Aunque aún siga siendo considerada una autora joven, Espido Freire (Bilbao, 1974) está a punto de cumplir 20 años de profesión. Con su último premio Azorín, 2017, con Llamadme Alejandra, la historia de la zarina Alejandra Romanov, ha terminado con una constante en su carrera: ser la autora más joven que los recibía. Y lo ha sido desde que ganara en 1999 el Planeta con Melocotones Helados; de hecho aún sigue siendo la escritora más joven en obtener este galardón. Espido Freire es una creadora apasionada por contar historias en distintos formatos. Esto, unido a una curiosidad infinita, “o inconstante, como yo lo llamo», dice, le permite estar presente en tertulias de radio y televisión, colaborar con medios escritos, con instituciones, con marcas de moda, ser activa en redes sociales y seguir publicando libros. Llegar hasta aquí no ha sido una casualidad, ha sido algo buscado y planeado concienzudamente.
– Cuando empezó a publicar ya venía de otra profesión y seguía siendo muy joven.
– Sí, yo venía ya maleada (risas). Había tenido un amago en la música, en la ópera, y no me gustó, decidí que no quería dedicarme a ello. Lo había pasado bastante mal, precisamente porque era de una juventud extrema. Tuve que enfrentarme con grandes egos artísticos en el mundo de la música y me parecía que era muy traicionero. Por eso, cuando decidí que quería dedicarme a escribir, que lo quería como opción de vida y como plan a largo plazo diseñé toda una estrategia. Busqué mi propio enfoque literario, centrado en el estudio y la investigación, y en crear una voz propia. También contemplé qué hacer si nadie apostaba por mí y las tareas alternativas a las que podría dedicarme si no conseguía vivir del sueño de escribir, que era lo más probable: traducción, docencia, investigación.
– ¿Los premios también se planean?
– Bueno, a mí lo que me explicaron era que me permitían visibilidad, que era algo por lo que en aquellos momentos, y más ahora, estamos luchando los escritores. Me permitían cierto respiro económico. Y me permitían posicionamiento dentro de la industria literaria. Pero a mí me parecía imposible aspirar a un Planeta. A un Nadal, quizá. Entre mi agente y yo hicimos una quiniela y decidimos que me presentaba a varios premios, algunos los gané y otros no. Y cuando recibí el Planeta fue más que una alegría, porque fue, sobre todo, un respiro ya que me demostraba que yo podía dedicarme a lo que quisiera. Era un enfoque bastante frío. Frío una vez que lo había ganado, claro, porque previamente pensaba que estaba fuera de mi alcance.
– ¿Y éste último premio, cómo lo ha recibido?
– Este ha sido algo diferente porque con esta novela llevaba trabajando muchos años. Había pillado por medio la crisis y también una depresión. Había sido un camino muy largo que terminaba bien. O, al menos, suponía el inicio de una temporada buena. Por eso lo he recibido de una manera más emocional que los otros. Pero siempre tengo muy claro que son premios a lo que yo escribo, a lo que yo hago, no a mí.
– Dice que esta novela le ha llevado mucho trabajo y recuerdo que en una ocasión explicó que escribir novela histórica es más difícil que escribir ficción, porque hay que documentarse.
– Eso lo dije con 23 o 24 años, cuando me preguntaron que por qué, creando atmósferas como las creaba, no me centraba en la novela histórica. Entonces yo dije, medio en broma medio en serio, luego aprendí que nunca hay que hablar medio en broma medio en serio porque queda ahí para siempre y muchas veces no se entiende, que me a mí me puede la vagancia. Hay que tener en cuenta que estas primeras novelas yo las escribí cuando aún estaba en la universidad, no a tiempo completo, pero mi intención siempre fue escribir novela histórica, desde luego.
– ¿Cuánto ha durado el proceso de creación de Llamadme Alejandra?
– Esta novela ha llevado mucho tiempo pero no tiene que ver tanto con la documentación, que también, sino con la paciencia. Porque el misterio estaba en otra cosa. Estaba en que yo había empezado con 30 años a abordar la vida de una mujer que era mayor que yo y muchos de sus procesos vitales, entre ellos, por ejemplo, la maternidad, no los he podido entender realmente hasta ahora, que tengo una edad y una experiencia vital mayor. La documentación ha tenido mucho que ver con el trabajo de personaje más que con el trabajo de atmósfera o histórico. Y además tienes que tener en cuenta que nosotros sabemos cómo acaba todo. Por eso yo quise comenzar la novela con su final, que todos conocemos, para quitarme de en medio parte de la tensión y contar desde el principio con la complicidad del lector; ahora tú y yo sabemos más que Alejandra.
– Habla de aproximación psicológica al personaje, que no era especialmente simpática, ¿cómo lo ha conseguido?
– Era una persona de una timidez altanera y unos rasgos oscuros que entiendo que fuera detestada. Hay momentos en que es irritante, rígida, orgullosa. Se equivoca de una manera rotunda y persevera en sus errores, es inflexible. Hay una parte que me hubiera gustado tratar más y es la relación con las hijas, sobre todo con Olga, la mayor. La relación de competitividad, de amor, de protección que mantuvo con ellas que, sin duda, la adoraban, y lo que significaba para ellas tener una madre enferma. La verdad es que desde el principio me interesó más conocerla que juzgarla. Pero sí, en ocasiones, me ha resultado insoportable.
– Es curioso porque su voz resulta muy amable y sólo en el informe del final, cuando es otro el que habla de ella, se dice que es altanera.
– En sus diarios y en las cartas que escribía a su marido, que era la persona que más quiso, ves esa voz muy exaltada, más de lo que yo la plasmo en la novela. Ahora mismo escribiría con muchos emoticones y corazoncitos por todas partes; sería, en ese sentido, muy exagerada. Tengo una imagen de ella que se me quedó grabada, contada por una de sus hijas en una carta a su padre, en la que le escribía: “mamá se ha puesto a cuatro patas y está imitando el ladrido del perro”. Todo lo que tenía de rígida se desbarataba con esta escena. Me interesó el contraste entre cómo nos perciben los demás y cómo somos en realidad. Ese contraste que ahora vivimos constantemente en las redes sociales.
– Precisamente, ¿cómo consigue tener tanta presencia en redes y a la vez preservar su privacidad?
– Yo puedo medir cuántos seguidores tengo y saber qué repercusión voy a tener en determinado momento, sobre todo en Instagram, que es en la que más me manejo. Instagram da cuenta de un estilo de mi vida pero no de mi vida como tal. Muestro únicamente los aspectos que pueden resultar más interesantes, aunque a veces me equivoco. Me permite usar el humor, y mucha gente me ha dicho que pensaba que era más seria, más formalita. Y puedo mostrar facetas que me apasionan como la moda, los viajes, o mis gatitos. Tengo muy claro que Instagram es una herramienta de trabajo que me permite acercarme al lector hasta el punto que yo decido. Yo, por ejemplo, nunca enseño mis relaciones personales que no estén ligadas al trabajo. Pero no tengo problema en mostrar mi casa ni en aparecer posando, porque eso, a mí me permite jugar, disfrazarme.
– Y también vincularse con marcas de moda.
– Sí, también. Yo trabajo con editoriales, con universidades, con entidades publicas y privadas, y con marcas. A veces escribo para ellos y a veces soy imagen de ellos. Desde un principio me planteé cómo quería que fuera esa colaboración y en un momento determinado me pareció que me facilitaba salir de un entorno que tendía a ser muy asfixiante, me proporcionaba una independencia económica que me permitía no ser esclava de determinadas publicaciones y me abría un camino que no sabía cómo otros escritores podrían aprovechar. Entonces me parecía muy interesante entrar en un terreno en el que los contadores de historias podemos participar, que es la publicidad. Aunque corría un riesgo, porque la publicidad en España tiene una connotación negativa. Es curioso que el hecho de escribir está muy bien considerado siempre que no hay dinero por medio, el dinero sigue siendo un tabú. Y yo no vengo de una familia de posibles, me mantengo por mi trabajo; hacia dónde quiero que se dirija ese trabajo es decisión mía.
– ¿Estar en tantos ámbitos le proporciona más material que el que pueda tener el escritor que trabaja encerrado en su casa?
– No lo sé. Pero sí sé que yo, una vez que he recibido toda esa información que me viene de fuera, necesito filtrar y decantarme por lo que es importante para mí, y a partir de ahí transformarlo y convertirlo en una historia propia. Si no hay un proceso creativo, entonces simplemente es reproductivo. La parte de introspección es necesaria. No sé en los colegas que se han decidido por una vida distinta cuánto hay de miedo.
– ¿Miedo a exponerse?
– Salir fuera, de una habitación, de un país, siempre da miedo. Para mí la idea de estar encerrada no me resulta ni creativamente estimulante ni vitalmente soportable. Y como lo que he intentado hacer desde que tengo conciencia es conocerme lo mejor posible, hay cosas que ya tengo claras, y sé que ese tipo de vida a mí no me haría feliz, y para mí la felicidad no es cosa fácil.
– Alejandra ha sido un proyecto largo, abandonado y retomado en varias ocasiones, ¿cómo ha lidiado con esa adversidad?
– Iban sucediéndose una serie de obstáculos con la novela, diversos intentos de cambio de voz y género literario, y aproveché para volverlo a mi favor, como hago a menudo. Yo, siendo como soy una idealista convencida, he tenido que desarrollar una faceta muy práctica de vida porque si no, estaría debajo de un puente alcoholizada y con mis tres gatas. Ha sido esa parte racional que tengo la que me ha ido salvando y enseñando que del dolor se puede sacar una enseñanza positiva. ¿Que he tenido que postergar la novela? Pues esto añade una experiencia vital que no había tenido. Busco que todo juegue a favor, porque si no, es muy deprimente.
– ¿Echando la vista atrás con una carrera tan prolífica como la suya habría hecho algo de manera diferente?
– Muchas cosas. Yo no soy de los que dicen: “si naciera otra vez volvería a hacerlo igual”. No, yo no. Me he equivocado mucho. He juzgado mal a muchas personas. He sido demasiado confiada con mis propias fuerzas. Me he volcado demasiado en mi trabajo desatendiendo otras facetas de mi vida, y a mi propio cuerpo y mi propia cabeza, que me decía que parara. He sido muy ambiciosa y lo sigo siendo, pero lo he sido sin medir las consecuencias. Así como profesionalmente estoy bastante orgullosa de lo que he ido consiguiendo, si hubiera enfocado mejor mi energía; es decir, hubiera sido una adulta cuando era una jovencita; y eso no puede ser.
– ¿Cuál cree que ha sido su mayor fortaleza para llegar hasta donde ha llegado?
– La constancia, sin duda, y la confianza en mí misma. Esa confianza puede venir de mis padres, que siempre me dijeron que si trabajaba podría hacer lo que quisiera, que mi problema era que era vaga. Sí. Y lo soy. Pero intento no serlo. Mis padres me tienen calada. Cuando le presentaba las notas a mi padre, muy buenas en general, un par de notables lo más bajo, siempre me decía: “¿estás satisfecha con esas notas?”. Y yo mentía, y le decía: “sí”. Pero en el fondo sentía una culpa tremenda, claro. Hasta llegar a la universidad me he podido permitir prácticamente no estudiar. Mi padre me decía: “tu problema es que eres vaga, si quisieras podrías con esto, con la música y con todo lo demás, y todo con matrículas. Tú sabrás lo que haces, mi vida está resuelta”. Y tenía toda la razón. Mi problema no era de capacidad, era que yo me dispersaba, me perdía en fantasías, quería hacer otro tipo de cosas, pero la capacidad de trabajo la tenía. Por eso siempre creí que si estaba en mi mano, lo podría conseguir. Y esa actitud es la que a veces ha hecho que alguna gente pensara que era una persona arrogante.
– Dice que la ven como arrogante, y usted ¿cómo se ve?
– Yo creo que soy una persona muy curiosa, inquieta, nerviosa, inconstante, como quieras llamarlo. Por eso trabajo en varias cosas a la vez y cambio de una a otra. Tengo una veta depresiva importante contra la que tengo que luchar, y que a veces se me escapa, se me nota en algunas fotos, en alguna mirada, en lo que escribo. Tengo un gran compromiso con lo que hago; me encantaría decir que soy obstinada, pero lo mío es tozudez, soy terca. Soy de una sensibilidad bastante marcada, a veces para mal, a veces para bien. Y siempre estoy en un intento de dar un paso más allá, porque no creo que las personalidades sean estáticas.
– ¿Con una carrera tan planeada ha habido lugar a la improvisación en algún momento?
– No soy una persona a la que le guste improvisar en nada, ni en las novelas ni en la vida. Me he marcado objetivos, he ido a por ellos y casi siempre se han cumplido. Y ahora, que creo que también se puede vivir de otra manera, me siento un poco perdida. Porque el dejarse llevar o confiar más en el azar y la improvisación supone también un esfuerzo. Sobre todo porque con los años te haces rígida, te haces desconfiada, necesitas una especie de orden y control. Haber pasado los 40 me ha enseñado que esto es tan serio que nada va en serio y que puedes equivocarte; puedo vivir sin planear las cosas y si veo que no me va bien puedo volver a cambiar, no tengo por qué ser todo el rato la misma, ni hacer todo el tiempo lo mismo. Cuando aprendes a bajar las expectativas y la autoexigencia puedes divertirte un poco, por ejemplo, haciendo cosas que antes no te permitías. Mi carácter no va mucho por ahí, no me siento muy cómoda, pero lo pruebo porque las personas tan controladoras como yo somos en realidad impulsivas, y la impulsividad no es particularmente buena. Encontrar ese punto de equilibrio entre no ser autodestructiva y dejarse llevar me resulta complicado.
– ¿Cómo se vive con tanto autocontrol?
– Cuando tienes un carácter depresivo siempre hay una parte de ti que hay que mantener en guardia, de ahí el autocontrol. Para personas como yo es muy difícil dejarse ir porque ¿y si te vas a otro lado? Es algo que a mí me ha pasado, no es algo terrorífico, que me asuste cada mañana, pero esta ahí de fondo, una especie de recuerdo de que yo tengo que tener un poquito más de cuidado que otra gente. Yo estuve bastante mal, con una depresión medicada durante medio año, y tanta ansiedad que al principio enmascaró la depresión. Fue un diagnóstico complicado, porque los antidepresivos lo que hacían era aumentar esa ansiedad. Y decidí que tenía que cambiar de vida. Eso fue hace cinco años y llevo tres bien.
– ¿Y cómo ha sido ese cambio?
– Ahora me siento físicamente mejor, incluso me he quitado diez años de encima. Hay fotos mías de hace cinco años en las que parezco diez años mayor de cómo estoy ahora. Por suerte di con una terapia muy buena y me lo tomé muy en serio con la idea del cambio, de redibujar mis objetivos y mi vida, y saber quién era yo, que me había perdido. Me había olvidado de que tenía que haber ocio, reflexión, algo que no fuera todo trabajo. Pero era un momento complicado, con la crisis, y Hacienda que andaba por ahí desmontando proyectos vitales muy importantes. El dinero no es importante, lo importante es aquello en lo que has depositado tu confianza. Y, de pronto, la estructura en la que habíamos confiado se volatilizó. Cuando vi que todo aquello que había construido ya no iba a existir me rompí. Hay gente que le pasa con su matrimonio. A mí pasó con mi trabajo. En ese momento fue cuando se produjo ese crack. No se lo deseo a nadie. Pero creo que ha sido para bien.
– Tenía que ver entonces con la autoexigencia que se había impuesto.
– Ahora creo que sí, pero entonces no sabía lo que era. Así era yo. A mí me parecía lo normal, qué menos. Y, por otro lado, como yo siempre he tenido la suerte de que mi trabajo y mi vida me encantan, creía que todo estaba justificado. Pero realmente me estaba haciendo daño. No es un tema de querer ser la más, ni tener más premios, ni ganar más dinero. Es otra cosa. Es un motor interno que te destruye. Tiene que ver con no estar nunca satisfecha con lo que haces y un autocuestionamiento constante y una autocrítica feroz y un dolor interno que es un agujero que te horada por dentro y te deja vacía; eso es la depresión.
– ¿Tiene pensado escribir sobre la depresión igual que escribió sobre la bulimia?
– Posiblemente sí, porque para mí es una experiencia determinante. No creo que sea un libro como el de trastornos de la alimentación, que era muy didáctico y tenía mucho que ver con visibilizar. No creo que lleve esa línea. Aunque me costó entender que haya gente que se haya sentido estigmatizada por haber pasado una depresión; a mí no me ha pasado. Pero sí me ha marcado. Incluso me dije: “cuidado, la gente ahora me va a mirar raro”. Pero no me importa. En cambio, con la bulimia, cuando era jovencita, sí sentía mucha vergüenza.
– Dice “cuidado con cómo me miran”, ¿hasta qué punto le importa y cómo le ha condicionado lo que piensen los demás?, ¿y las críticas?
– Las críticas literarias no me suponen problema ninguno, yo creo que desde el principio. Cuando era más jovencita algunas críticas personales no las entendía, me rompía mucho la cabeza y no podía comprender cómo alguien se podía fijar, no sé, en una frase sacada de contexto. Y ahora cada vez me afectan menos. Nunca pensé que diría esto porque siempre he tenido muy presente cómo me ven. Incluso a veces yo misma me digo: “si es lógico que piensen eso de mí, o digan eso de mí, si desde su punto de vista yo soy eso, represento eso, ven eso”. El problema de la mirada del otro es que no te ven a ti, tú sólo eres una excusa, lo que están viendo es una ventana para proyectar una serie de emociones; si esas emociones son positivas es halagador pero si son negativas te pueden destruir. Yo no me he metido nunca en ninguna polémica, no me gusta la atención negativa, hay gente que disfruta y se maneja muy bien contestando a esos comentarios o críticas, pero a mí no me ha gustado nunca.
– ¿Ni siquiera para defender sus propias opiniones?
– Hace algunos años posiblemente no me hubiera atrevido a declarar tan abiertamente como ahora que hay determinadas cuestiones sobre las que no me interesa opinar. Antes me parecía que un escritor debía necesariamente pronunciarse sobre todo. Ahora creo que no hay más obligación que la de contar las historias que de verdad te interesen y esperar que a alguien más le puedan interesar.
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