No suele uno ser náufrago por elección, pero la facha sí que es opcional. Pues si tuve la dadivosa suerte de encallar en mi propio domicilio, no está de más llevarlo con cierta dignidad, así sea por no pasar vergüenzas. Esto es, por evitárselas a mi correclusa, que cada día volvería del sueño a encajar otro beso del hombre de Tepexpan. Y ha sido en atención a sus esfuerzos por librarme de dar un saltapatrás en la escala evolutiva que entregué mi cabeza a la soberanía de sus tijeretazos.
No sé qué tanto sirvan los espejos a los peluqueros, pero desde la silla del cliente se les mira chambear con lujo de detalle y perspectiva. ¿Qué de raro tendrá que sepa uno más de peluquería que de mecánica, si ha presenciado cientos de cortes de pelo y ni una sola afinación de motor? No ayuda mucho a la serenidad recordar que tu debutante peluquera sabe aún menos que tú lo que va a hacer, sólo que en este caso no estaría de más tener en cuenta que mi siempre minuciosa correclusa es una autodidacta de cuidado. Dale un tutorial y te armará un misil. Debe de ser difícil poseer esa clase de habilidades y no acabar falsificando billetes de cien dólares. Pues hasta donde veo no hay mucha diferencia entre lo que solían hacerme los peluqueros, lo que muestra la autora del tutorial —presente en la pantalla, delante de nosotros, con un modelo menos melenudo que yo— y lo que miro hacer a la debutante. Vamos, yo en su lugar ya habría sembrado la desolación.
Como el humilde crítico de peluquería que mi experiencia me autoriza a ser, encuentro que mi audaz correclusa experimenta un deleite especial en cada nuevo tijeretazo, cual si en este momento se soñara interpretando a Vivaldi en un Stradivarius hechizado. Le miro las sonrisas retorcidas, el ánimo poseso, la mirada golosa, el entrecejo tenso calculando los ángulos con el celo de un aprendiz de francotirador. Y por si fuera poco, esto de que te guste mucho la peluquera le da una serie de alevosas ventajas sobre el resto del gremio. La contemplo esculpirme la cabeza y desde el fondo de ella improviso un bolero: Rápame si quieres, pero no me olvides.
–¿Cómo ves que hace rato que estaba regando el jardín escuché a una señora detrás de la barda decir que hace tres meses que solamente lava pants y pijamas? –cuenta la peluquera, ya hacia el final del experimento, como hacen sus colegas más experimentadas.
—Pues yo cualquier día de estos voy a salirte de saco y corbata —me miro en los espejos que acomodé sobre sendos sillones y libros apilados y no puedo creerlo. ¿He vivido estafado por los peluqueros o ha nacido una estrella en este hogar?
La peluquera luce exultante, tanto así que de pronto me pregunto si es que mira hacia mí con ese sonrisón de campeonato, o solamente hacia su ópera prima. Celebro en todo caso que el excelso trabajo realizado —recordemos, soy crítico de peluquería— sirva de marco a mi pasmada jeta. A cada tanto me jaloneo los pelos a ambos lados del coco, en busca de la mínima asimetría. Y nada, parejito como un prado escocés. Según reza el Manual del náufrago intramuros, esto merecería la famosa medalla Gloria Gaynor a la supervivencia. ¿Tendría que ir sacando la corbata de moño?
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