Pocos autores han puesto tanto empeño en entremezclar vida y obra como Raúl Zurita. En la selección personal e inédita que ha realizado de sus propios ensayos, el poeta muestra su concepción del mundo, al tiempo que nos recuerda que ‘cada grano de polvo, cada hierba, cada estepa, es el final de una cadena infinita de muertos donde se encuentran los que nos han precedido, a quienes nosotros al hablar, al ver, al oír —en suma, al ejercer la vida— les estamos dando la oportunidad de una existencia nueva’.
En Zenda reproducimos uno de los textos presentes en Ensayos reunidos, de Raúl Zurita (Random House).
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ANOTACIONES SOBRE LOS CANTOS
Somos hijos de la muerte y del poema. Hay un día inmemorial, perdido en el fondo de nosotros mismos, en que alzando las manos del suelo un ser tembloroso vio la súbita inmovilidad de otro ser que corría, gruñía, hacía rechinar los dientes a su lado, y comprendió que aquello que acababa de sucederle a ese otro le sucedería también a él. Es el instante en que nace la muerte y la primera respuesta frente a ese hecho absolutamente inconmensurable, incomprensible, aterrorizante, es el poema. En ese momento comienza lo humano. El lenguaje es antes que nada el conjuro que levantan los hombres frente a la muerte.
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Lo que llamamos poesía es la historia de aquellos conjuros. Más que sobre episodios históricos, nuestras vidas descansan en cantos. La guerra de Troya fue una guerra de confines originada por el control del paso hacia el Mediterráneo interior, sin mayor incidencia en el mapa del mundo antiguo, al punto de que hasta las excavaciones de Heinrich Schliemann en 1870 se creía que eran una invención de Homero. Pero algo sucedió en ella que no pudo sino presentarse, frente a la conciencia de sus testigos, como un hecho decisivo que alteró de allí en adelante profundamente sus vidas, originando un canto. Serán entonces esos cantos, no la guerra misma, el canto de la Ilíada y la Odisea, los que impresionarán profundamente la conciencia de lo humano, inaugurando lo que después se denominará Occidente. La poesía tiene su inicio en algo, en un suceso que afecta tan radicalmente a la comunidad o al testigo de ese hecho que no puede sino suscitar un relato conmovido. Eso es Homero y eso son también los grandes relatos bíblicos como el Génesis y el Éxodo.
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El Éxodo es el canto de la salvación de un pueblo. Ignoramos qué pasó realmente en el episodio de la salida del pueblo de Israel de Egipto, pero lo cierto es que, al ser acorralados por el ejército del Faraón, acaeció algo que fue expresado con la imagen de la apertura del mar. Sea lo que sea que efectivamente haya sucedido, una baja de marea, una huida a través de rocas, los testigos no pudieron ver ese hecho sino como la intervención de Dios en su historia, algo que ciertamente no podía ser relatado como un acontecimiento común y corriente. El relato de la huida del pueblo judío a través del mar abierto es una narración entusiasmada. Ese entusiasmo es tal que ven allí a Dios mismo. El canto del mar que se abre crea al Dios de Israel para la conciencia de ese pueblo y más tarde lo hará para la conciencia humana en general.
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Todo lo que leemos es una dimensión de nuestro porvenir. Al leer no ponemos el libro detrás de nuestra cabeza sino delante. Para la poesía, como para la vida, no tiene importancia alguna que sean relatos escritos hace dos mil ochocientos años o hace sesenta. El Canto General de Pablo Neruda representa esa vida permanente. Frente a él se tiene la sensación de que no es una obra escrita por un autor, sino que en ella intervienen múltiples generaciones, cientos de historias, de nombres, de sucesos, de épocas.
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Desde la Teogonía de Hesíodo, sabemos que la poesía no tiene nada que ver con la verdad. Las musas, al presentarse a Hesíodo en el comienzo del poema, de inmediato le dicen que ellas pueden decir muchas mentiras con apariencia de verdad, y también decir la verdad cuando les plazca. Las consecuencias de esta sentencia en la historia serán enormes y marcarán la absoluta distancia entre poesía y religión, partiendo por el hecho básico de que, a diferencia de los textos dictados por la verdad, es decir por Dios, jamás en nombre de la poesía se podrá condenar a alguien al patíbulo, a la inquisición o a la hoguera.
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Cada ser humano es el mar donde desemboca un río inmemorial de difuntos, y en cada palabra que nos decimos, aquellos que nos antecedieron vuelven a tomarse la voz. La historia de una lengua es la historia de las infinidades de seres que yacen en cada sonido que hablamos, y cuando volvemos a usar esos sonidos, esas pausas, esos acentos, le estamos dando a ese mar antiguo de voces los sonidos de un nuevo amanecer. Porque hablar es hacer presente a los muertos. Una lengua antes que nada es un acto de amor, ella es el «amor constante más allá de la muerte» de Francisco de Quevedo, y nos sobrepasa infinitamente porque es la única resurrección que nos muestra el mundo. En el sonido de una lengua está el sonido de sus muertos, y cada palabra que decimos es coreada por los muertos que renacen en ella. Una lengua es el sonido de todos los que la hablan y de todos los que la han hablado; la lengua que hablamos es la permanente ejecución de la partitura que nos va dejando la lengua de los que hablaron. Todo lo que escuchamos y decimos es la grandiosa reinterpretación que los vivos hacen de la sinfonía que han ejecutado los muertos. La música de un idioma es eso, y esa música lo cubre y lo integra todo, y sus notas son permanentemente desbordadas por las infinidades de difuntos que reviven en cada sílaba de las lenguas que hablamos. Bien, la lengua materna devuelve a sus muertos en las palabras de los vivos, el mar de sus difuntos canta entre las orillas del idioma. Pero a los otros, a los arrasados, marginados, expulsados en y por la lengua que hablamos, ¿quién nos los devolverá?
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No nos fue dada la maravilla nutricia del Misisipi o del Amazonas. En nuestro angosto país la distancia que media entre la cordillera de los Andes y el Pacífico es muy corta y los ríos llegan rápidamente al mar. En Chile sólo nos fueron dados los ríos del poema. Ellos son el río de Chile y en ese río nuestra historia, la historia general de América (y América es, para los que uno puede amar, Sudamérica, Latinoamérica), está siendo permanentemente reescrita, refundada, reencontrada y perdida infinitas veces. Esto no es extraño: por lejana, visionaria o genial que sea la obra de un poeta, siempre estará de una u otra forma contenida en las visiones, sueños o pesadillas que su propia comunidad guarda, y los poetas que hemos mencionado hablan más profundamente de los trasfondos afectivos, sicológicos, sociales de una colectividad que lo que puedan informarnos la historiografía o las ciencias sociales. Pablo Neruda, al escribir su Canto General, no sabía que ese libro iba a ser la prueba de que los pueblos que a través de él lo escribieron y que allí se mencionan debían atravesar todavía la «muerte general» y sobrevivir a ella. Desde los albores de la Conquista un soldado español, Alonso de Ercilla, nos hablaba sin saberlo de los desaparecidos modernos. Esas obras no están en el pasado.
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Leer es así una forma de futuro, y para la poesía el futuro también puede ser un suceso que ocurrió hace quinientos o mil años. Hechos vastos y terribles como las guerras, las dictaduras o el Holocausto tienen para el poema la misma intensidad que puede tener una gota de rocío sobre una hoja del árbol del té, que una mariposa zigzagueante entre las flores o que el brillo de una lágrima que alcanza apenas a asomarse desde unos ojos cerrados. Para el poema, como para una vida, el fin de la humanidad o un nuevo nacimiento ya pueden haber ocurrido o están ocurriendo permanentemente. El combate de Radheya y Arjuna del Mahabharata, la destrucción de Troya, la construcción de la Muralla china, la conquista de América, la independencia de la India, suceden permanentemente en nuestra existencia y en la poesía.
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Autor: Raúl Zurita. Título: Ensayos reunidos. Editorial: Random House. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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