La literatura nació con la palabra. Y la palabra, antes de ser escrita, fue hablada. De ahí que la poesía anteceda siempre a la prosa: las composiciones se difundían de boca en boca, y era mucho más sencillo memorizar obras sometidas a determinadas normas (un cierto ritmo, una rima) que, además, llevaban generalmente un acompañamiento musical. Así nacieron en la península ibérica la lírica y la épica, gracias a la labor de los juglares que, bien en la corte o bien viajando de pueblo en pueblo con sus instrumentos y sus versos a cuestas, se ocuparon de instalar en el imaginario colectivo las primeras muestras literarias de las que tenemos noticias. Del primer género nos han llegado, como principal y casi único vestigio de los lejanos tiempos altomedievales, las llamadas jarchas, breves apuntes concebidos en dialecto mozárabe —la lengua derivada del latín que se hablaba en Al-Ándalus, es decir, la parte del territorio que estaba en manos de los musulmanes— y que aparecían como remate al final de las moaxajas, que eran poemas cultos en lengua árabe o hebrea. También, aunque su aparición fuese posterior, las cantigas de amigo que se componían en los dominios lingüísticos del galaico-portugués. La épica, por su parte, se originó al calor de la Reconquista y con un objetivo propagandístico: el de glosar las hazañas de los grandes héroes que se afanaban en expulsar de las tierras peninsulares a los invasores. Los cantares de gesta, largas composiciones en las que se daba cumplida cuenta de esos guerreros que pugnaban por devolverle a la cristiandad el lugar que le correspondía, obtuvieron gran fama y pasaron por distintas épocas, las mismas que iban conociendo los sucesivos reinos que se formaban, se desintegraban o se acoplaban al compás de la expansión, del norte al sur, de las tropas que combatían al Islam.
Aunque la literatura naciese de la palabra y la palabra, en su origen, fuese oral, la literatura no se considera como tal hasta que aparece por escrito. No todo lo que se dijo y se cantó en el Medievo se vio inmortalizado en pergaminos, y en consecuencia las muestras debieron de ser mayores de lo que conocemos. Los cantares de gesta son el mejor ejemplo: muchos de los que han llegado hasta nosotros lo han hecho a partir de las reelaboraciones que se llevaron a cabo en la corte de Alfonso X El Sabio, y del resto hay noticias generalmente confusas y sometidas inevitablemente a los designios de la hipótesis. Ramón Menéndez Pidal, uno de los mayores estudiosos de la épica ibérica, fundamentaba sus estudios en el Cantar de Mio Cid, el poema épico por antonomasia de nuestra literatura, y a partir de él atribuía al género tres características fundamentales: la irregularidad y la asonancia de sus versos, su vitalismo y su capacidad de renovación y un realismo que él sustentaba en su historicidad, su «realismo de lo cotidiano» y su «realismo de las almas». Analistas posteriores, sin embargo, pusieron en duda este último extremo al observar que el Cantar de Mio Cid, al que no dejaban de atribuir una cierta vocación realista, presentaba no pocas fabulaciones, por lo que exigían hablar, más que de realismo, de verismo, término que más tarde propondrían sustituir por el de verosimilitud.
La etapa de formación de la literatura épica en lo que hoy conocemos como España se extiende hasta el siglo XII y se caracteriza por el trasfondo histórico de sus tramas, la vinculación de las gestas que se narraban al culto que se rendía ante los sepulcros de sus protagonistas, el papel fundamental de las mujeres en los argumentos y la presentación de un deseo de venganza como móvil básico de la acción. Se adscriben a este periodo composiciones como La leyenda de don Rodrigo, el Cantar de los siete infantes de Lara, el Cantar de Fernán González, La condesa traidora y el conde Garci Fernández, el Romanz del infant García, la Gesta de Ramiro y García, el Cantar de Sancho II y el cerco de Zamora y el Mainete, un texto en torno a Carlomagno. La época de consolidación, que comprendería los siglos XII y XIII, se caracteriza por la elaboración de unos poemas de mayor ambición y longitud, concebidos siguiendo en muchos casos el gusto francés, y tiene como obras fundamentales la primera versión del Cantar de Mio Cid, el Cantar de la mora Zaida, el Cantar de Bernardo del Carpio, un cantar compuesto en español sobre la gesta de Roncesvalles y La peregrinación del rey de Francia. En los siglos XIII y XIV, tiempos de prosificación y refundiciones, se ampliarían cantares preexistentes —así se hizo con el del Cid o el de Bernardo del Carpio, también surgió un segundo cantar de los infantes de Lara— y se incorporarían buena parte de ellos a las crónicas que se elaboraban en la corte de Alfonso X, otorgándoles así validez como fuente histórica, lo que resultaba a todas luces exagerado pero, sin duda, venía bien para reforzar la autoestima que se necesitaba para continuar ganando terreno a los musulmanes. Ocurrió en la Primera crónica general y en la General Estoria, y también en otros textos como la Crónica de Castilla, la Crónica de Portugal atribuida al conde de Barcelos o la Gesta del abad Juan de Montemayor, obra de un autor al que se supone leonés y que debió de tener amplio conocimiento de las tierras portuguesas. La última etapa, la de la decadencia, abarca hasta el siglo XV, cuando las condiciones sociales eran otras muy distintas —andaba el mundo al borde del Renacimiento— y las composiciones comenzaron a incorporar elementos ficticios que desembocaban en una glorificación algo desordenada de los héroes. También fue en este tiempo cuando la memoria comenzó a fragmentarse y los viejos cantares de gesta se fueron despedazando hasta transmitirse parcialmente en estrofas que se empezarían a conocer como romances. Resulta curiosa la evolución de este término: de designar a un grupo de lenguas (aquéllas que provenían del latín), pasó a nombrar la poesía escrita en esas lenguas para referirse algo más tarde a la poesía susceptible de ser cantada.
Como ya se ha apuntado anteriormente, si dentro de la épica española merece destacarse una muestra por encima de todas las demás, ésa es el Cantar de Mio Cid. A su modo, reúne todos los elementos que, por activa o por pasiva, terminaron definiendo los cantares de gesta: cuenta las hazañas de un héroe, comienza con un propósito decididamente realista para terminar cediendo terreno a la fantasía y fue considerado durante mucho tiempo como la principal fuente historiográfica a la hora de aludir a los episodios que en él se tratan. Nadie duda, a día de hoy, de que tal cosa supone un exceso. De Rodrigo Díaz, el Cid, sabemos que nació en la aldea burgalesa de Vivar en torno al año 1040, que perteneció a una estirpe de nobles de segunda categoría y que se educó al lado de quien luego reinaría como Sancho II, que al acceder al trono lo convirtió en uno de sus soldados de confianza. Junto a su monarca participó en las peleas que éste mantuvo rente a sus hermanos Alfonso de León, García de Galicia y Urraca de Zamora, y tras perder a su señor en el famoso cerco se enemistó fuertemente con Alfonso VI, a la sazón nuevo responsable de las coronas de Castilla y León —famoso es el romance que cuenta cómo el caballero hizo jurar al nuevo rey, en la iglesia de Santa Gadea, «do juran los hijosdalgo», que no había tomado parte en la muerte de su hermano—. Éste, no obstante, recobró sus favores concertándole un matrimonio con doña Jimena, dama de abolengo real. La reconciliación, pese a las buenas intenciones, no duró mucho. Un conflicto de intereses acaecido cuando el Cid fue enviado a cobrar los tributos que el rey de Sevilla pagaba a Alfonso VI terminó por desencadenar un destierro que llevaría a Rodrigo Díaz a poner sus armas al servicio de Mutamin, gobernador musulmán de Zaragoza, y plantar cara a catalanes y aragoneses. Alfonso VI volvió a requerir al Cid cuando los almorávides amenazaban la península, pero el caballero se encontraba guerreando por tierras levantinas y llegó con tanto retraso que la derrota del monarca fue inevitable. Esa dejadez motivó un nuevo exilio que conduciría a Rodrigo Díaz a nuevas batallas, una andadura que culminó con la conquista de Valencia, donde instaló su corte y casó a sus dos hijas con miembros de las casas reales de Cataluña y Navarra. Allí murió en 1099. Dos años más tarde, doña Jimena se vio incapaz de plantar cara a los temidos almorávides y optó por regresar a Castilla con los restos de su esposo, que recibieron sepultura en el monasterio de San Pedro de Cardeña, donde también sería enterrada ella misma. En 1842, ambos féretros se trasladaron a la catedral de Burgos, ante cuyo altar mayor aún reposan hoy en día.
El Cid era, pues, el perfecto ejemplo de lo que en la Edad Media podía ser un mercenario o un soldado de fortuna. El Cantar lo presenta, sin embargo, como un héroe inmaculado dispuesto a toda clase de padecimientos y sacrificios con tal de rendir los debidos honores a su tierra y a su rey, por más que éste lo expulse. El texto original del poema fue hallado en algún momento del siglo XVI en el archivo del ayuntamiento de Vivar y se conserva en la Biblioteca Nacional. Es un manuscrito incompleto que consta de 74 hojas de pergamino y cuya caligrafía, según han concluido los estudiosos, data del siglo XIV, por lo que de ningún modo sería esa versión la original, sino una copia. Al final del texto aparece una fecha, 1245, y una firma, la de un tal Per Abat, que ha generado ciertas controversias por más que durante mucho tiempo se interpretara como un mero testimonio mediante el cual el copista habría dejado constancia de su vinculación eclesial («por un abad»). Ésa fue la hipótesis esgrimida por Ramón Menéndez Pidal, que siempre aseguró que el Cantar de Mio Cid era fruto del trabajo de dos juglares. El primero, procedente de San Esteban de Gormaz, habría pergeñado una primera versión, corta y verista, poco después de la muerte del Cid, con una versificación variada y frecuente cambio de asonancias. El segundo, instalado en la localidad de Medinaceli, habría reelaborado el poema original unas décadas más tarde, incorporando elementos fantásticos y haciendo uso de determinadas estrategias compositivas (el empleo de una versificación más sencilla y la supresión de las asonancias más complejas) a fin de confeccionar largas tiradas homogéneas que facilitaran su memorización. Durante muchas décadas la tesis de Menéndez Pidal se tuvo como una certeza, pero estudios recientes consideran que bien puede deberse el total del texto a ese Per Abat del que nada sabemos, pero que sin duda estuvo vinculado a alguna iglesia o monasterio, y que habría escrito el poema partiendo de cierta tradición oral en torno a Rodrigo Díaz de Vivar para que fuesen los juglares quienes lo popularizasen. No se puede descartar, por lo que hemos venido apuntando al referirnos a las características generales de la épica, que Per Abat estuviese vinculado al cenobio burgalés de San Pedro de Cardeña, donde descansaron los restos del Cid y doña Jimena, que podría haber pretendido obtener así determinados privilegios —o al menos cierta reputación— para el lugar en el que reposaban los protagonistas principales de su obra.
El Cantar de Mio Cid consta de 3.370 versos que se agrupan en 152 tiradas —es decir, grupos de versos con una misma rima— y que, como ya se ha dicho, conforman una suerte de biografía novelada de Rodrigo Díaz de Vivar. Se distribuye el Cantar en otros tres cantares: el del destierro, el de las bodas de las hijas del Cid y el de la afrenta de Corpes, otorgando un andamiaje ternario a una estructura caracterizada por la binariedad. En efecto, el gran tema del poema es la pérdida de la honra, con la particularidad de que ésta se produce en un doble plano, el militar y el familiar, y su posterior recuperación. La maestría del autor (o los autores), y el principal rasgo que convierte el texto en algo diferente a lo hecho hasta entonces, proviene del detalle de que las dos tramas no se desarrollan de manera sucesiva, sino escalonada; es decir, aún no ha concluido la primera —el conflicto con el rey que desemboca en el destierro— cuando empieza a desarrollarse la segunda —la humillación sufrida por las hijas del Cid, y por tanto por el propio Rodrigo Díaz, a manos de los infantes de Carrión en el robledal de Corpes—. Aunque el protagonista del poema se muestre en todo momento como la encarnación del perfecto patriota, Ramón Menéndez Pidal no creía que el texto constituyera por sí mismo un ejemplo de literatura patriótica. Según su criterio, los grandes temas del Cantar venían definidos por la lucha contra los musulmanes, el destierro y la pobreza del héroe y la venganza por odio de familia. Otros estudiosos sí advirtieron en el manuscrito de Per Abat una intención claramente propagandística en dos vertientes diferenciadas, aunque afines: de un lado, en lo relativo a la exaltación de Castilla —concretada en tres niveles definidos por otros tantos conflictos: Castilla contra León, el pueblo contra la nobleza oligárquica cortesana, el Cid contra el propio rey—; del otro, en lo que tenía que ver con el afán publicitario de la Reconquista. Incluso hubo quienes advirtieron en el Cantar connotaciones antisemitas, debido al célebre episodio en el que el Cid engaña a los judíos Raquel y Vidas para obtener de ellos unos dineros que le permitan soportar con dignidad las primeras jornadas del destierro, aunque existe cierto acuerdo al sostener que, si bien la obra se hace eco del antisemitismo que imperaba en aquel tiempo, no defiende por sí misma ningún mensaje que camine en esa dirección. No es éste un apunte anecdótico, porque el realismo —por mucho que se fabule a partir de la biografía real de Rodrigo Díaz— constituye una de las características esenciales del texto. No hay más que fijarse en su protagonista: Rodrigo Díaz de Vivar es un guerrero valiente, pero también un esposo y padre amantísimo que sufre cuando deja a su mujer y a sus hijas conminadas en un monasterio, y que lamentará después amargamente las afrentas sufridas por la sangre de su sangre. Probablemente fuera ésa una de las causas del éxito que obtuvieron sus versos entre el pueblo llano que atendía a la llamada de los juglares en aquellos tiempos remotos y convulsos.
Ocurre que, mientras se cantaban las hazañas del Cid por las ciudades medievales, en los monasterios ya se había comenzado a escribir otro tipo de poesía que se concebía para ser leída, no cantada, y que marcaría un nuevo punto de inflexión en los primeros compases de nuestra literatura. El Mester de Clerecía está conformado por esos textos que se escribían en la soledad del scriptorium y que se ocupaban de temas religiosos, con una clara finalidad didáctica, mediante un estilo culto y cuidado que empleaba preferentemente la cuaderna vía, es decir, una estrofa compuesta por cuatro versos alejandrinos monorrimos. Del siglo XIII proceden varias obras anónimas que constituyen un buen muestrario y que arrancan con el Libro de Apolonio, un texto en el que a través de 656 estrofas se nos cuenta la vida del rey Apolonio de Tiro mediante una estructura tripartita (presentación, aventuras, finalidad) que tendrá gran influencia unos siglos después, cuando la novela se vaya desarrollando a lo largo del Siglo de Oro y florezcan los esquemas bizantinos. El Libro de Alexandre, que algunos atribuyen a Gonzalo de Berceo —del que hablaremos enseguida—, narra los avatares de Alejandro Magno con sutilidad, coherencia y eficacia. El Poema de Fernán González, que tiene la particularidad de tratarse de una composición hecha por clérigos a mayor gloria de un héroe épico, se cree escrito por un monje vinculado al monasterio de San Pedro de Arlanza y, tras las alusiones y elogios de rigor, se ocupa de relatar la biografía del personaje que le da nombre vinculándola a la historia general de Castilla e incorporando tres niveles temáticos: las batallas de la Reconquista, la supremacía de Castilla frente a Navarra y la independencia de la propia Castilla. También procede del siglo XIII una obra menor como es Castigos y ejemplos de Catón, vinculada a la literatura gnómica, pero lo verdaderamente destacable de esta centuria será la irrupción del primer autor con nombre conocido de la literatura española.
Gonzalo de Berceo se presentó ante el mundo sosteniendo que su intención era pergeñar una prosa «en román paladino», es decir, no en el latín que aún entonces se tenía como la única lengua verdaderamente culta, sino en las variables dialectales que empleaba el pueblo para comunicarse a pie de calle. De ahí que se adviertan en sus textos modismos propios de La Rioja alta —rasgos del navarro-aragonés y del castellano del norte, por ejemplo—, que era donde se encontraba (y se encuentra) el monasterio de San Millán de la Cogolla, en el que vivió y escribió. Lo hizo en cuaderna vía, como era preceptivo, ocupándose de asuntos relativos a la religión cristiana que él glosaba con un claro afán didáctico, sin evitar emplear recursos propios de los juglares para introducir elementos que contribuyeran a atraer la atención del lector. Mezcló en sus textos el arte culto y el popular, los sazonó con buenas dosis de realismo y de afectividad, no escatimó sentido del humor y tampoco tuvo reparos en referirse a sí mismo en primera persona cuando la ocasión lo requería. De su puño y letra salieron obras de carácter doctrinal —Del sacrificio de la misa y De los signos que vendrán antes del Juicio— o semblanzas hagiográficas vinculadas al santoral —Vida de Santo Domingo de Silos, Vida de San Millán de la Cogolla, Vida de San Lorenzo y Vida de Santa Oria—, pero serán los Milagros de Nuestra Señora, una de sus tres obras marianas —las otras dos fueron Duelos de la Virgen y Loores de la Virgen—, los que constituyan el punto álgido de su producción. Se trata de un conjunto de relatos en verso que narran la intercesión de María para redimir por el perdón, la conversión o la crisis a los pecadores que inevitablemente recobran la fe y modifican sus hábitos vitales merced a la benéfica irrupción en sus vidas de la madre de Jesús. En ellos se aúnan todas las características del arte de Berceo, confirmando sus inusuales dotes para la amenidad y el didactismo, sin eludir una curiosa ironía ni ese afán por aunar su profundo conocimiento de las fuentes clásicas con la intención de escribir de manera comprensible para las gentes de a pie.
Un siglo después, aparecería en escena aquél a quien se considera de manera unánime como el genio por antonomasia del Mester de Clerecía. De él sabemos muy pocas cosas. Se llamaba Juan Ruiz, debió de nacer en Alcalá de Henares —aunque hay quien lo hace oriundo de Alcalá la Real, en Jaén— y cursar estudios en Toledo, y fue arcipreste en la localidad de Hita. Era, indudablemente, un hombre culto, pero se encontraba más bien lejos de la ortodoxia. Hay quien lo adscribe a la tribu de los goliardos, clérigos errantes de costumbres no muy ordenadas que escribían sobre asuntos próximos a la órbita de lo profano. Escribió un único libro, o al menos no nos han llegado noticias de más obras suyas, que basta para situarlo en un lugar de honor de nuestras letras. Se trata de un conjunto de alrededor de siete mil versos que en un principio carecieron de título —o al menos no figura ninguno en los tres manuscritos que han llegado hasta nosotros: el de Salamanca, el de Toledo y el llamado códice de Gayoso— y en los que constan dos fechas, 1330 y 1343, que hacen pensar en reescrituras sucesivas. En época moderna se decidió titularlo Libro de buen amor, y la denominación hizo fortuna porque es justamente ese tema, el amor en todas sus acepciones, el núcleo de un conjunto tan heterogéneo como fascinante. ¿Cuál era la intención del arcipreste? Para unos, le movía un mero afán didáctico, tal y como él mismo apunta al inicio de su obra —«E conpuse este nuevo libro en que son escriptas algunas maneras, e maestrías, e sotilezas engañosas del loco amor del mundo, que usan algunos para pecar»—; para otros, a esa voluntad confesa uniría Juan Ruiz otra muy evidente: dejar constancia de su paso por el mundo. Igual que Berceo, aunque con mucho más desparpajo, aúna las características inherentes al Mester de Clerecía con herramientas estilísticas propias de juglares. Del mismo modo, combina las fuentes clásicas con anécdotas emanadas de su propia experiencia, en una divertida simbiosis que hacen de su texto un apasionante recorrido por los fondos y las formas medievales. El Libro de buen amor, sumamente heterogéneo, consta de un relato amoroso autobiográfico, una serie de cuentos y fábulas, una serie de sátiras, algunas disquisiciones de tipo didáctico y moral, un relato alegórico y paródico, muestras de poesía lírica profana, una glosa del Pamphilus de amore y un prólogo en prosa en el que el propio Juan Ruiz desvela las intenciones de su obra. Del libro destacan su lenguaje rítmico, su realismo, su abordaje del amor humano, el modo en que se vincula éste a la mujer, el empleo del humor y la ironía y el tratamiento del tema de la muerte. Todo ello con un lenguaje riquísimo y brillante, en el que se engarzan los usos cultos y los populares y se hace gala de un vocabulario inagotable, concreto y realista. El orden lógico de la frase cede a las necesidades rítmicas impuestas por la métrica —el arcipreste escribió su obra empleando la cuaderna vía y una combinación consciente de octosílabos y alejandrinos— y no se desprecia el refranero popular, en un claro juego de contrastes que convierte su lectura en algo tan inabarcable como ese amor del que el bueno de Juan Ruiz pretendió ocuparse.
Tuvo el Mester de Clerecía un epílogo en el Rimado de Palacio de Pero López de Ayala, que apareció entre los siglos XIV y XV y quiso ser una especie de manual de buena gobernanza empleando la cuaderna vía, diversas formas estróficas ligeras y cantables y hasta sextinas de alejandrino. López de Ayala dio a su obra un amparo intelectual tan ilustre como fue el de las Morales de San Gregorio, pero en aquella época las preferencias ya iban por otro lado. Habían irrumpido los trovadores en las cortes, se estaban difundiendo los viejos romances al tiempo que se creaban otros nuevos, escribía Jorge Manrique las coplas que dedicó a la muerte de su padre don Rodrigo y se daban a conocer figuras como las de Juan de Mena o el Marqués de Santillana, que intentaron adaptar a la lírica española los temas y las estructuras métricas que empezaban a hacer furor en la poesía italiana de aquel tiempo. La literatura española comenzaba a conocer a sus grandes nombres, pero no está de más recordar que ninguno habría llegado a nada si los juglares y los clérigos no hubiesen estado primero.
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