Al maestro Francisco Rodríguez Adrados, in memoriam
Don Francisco Rodríguez Adrados no nos permitía tener a la vista nuestra traducción de los textos griegos cuando estábamos en clase. Teníamos que ser capaces de reconstruirla a la vista del original, sin contar con ningún apoyo. Lo que el maestro nos pedía no era solo un alarde mnemotécnico —ya suficientemente complejo en sí mismo, por cierto—, sino una tarea de asociación palabra a palabra, frase a frase, del resultado de nuestro trabajo con la literalidad de las fuentes. El ejercicio era relativamente accesible con textos de Jenofonte o de Lisias, e incluso con algunos de los Diálogos de Platón, pero cuando llegábamos a Tucídides la cosa se complicaba muy significativamente y había que esforzarse mucho para no perder el ripio en medio de una sintaxis tan intrincada.
Y vuelvo a ese momento ahora que los supervivientes, especialmente en el ámbito de los Estudios Clásicos, luchan denodadamente por asomar la cabeza ante cada nueva palada de cal que se arroja sobre ellos, víctimas de conceptos tan peligrosos y frágiles como la utilidad y la rentabilidad mal entendidas. Por arrimar el ascua a mi sardina, cada vez que miro con amor ya casi paternal a la última hornada de jóvenes cervantistas, brillantes y entusiastas, yo, que me considero un optimista imbatible, no puedo dejar de preguntarme si en su día disfrutarán del relevo generacional que ellos han supuesto para quienes ya vamos cumpliendo algunos años y en su día emprendimos el camino de la mano de nuestros maestros, entonces mayores.
Lo que representa Francisco Rodríguez Adrados en la lucha por las Humanidades en general y por la Filología —muy en particular la Filología Clásica— es todo un legado cuyo olvido no podemos ni debemos permitirnos. Cada una de sus obras —muchas y a cuál mas reveladora— es un tesoro único que todos cuantos militamos en las Letras debemos guardar y transmitir. En medio de toda esta obra, excelente donde las haya, me quedo con un libro muy especial, por lo que para mí significa como miembro del comité editorial de La Discreta. Me refiero a Peregrinaciones y recuerdos, uno de los títulos de nuestro catálogo que, por esta y otras razones muy personales, me hacen sentirme muy seguro al afirmar que don Francisco siempre ha sido y siempre será muy nuestro.
Hace apenas unos días, en medio de una conversación absolutamente informal con mi hijo Roberto, aparecía el nombre del filósofo danés Søren Kierkegaard. Me paré un momento y le pregunté si era consciente de que muy pocas personas hoy sabrían de quién estábamos hablando. Qué decir de Tucídides, ya casi arrumbado en el desván de los conocimientos perniciosamente entendidos como inútiles, a quien don Francisco me hizo entender dando sentido a mi esfuerzo y recordándome que en el diálogo permanente con los clásicos sigue habiendo respuestas para preguntas que, muy probablemente, aún no nos hemos planteado.
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