Vestir de chaqué cuando a los tuyos los amortajan fractura la sonrisa y echa paladas de tierra sobre los zapatos. Que cuando a los tuyos los matan va uno por la vida en parte despojado de la suya. Sergio Ramírez llegó al Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares cumpliendo la estricta etiqueta que exige la ceremonia del Premio Cervantes, el galardón más importante que se concede a un autor de habla hispana, y que esa mañana lo congrega junto a sus hijos, su mujer y sus ocho nietos en la ciudad más cervantina, la capital de ese territorio llamado idioma español. Sergio Ramírez es el primer centroamericano en recibir el Cervantes y sin embargo lleva el gesto roto de quienes siguen pensando en sus muertos.
El escritor mira al frente, atiende a quienes le hablan. Se deja bañar por la luz maluca de los días con nubes, y aunque Alcalá muestra el nubarrón sucio de los días feos habría que decir que las suyas, las que empañan las gafas de Sergio Ramírez, viajaron con él desde Nicaragua. En los últimos días, el gobierno del presidente Daniel Ortega, con quien Sergio Ramírez luchó en la Revolución Sandinista y de quien se distanció años después por su deriva autoritaria, ha arremetido esta última semana contra los ciudadanos que lo eligieron. Ortega repartió plomo contra aquellos hombres y mujeres que rechazaban sus reformas a la fuerza, su gobierno a la fuerza, su democracia a la fuerza. Treinta muertos han resultado de esa represión. Treinta. Los mismos a quienes Ramírez dedicó su premio. El primer Cervantes de la historia literaria de Nicaragua, ofrecido como un ramo de margaritas a los pies de una una tumba con dos palos de madera a modo de cruz. Una tumba pobre.
El autor de Adiós muchachos avanza esta mañana con los modales del que ha visto el mayor desagüe que una tierra pueda experimentar, eso que llaman Revolución y que sirve de sumidero para la sangre de alguien más. Esa aspiradora que lo come todo, lo olvida todo, lo pudre todo. Que arranca a los suyos de su sitio. Que envejece a los niños y mata a los viejos. Y aunque el chaqué puede que sea el sayo más incómodo que alguien como él pueda vestir un día como este, el premio Cervantes se planta en el atrio y se dirige a quienes esperan de él aquello por lo que ha sido reconocido: palabras. Esas a las que ha dedicado una vida entera, las mismas que retomó cuando dejó de lado las armas.
«Cervantino y dariano«, así se definió Sergio Ramírez en la Universidad de Alcalá de Henares. Se refería el nicaragüense al poeta Rubén Darío y a Miguel de Cervantes, la síntesis de ciudadanía, armas y letras en una sombra que se extiende sobre la biografía de Sergio Ramírez con el dibujo que deja a su paso un sol con hambre. En su discurso del día lunes 23 de abril de 2018, Sergio Ramírez estrujó la pulpa política de toda literatura que se precie de serlo. No porque las novelas que ha escrito o las que le quedan por escribir las haya creado «a favor o en contra de alguien o algo», sino porque las palabras que de él se esperan siguen nutriéndose de la realidad, ésa «que tanto nos abruma». La misma que, en ocasiones, nos amortaja.
Lo que alimenta la literatura es todo aquello que vive… y puede dejar de hacerlo. Es la soledad de los países en trance de morir. Es esa tierra habitada por hombres y mujeres que pierden el nombre, que olvidan quiénes han sido con el ventarrón de algún caudillo que se levantó de la cama creyéndose un mesías. La literatura es la desgracia y la vida que se abren paso, a la vez, en la historia fracturada de las naciones y las ficciones, la misma que él ha retratado a lo largo de su obra, como si imaginando, como si creando el relato de un país, corrigiera lo que no ha sido aún y sembrara la semilla de lo que podría ser. “Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la novela», dijo el Premio Cervantes.
Nada más escuchar aquellas palabras, dejé de teclear. Olvidé el titular. Me descerrajé una duda. Y aunque la sala de prensa estaba repleta, me sentí sola. Como si Ramírez le hablara a mis miedos de mujer sin hijos ni país. Como si al hablar de sus muertos, Ramírez hablara de los míos. “Lo que calla o mal escribe la historia lo dirá la imaginación, dueña y señora de la libertad, por la que se puede y se debe aventurar la vida, pues no hay nada que pueda y deba ser más libre que la escritura, en mengua de sí misma cuando paga tributos al poder el que, cuando no es democrático, sólo quiere fidelidades incondicionales. Somos más bien testigos de cargo. Nuestro oficio es levantar piedras, decía Saramago; si debajo lo que hallamos son monstruos, no es nuestra culpa», leyó Sergio Ramírez, vestido con ese chaqué que debió pesarle en el cuerpo lo que la esquirla de cualquier metralla.
Una vez acabada la ceremonia, mientras observaba a Sergio Ramírez, rodeado de sus nietos y sus hijos en el patio luminoso de una Universidad, me pregunté hasta qué punto es posible volver a los países que se abandonan a sí mismos. Una cosa oscura se subió por mi garganta. Los países, como los libros, no se comportan de la misma forma. No se redimen. Hay sociedades expuestas a la destrucción y a las que sólo queda la elipsis de la ficción. Que sólo pueden resumir y ordenar su tragedia convirtiéndola en un artefacto que leerán otros. El lento acto de imaginar como un regalo para quienes puedan, alguna vez, verlo convertido en algo más.
“Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la novela”, dijo Sergio Ramírez. Sus palabras resuenan en un claustro lleno de gallináceos ministros y gobernantas sentenciadas. Las bandejas de gambas ensartadas en palillos corren sin belleza, como un viento de aceite. Ojalá tenga razón Sergio Ramírez, pienso mientras me llevo a la boca la colilla sin lumbre de un cigarrillo. Bajo un árbol cuyo nombre ignoro, examino de nuevo el chaqué del Premio Cervantes. Y entonces siento cómo esa muerte que viaja conmigo me coge por la cintura. Esa forma suya de aparecer debajo de alguna piedra para sacarme a bailar cuando me pilla, pensando a solas, en mis propias mortajas.
Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato.
Todo entrará, sin remedio, en las aguas de la novela.
Que así sea.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: