Ayer logré poner punto final a un manuscrito de cuatrocientas páginas. Un fenómeno de esas proporciones ocurre en esta casa con rara asiduidad y es causa de un benéfico estupor, de modo que la paz de espiritu alcanzada suele extender su manto protector a lo largo de las próximas horas. En términos sensuales, un momento como éste equivale al cigarro que sigue a la primera vez. Contemplas satisfecho la última página, le sonríes sin la menor malicia y sueltas una larga bocanada que se pierde entre el techo y la ventana. “¿Sabes, última página, cuántas veces soñé con este momento?”, te pones tierno, le rodeas los hombros, suspiras largamente. Tal cual diría mi madre en estas circunstancias, dormí como si no debiera nada.
Sé lo que estás pensando, Cuarentenario. Esto nos deja solos, ¿no es verdad? Recordarás, no obstante, cuántas mañanas, tardes y madrugadas me he quedado contigo largo rato después de rematar la última línea. Hay que ajustar las líneas, sopesar sustantivos, escarmenar metáforas, sacar filo a los verbos, recalibrar el tono, purgar los adjetivos, retirar los pegotes y no dejar rebabas a la vista. ¿Preferirías acaso que perdiera cuidado y te arrojara al mundo tal como llegaste, igual que tantos diarios malqueridos?
Ahora sólo imagina la cantidad de entuertos postergados que uno acumula en cuatro centenares de páginas, mismos que al día siguiente de la última línea se transforman en gnomos irritantes y exigen tu presencia en el taller. Es como si tuvieras un prototipo de auto deportivo a tu disposición para ponerlo a prueba hora tras hora. Has construido el volante, las ruedas, la cabina, el chasís, las puertas, el motor, con una vaga idea del esquema final y ahora está todo junto, en su lugar. Son días encantados e industriosos, ligeros y vibrantes, dichosos y maniáticos. Cincuenta páginas de corrección continua y productiva equivalen a varias horas en el diván.
—¿Y ese león muerto? —inquiere el terapeuta.
—Me estaba molestando… —se encoge uno de hombros, como si hubiera matado una mosca.
La magia, sin embargo, dura poco. Igual que el muerto que enterraste en tu jardín, la mañana que sigue al último episodio te asomas y descubres que al flamante manuscrito lo rondan, en efecto, demasiadas moscas, y la única manera de espantárselas es regresando al lugar de los hechos a escarbar, reparar, quebrar, lijar, pulir o reemplazar todo cuanto parezca inacabado, de modo que funcione el prototipo, o en su caso descanse en paz el muerto.
Quienes leemos libros solemos ser muy duros con los autores poco escrupulosos. Si hasta los dichos hablan de tres-metros-bajo-tierra, ¿cómo es que hay asesinos que se conforman con noventa centímetros? La idea de arrepentirte de aquí a unos pocos años por no haber puesto algo más de cuidado en ajustar un cierto libro cuchipando se parece al suplicio del preso que se pasará el resto de su vida preguntándose qué le habría costado cavar dos metros más aquella noche. ¿Ya me entiendes ahora, Cuarentenario? Acabé, pero no he terminado. Estas ojeras largas se irán al día siguiente que las moscas. Ahora, si no te importa, voy por la pala, el trinche y el pasto de repuesto. De otro modo no voy a poder dormir.
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