Entre la tierra y los espíritus

Son pausadas porque no podían ser de otro modo. Al fin y al cabo, cuentan cómo una mujer entabla un vínculo estrecho con una montaña. O una montaña con una mujer, porque en esta historia las dos tienen voz, las dos narran sus propios capítulos. Y su voz va adquiriendo un peso, una densidad considerable, a medida que nos adentramos en la particular atmósfera que las rodea. Lo que no tenemos claro es si esa atmósfera responde a algo que está ahí, en el aire, a algo que la mujer imagina, mientras abraza un delirio, o a algo que percibe, oculto, gracias a que alcanza una lucidez excepcional en el seno de ese vínculo. Lo que sí vemos claro es que existen, entre ambas, puntos en común que trascienden sus muy diferentes existencias: su cualidad de testigos, por ejemplo, su relación con la fertilidad, su soledad extrema o la degradación a la que son sometidas por los hombres.

En cierto punto de la narración asistimos a un hecho insólito: un cuerpo muerto aparece en el jardín de la mujer y ella se apresura a enterrarlo, pero otro día aparece otro y después otro y otro. No sabemos si esos cuerpos son víctimas de los hombres de las máquinas o el vómito del monte.

Ya en el primer párrafo del libro leemos una referencia a este hecho que deja claro el tono del relato: una descripción de los movimientos de la tierra y la pala y la carretilla que casi nos permiten tocar el escenario. Este contacto con lo físico y la ausencia de detalles geográficos, nominales, temporales, nos permite adentrarnos en un lugar recóndito entre lo alegórico y lo estrictamente material. Un lugar que define ese tono áspero y silencioso y salvaje. Nos vemos rodeados de elementos naturales (la neblina, el follaje, los insectos, la madera y sobre todo la tierra), pero también de elementos sobrenaturales (esos cuerpos, ese espíritu que se sale de un cuerpo y queda agarrado por el pie, esas referencias directas al Popol Vuh, esa extraña relación de la mujer con el fuego). Todo ello adquiere una dimensión alegórica, gracias, entre otras razones, a que no existen nombres propios. No los tienen los lugares (la montaña, la ciudad roja, el Pueblo Pobre o esos otros llamados los Rurales) y tampoco las personas (la mujer, protagonista de la novela, el Celador, que es su único amigo, el hombre de la montaña, las Testigos de Jehová, la abuela, la madre). Estas dos últimas (la primera, a la que recuerda con nostalgia, y la segunda, que la maltrató y le impidió estudiar) ayudan a explicar esa introspección y esa pobreza heredada por la mujer.

De toda esta receta nos queda un halo misterioso, lleno de pinceladas que apuntan hacia contextos temporales, sucesos no nombrados explícitamente. Un halo que nos invita a sumergirnos junto a la mujer en las fauces de esa montaña antigua, llena de vida y de muerte, lejos del ruido de las máquinas y del sometimiento de los dueños de la tierra.

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Autor: Fernanda Trías. Título: El monte de las furias. Editorial: Random House. Venta: Todos tus libros.