanto sucede en el campo de acción de alguien incapaz de caminar y confinado a donde puede llegar con la mirada desde el porche de su casa, y las intromisiones del pasado, siempre incompleto, por partes, a modo de contrapunto. No busquemos, por tanto, el comienzo del libro donde normalmente lo encontramos. El comienzo de nuestra historia está avanzada la lectura, cuando el narrador piensa en sus abuelos y en cómo fueron ellos quienes llegaron primero a la tierra donde él nació. Ojalá hubiese sido una época idílica, pero no fue así. Fue una época de lucha, contra los elementos, contra la tierra, hostil hasta para los indios. El fin de su abuela es un prodigio narrativo en apenas dos páginas, en las que una enfermedad la hace perder el conocimiento y recuperarlo sin que su abuelo entienda nada. «Volvía en sí. Y se iba. Volvía en sí. Y se iba. Y volvía en sí. Y él le preguntó al médico, le preguntó qué le pasaba. Y el médico se limitó a volverse hacía él y decirle que se estaba muriendo.»

Este es el último libro de alguien a quien podría definirse como un cowboy literario, alguien que fue amigo y consejero de músicos (como Bob Dylan, Patti Smith o los Rolling Stones), amante del arte (sobre todo del expresionismo abstracto) o director teatral y dramaturgo (uno de los más grandes de los últimos 50 años, con David Mamet). También fue músico, actor, cineasta, guionista, agricultor y ganadero. Pensemos lo que pensemos sobre él, fue capaz de hablar con su época y de hacerlo con la multiplicidad necesaria para recordarnos que las fronteras entre las diferentes facetas de la cultura son parecidas a las fronteras terrestres: espacios donde el mestizaje y los conflictos vienen de la mano, donde la identidad requiere negociación y donde la poesía es necesaria porque es capaz de condensar y destilar toda una vida en unas cuantas palabras y al mismo tiempo de hacerlas reverberar. Involuntariamente, Augusto Monterroso definió con precisión a Shepard y con más precisión aún Espía de la primera persona cuando escribió que «la vida no es un ensayo aunque pensemos muchas cosas, no es un cuento aunque inventemos muchas cosas, no es un poema aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo».

«Aquí antes —escribe Shepard— había plantaciones de árboles frutales que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Como postales. Plantaciones de naranjos, de olivos, de vides, de aguacates, de limoneros, de perales. Plantaciones de todo tipo que correspondían a las nacionalidades que las habían traído aquí. Por ejemplo, los italianos y los españoles trajeron las naranjas y los aguacates, las mandarinas y los pomelos, ese tipo de cosas. Los italianos también trajeron los olivos. Directamente desde Padua, con sus hojas plateadas y las ramas retorcidas como viejos marineros. Troncos negros, hojas plateadas. Hacia el norte, en Chico, había almendros. Plantaciones de almendros que en primavera se teñían de blanco. Hermosas plantaciones de almendros que parecían caligrafía japonesa. Preciosas. Bosquecillos de nogales. Palmeras en el desierto indio. Altas. Muy altas. Algunas de ellas de treinta metros o más…»

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Autor: Sam Shepard. Título: Espía de la primera persona. Traducción: Mauricio Bach. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros.

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