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Entre Maigret y Jesucristo

Entre Maigret y Jesucristo

Hacia finales de noviembre, existe un momento en el que convergen la flor violácea del jacarandá y el aroma del tilo florecido.  Es el momento exacto en que las calles de este barrio del sur de Buenos Aires parecen romper su mutismo. Es un tiempo propicio para recordarnos que la belleza brota callada desde su fuente y que nuestra condición humana, contingente y menesterosa, no alberga razones para la soberbia.

Caminando por las calles de este barrio, me he cruzado hace unos días con el padre Carlos. El cura es una rara avis para estos tiempos: camina lentamente, viste sotana —no por mera ortodoxia sino para ahogar en el negro los delirios de Pierre Cardín que otros ostentan—; de tanto en tanto alza la vista cuando un pájaro quiebra el silencio de la tarde y así va, con las manos atrás, como quien ha dejado caer las riendas de su potro imaginario y se entrega confiado a la realidad.

Intercambiamos el generoso abrazo de siempre y al saberlo yo un “animal bibliográfico”, se impuso la pregunta:

—¿En que andan sus lecturas, Padre?

El cura, con una mirada plena de sencillez, me respondió entre compasivo y desprejuiciado:

—Solamente leo el Evangelio y algunas buenas novelas policiales.

A espaldas de nuestra despedida, la tarde siguió su curso y a mí me quedó picando la respuesta del Padre Carlos: “Solamente leo el Evangelio y algunas buenas novelas policiales” e inmediatamente, me vino a la mente aquello de Sófocles en el Coro abismático de Antígona: “Muchas son las cosas terribles, pero ninguna es más terrible que el hombre.”  La ecuación resultaba clara: un cura sabio, luego de una larga navegación, ¿en qué puerto podía demorarse sino ante el eterno enigma del corazón humano?  El hombre siempre será esa criatura asombrosa, tremenda, formidable: δεινός, cosa terrible.

"El policial clásico es un cántico al método hipotético-deductivo, una salmodia a la ratio, un culto al ejercicio del silogismo"

Los críticos sostienen que la novela policial —o ficción criminal como dice entre nosotros Don Ángel Faretta—, surge con Edgar Alan Poe y alguna de sus piezas literarias fundamentales como Los crímenes de la calle Morgue o La carta robada; pero en esta materia sucede lo mismo que en filosofía, pues comienzo y origen no son lo mismo. En este punto, uno intuye que, si bien Poe formaliza el comienzo del género, sus orígenes pueden rastrearse en la Antigüedad Griega con las tragedias de Sófocles, continuar con las cartas de Plinio el Joven en las que se relatan varios episodios criminales y demorarnos largamente en Shakespeare. Henning Mankell, padre de la novela negra escandinava dijo alguna vez: “Mi policial favorito es Macbeth”, no es poco.

Poe entrega a la literatura el primero de una larga serie de detectives, quizás el arquetipo del investigador: Chevalier Auguste Dupin. Hacia finales del siglo XIX y entre las mismas volutas de humo que deja la pipa de Dupin, emerge la figura del detective paradigmático, meticuloso y racional creado por Arthur Conan Doyle: Sherlock Holmes. A Poe y a Doyle se une Agatha Christie. La dama del crimen como alguna vez se la bautizó, da forma a la figura de Hércules Poirot, un detective belga para inmiscuirse en la sociedad inglesa, pero tan racional y maniático como Dupin y Holmes.  El policial clásico es un cántico al método hipotético-deductivo, una salmodia a la ratio, un culto al ejercicio del silogismo. Los casos criminales se resuelven atando lógicamente los eslabones de una cadena racional. Cerramos los ojos e imaginamos una casa de la campiña inglesa entre los leños que se queman en el hogar y el aroma a Latakia y a Perique —tan propio de las mezclas inglesas para pipa—, una sala con alfombras y un puñado de personas hundidas en sus sofás, escuchando la resolución de un caso criminal en la voz gutural de un pulcro detective.

"El trípode sobre el que se apoya la novela negra es la violencia, la política y el dinero. En ella se expresa toda una fenomenología de la descomposición social"

Entre Dupin, Holmes y Poirot, surge una criatura adorable creada por Gilbert Keith Chesterton. El Padre Brown es un curita regordete que siempre marcha con su paraguas, unos pocos peniques en los bolsillos y alguna barrita de chocolate para recordarnos que el placer no siempre es aliado del pecado. El Padre Brown va torneando lentamente el gozne en el que gira toda una nueva mirada en la novela policial: enigma y misterio. El curita detective es un escudriñador del alma humana y, justamente por ello, sabe que el mero ejercicio lógico no alcanza para alumbrar las razones profundas de un acto criminal. Brown no desprecia a la razón, sino que la reconcilia con la intuitus y con su logos íntimo. En su cuento La cruz azul descubre a un ladrón vestido de sacerdote a través del diálogo: “He desconfiado de usted porque ha despreciado a la razón, y eso es de mala teología”. Yo creo que, al Padre Carlos, y no por meras cuestiones gremiales, su colega seguramente le cae muy bien.

Es tan extenso el territorio de la novela policial, que mal podría yo resumir en esta breve meditación la pluralidad de sus variantes y sus autores. Si creo importante notar que, hacia finales de la década del 20, nace en los Estados Unidos un género muy sugestivo cuyas capilaridades llegan hasta hoy tomando la coloratura propia de cada ethos cultural; me refiero claro a la llamada novela negra, término que, por cierto, no proviene de los Estados Unidos sino de Francia. El trípode sobre el que se apoya la novela negra es la violencia, la política y el dinero. En ella se expresa toda una fenomenología de la descomposición social. El crimen no es un elemento que se gesta solamente en la mente del asesino, sino la punta del iceberg que denuncia un continente hundido en las aguas de la corrupción. El primer autor que “saca” el crimen del salón y lo pone en la calle es Dashiell Hammett quien publica en 1929 El halcón maltés con la inolvidable figura de Sam Spade, un detective irónico, frío e inflexible inmortalizado en el cine por Humphrey Bogart. A Hammett lo sigue un narrador nato, un maravilloso escritor al que le bastaron siete novelas para fundar toda una escuela: Raymond Chandler. Una mañana de invierno, caminando por la calle Defensa, me topé con Juan Sasturain quien salía de su casa con un perrito tan sencillo como él. Juan parece un Santa Claus sin gorro colorado, pero con la misma sonrisa y la misma barba blanca. Al saludarlo con admiración le pedí que me regale el título de una novela policial, una sola. Me dijo: “El largo adiós de Raymond Chandler”. Desde aquel día, la figura de Phillip Marlowe, su detective de ficción, un quijote urbano con vocación de antihéroe, me acompañó para siempre. Con Chandler se aprende a sonreír, incluso en medio de la violencia:

—No me gustan sus modales señor Marlowe —dijo Kingsley con una voz que, por sí sola, habría podido partir una nuez de Brasil.

—No se preocupe por eso, no los vendo.

Y también se aprende a llorar, como en aquel adagio triste que Chandler pone en boca de Marlowe en las últimas páginas de El largo adiós:

“Nos despedimos. Vi como el taxi se perdía de vista. Subí de nuevo, entré en el dormitorio, deshice la cama y volví a hacerla. Había un largo cabello oscuro sobre una de las almohadas y a mí se me había puesto un trozo de plomo en la boca del estómago. […] Decir adiós es morir un poco”.

"Y la lista es interminable, desde el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán al Montalbano de Andrea Camilleri, pues con ellos aprendimos pasión, humor y la irresistible tentación por la buena cocina"

Hacia 1931, George Simenon, un enorme escritor nacido en Lieja (Bélgica), le regala al mundo literario la figura de un comisario cuyo talante y estilo cautivará a los lectores del género policial: Jules Maigret. El prolífico escritor belga fraguó un personaje inolvidable. Maigret rompe con el estereotipo del detective cerebral; es un obsesivo, sí, pero su obsesión es el corazón humano, por ello trabaja con la intuición y con el diálogo. Maigret venera la mirada diagnóstica y la palabra reveladora. Pedaleando de esclusa en esclusa por los canales de la campiña francesa, en los viejos cafés portuarios o en los bajos fondos de París, sus informantes son las ancianas, las mujeres de mala vida, los puesteros del mercado, los clochards, esos vagabundos que viven bajo los puentes del Sena. Maigret medita acompañado de una copa de vino blanco, de cerveza o de Calvados bien seco, una bebida que me compré por él y que me quemó la garganta. Simenon coleccionaba pipas y mujeres; Maigret es un devoto pipafumador, pero en materia de templanza y fidelidad, es la contracara de su padre literario. El comisario francés es fiel hasta el extremo, es más, su esposa es propiamente su otra mitad. Es posible que el padre Carlos contemple en Maigret la virtud de la paciencia, la importancia de la caridad y el valor del sigilo confesional.

Y la lista es interminable, desde el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán al Montalbano de Andrea Camilleri, pues con ellos aprendimos pasión, humor y la irresistible tentación por la buena cocina. Y uno puede caminar por los fríos climas nórdicos con el Inspector Wallander de Henning Mankell o quitarnos el sudor de la frente, atiborrados de tabaco y ron por las calles de La Habana junto a Mario Conde, el mítico personaje creado por Leonardo Padura, quien tuvo la enorme valentía y lucidez de desnudar los flagelos del régimen cubano desde sus mismas entrañas.

Y aquí, en mi tierra, nos queda Borges —siempre nos queda Borges— y también nos queda Bioy. Con ellos nos quedan las Crónicas de Bustos-Domeq y el detective Isidro Parodi, quien resuelve casos criminales desde la celda 273 de la Penitenciaría Nacional de la Calle Las Heras.  Nos queda Ricardo Piglia y su alter ego Emilio Renzi extasiado ante un blanco nocturno en la llanura argentina, nos queda el mismo Sasturain… pero ya es suficiente.

El padre Carlos se perdió entre el violáceo del jacarandá y el aroma de los tilos: “Solamente leo el Evangelio y algunas buenas novelas policiales” —me dijo—, y me dejó pensando en la libertad humana y sus misterios; me dejó meditando entre Maigret y Jesucristo.

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Lau_Pucela
Lau_Pucela
1 mes hace

Tremendo artículo. Leer a Chiaramoni es una delicia. Gracias Zenda!

Saravia
Saravia
1 mes hace

¡Qué lindo artículo! Te lleva con ritmo sereno por la historia del género policial sin escatimar belleza y reflexión.

Jesús
Jesús
1 mes hace

Parece amar profundamente al comisario Maigret….