Mirándole con detenimiento te das cuenta de que vive en los años de la pólvora. Israel Elejalde habita un incendio continuo. Tras más de dos décadas de carrera se sumerge estos días en los Teatros del Canal con Los mariachis, la nueva obra dirigida por Pablo Remón tras El tratamiento, su último e indiscutible éxito. Ha compaginado los ensayos de este trabajo con la gira de Tebas Land, función que representó este pasado otoño en Madrid.
Elejalde no descansa. En 2017 protagonizó Refugio, actuó en las reposiciones de Misántropo, Hamlet y La clausura del amor, y en las obras Ensayo y Tebas Land; además estrenó Traición, una serie para televisión.
Es fácil abismarse por completo en su buen hacer. Ha sido parte del reparto de obras como Veraneantes, La función por hacer, Misántropo, y un inolvidable Hamlet para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que le valió una nominación al premio Valle-Inclán. Hace un año representaba Refugio, de Miguel del Arco, en el Centro Dramático Nacional.
Elejalde ha trabajado entre otros con Álex Rigola, Ernesto Caballero, Gerardo Vera, Helena Pimenta, Eduardo Vasco y José Luis Gómez, con quien se formó en la Escuela del Teatro de La Abadía. Recibió el Premio Ojo Crítico de RNE en 2004 y ha participado en numerosas series de televisión como Águila Roja; Carlos, Rey Emperador; El comisario; La princesa Paca; Bajo sospecha, o Amar en tiempos revueltos. En cine, Israel Elejalde formó parte del reparto de El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez; Amarás sobre todas las cosas, de Chema de la Peña, y, sobre todo, Magical Girl, de Carlos Vermut, papel que le valió una nominación al premio de la Academia de cine español.
La vida pesa para un actor de método como él. Elejalde guarda cada experiencia vivida en un cajón. Y allí esperará al personaje idóneo para rescatar ese recuerdo, la memoria que sucede a la experiencia. Vida y teatro se unen sobre las tablas para este actor que ignora el decorado fútil que rodea a la profesión y ahonda en la esencia de su oficio con rigor.
Hamlet decía que «los actores son crónica y testimonio de los tiempos». ¿Qué es el teatro para Elejalde? Extraer la vida y sus infortunios de las ignoradas regiones en las que residen. Encender el fuego y habitar esa pólvora. Avivar las cenizas y caldear los ánimos. Es Elejalde una mezcla viva, en ebullición, de moderación, tempestad, pudor y torbellino. Parece recogido en el asiento al hablar pero se expande su amalgama de palabras en un discurso poderoso, lúcido y pausado.
Israel Elejalde recibe a Zenda en su teatro, el renovado Pavón Teatro Kamikaze, un espacio lleno de actividad, por donde fluye sin cesar esa pólvora. Acaba de terminar el Festival de Otoño en Primavera y el teatro continúa teniendo una atmósfera especial. Hablamos de la vocación teatral, de la expiación del dolor, de política, del niño que se crió en la sede de un partido político y de las contradicciones que nos poseen.
Comenzamos.
Cuando tenía cuatro o cinco años, ¿qué quería ser de mayor?
¿Yo?, ¿cuando tenía cuatro o cinco años? No lo tenía muy claro. Sé que me gustaban las cosas artísticas, pero no tengo un recuerdo exacto. Sí que recuerdo cómo con diez u once años quería ser político.
Mi padre era sindicalista y militante del Partido Comunista y yo crecí mucho en la sede central del Partido Comunista, me llevaba mi padre cuando iba y había algo de eso que me atraía.
Pero también me atraía lo artístico, sin saber exactamente el qué. Con doce años ya empecé a hacer cosas de teatro, pero lo veía difícil, y con dieciocho me puse a estudiar ciencias políticas: ahí es donde se cruzó otra vez el teatro y fue cuando decidí ser actor.
¿Qué papel tiene hoy día el teatro en la sociedad?
Es una pregunta que se repite mucho. Me imagino que tiene el mismo que ha tenido siempre. Lo que pasa es que ahora se ha convertido, quizá, en una manifestación artística más minoritaria, y eso tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
Siempre digo que yo no sé muy bien para qué sirve el teatro, como tampoco sé muy bien para qué sirve estar en una playa viendo cómo se pone el sol, ¿no?, con una cerveza. Como tampoco sirve, supuestamente, para nada que haya parques. Sirven para ser feliz, para poder vivir, para poder encontrarnos… para, de alguna manera, seguir pensando que, a pesar de los sufrimientos y de las incertidumbres, hay algún sitio donde nos encontramos. A veces pienso que los teatros son como pequeños parques intelectuales que hay en la ciudad.
Decía Hamlet que «el propósito de actuar siempre ha sido y será servir de espejo a la naturaleza». ¿Debe el teatro remover conciencias?
Bueno, debe plantear cuestiones. No sé tanto si es capaz el teatro de remover conciencias; desde luego el teatro no tiene una utilidad de movimiento social. Los movimientos sociales van por otra parte.
Creo que el teatro es un acto de reflexión. Estoy de acuerdo con Hamlet, es un lugar donde poder mirarnos y donde poder sentirnos menos solos. Es un acto, además, creativo que se hace en común, que lo diferencia de otros actos creativos más individualistas. La unión entre un actor, que está vivo delante de ti, y un espectador, que también lo está, rodeado de otros espectadores lo convierte en un acto que tiene que ver con lo social, con la comunidad. Creo que eso es fundamental, es importante. Es una manera de sentir que uno no está solo.
¿De qué manera se puede proteger o incentivar el interés por el teatro, por las artes escénicas?
Ese es uno de los grandes problemas de este país, donde, por ejemplo, creo que la cultura y la educación están demasiado separadas. Y creo que es importante que el modelo educativo incentive la importancia de la cultura para la creación de las identidades y de la conciencia. Y habría que hacerlo desde muy pequeños.
Evidentemente, hay programas que desarrollan este tipo de cosas en este país, pero nunca se han desarrollado de una manera que… De todas formas porque España es un país que siempre ha mirado con cierto recelo a lo cultural y eso es algo que nos acompaña desde tiempo inmemorial.
¿Cree usted que uno nace espectador de teatro o debe educarse para convertirse en tal?
Creo que uno tiene que educarse, seguro. De hecho, antes me has preguntado qué quería ser con cinco años; yo no quería ser actor, no sé, no lo tenía muy claro, es decir, me he hecho actor con el tiempo. Me he educado para apreciar el teatro y eso me ha llevado incluso a ser actor. Pero la primera vez que yo vi una obra de teatro tenía trece años; era un Eduardo II, de Marlowe, y me reí porque entraba Antonio Banderas desnudo gritando. Evidentemente mi profesor me dio un cachete, me dijo “cállate”, y decidí callarme. Y a partir de ahí quedé impactado, con lo cual algo de educación sí que hay (risas).
¿Qué obra, director o adaptación teatral hizo que saltara la chispa? ¿Qué texto le hizo querer dedicarse a esta profesión?
La primera vez que vi teatro fue ese Eduardo II y después ya fue una sucesión de cosas. Recuerdo que para mí fueron muy importantes varios montajes de José Carlos Plaza con José Pedro Carrión. Recuerdo especialmente un Mercader de Venecia que vi seis veces, creo que tenía diecisiete o dieciocho años. Y había un par de escenas de José Pedro que casi me sabía de memoria y que fueron las que me llevaron a sentir la llama con más fuerza y a meterme en el Laboratorio de William Layton, que era donde daba clase José Pedro.
Miguel del Arco respondió a la pregunta anterior citando a Eduardo II de Inglaterra dirigida por Lluís Pasqual en el Teatro María Guerrero. En alguna ocasión también usted ha mencionado este montaje; ¿qué tiene de especial?
En mi caso tiene de especial, aparte de que creo que es una gran pieza, que ese montaje de Pasqual –yo era muy joven, no puedo valorarlo realmente– pero he sabido, después, con el tiempo –al fin y al cabo el teatro siempre es recuerdo y uno conoce las historias del teatro a través de lo que cuentan; el teatro siempre es narración de alguna forma, porque se va–, sé que ese Eduardo II fue un gran montaje. A mí me impactó porque tenía trece años, pero evidentemente tenía que tener algo porque después he oído hablar muy bien de aquel montaje y de aquellos actores.
Era un plantel de actores muy impresionante: Mercedes Sampietro, Alfredo Alcón (al que nunca olvidaré), Antonio Banderas (creo que era su primer protagonista, tuvo que sustituir a Juan Gea, que se había roto una pierna). Había algo impactante. A mí me impactó mucho que era un escenario circular, y los actores se movían por medio del patio de butacas, estaban a medio metro de ti diciendo cosas extrañísimas y emocionados. Era una cosa bastante mágica.
¿Es mejor vivir la vida o interpretarla?
Interpretar es una forma de vivir la vida, también. Un buen actor tiene que vivir dentro del escenario. Es mejor vivir la vida y después vivirla en el escenario. A veces los actores el problema que tenemos es que se nos hace más fácil vivirla en el escenario que fuera.
¿Actuar es decidir?
Entre otras cosas, sí. Actuar es decidir, entre otras cosas, como vivir es decidir. Uno tiene que decidir qué forma de vida tener, más allá de lo que le salga. Pero sí, actuar es decidir, actuar es hacer, actuar es jugar, y tienes que tomar decisiones, sí.
¿Cree que el teatro representado puede conseguir que la gente lea teatro?
Son dos cosas bastante diferentes. Creo que una función que te apasiona y te toca muy fuerte te puede llevar a leer esa obra en concreto. No a que seas un lector de teatro habitual, pero sí a la necesidad de recuperar esas palabras que te han tocado y que quieres volver, de alguna manera, a aprehender. De hecho, pasa. Pasa, por ejemplo, con Pascal Rambert. Se dijeron muchas cosas en La clausura del amor y Ensayo, a una velocidad de vértigo, y muchos espectadores tienen después la necesidad de comprar el texto para poder recordar. Porque al final el teatro es siempre recuerdo, es pasado constantemente y uno, por lo menos, tiene el texto para intentar recuperar ese pasado de alguna forma. Sería como las fotos de familia.
¿Suele volver con el tiempo a los textos que ya ha representado?
No. No suelo hacerlo. Al final, vuelvo a algunos con el tiempo porque sigo representando obras que hace cinco o seis años empecé a hacer (risas). Pero no suelo volver a ellas. Por ejemplo, a Hamlet sí volveré, evidentemente, pero porque Hamlet pertenece a otro sitio. Pero otro tipo de obras… en general no vuelvo a ellas.
Ha sido nominado al Premio Goya (por su interpretación en Magical Girl), al Max de teatro (por Veraneantes), estamos a pocos días de que se falle el Valle-Inclán (está nominado –por tercera vez– por su trabajo en Ensayo, de Pascal Rambert)… ¿Qué supone un premio en su trayectoria?
Nada.
Tanto en el cine como en el teatro o en la televisión, ¿qué factores influyen para que se decante por un papel u otro?
Varios. Hay dos cosas diferentes. En televisión es difícil que puedas elegir cosas, así que en televisión tiene más que ver con que yo pueda compatibilizarlo con el teatro. Esto es fundamental. En cine también, la verdad. Más allá de que el proyecto me pueda gustar. No soy tan exigente ahí porque tampoco tengo muchas ofertas.
Con el teatro, para mí es fundamental, y cada vez más evidente, que me remueva, que eso me apele directamente, que me toque, que me toque personalmente, que sienta que tengo algo que contar y que tengo ahí un enigma que descifrar yo mismo. Para mí también es muy importante el director y mis compañeros, porque la mitad de lo que tú hagas en un escenario te lo va a otorgar el que tienes enfrente. De hecho, siempre digo, y lo creo además, que Hamlet existe en la mirada de los demás personajes. Si no tienes un buen reparto que consiga darte esa trascendencia que tiene el personaje, probablemente harás un personaje que está bien pero no aprobarás.
Uno de los momentos más significativos en su trayectoria es la creación de Kamikaze Producciones y aquellas primeras obras: Veraneantes, La función por hacer… ¿Qué tenían de diferente aquellos montajes?
La función por hacer creo que sí que tuvo una cosa muy diferente; de hecho, de alguna manera, comenzó todo un movimiento que tiene que ver con las salas pequeñitas. Nosotros nos rebelamos en aquel momento contra lo que era la idiosincrasia de los niveles de producción. Y ante la falta de aceptación de nuestro proyecto en las salas convencionales, pues decidimos actuar en un garaje. (Risas).
Eso nos llevó a actuar a las once y media de la noche en una sala. Lo petamos, y también cambiamos el modelo de relación con el público. Era una función donde el público no estaba cerca…, ¡es que estaba dentro, con nosotros! Eso evidentemente ya se había hecho otras veces, no lo inventamos nosotros. Pero sí que es verdad que en ese momento concreto provocó una pequeña revolución.
Y a partir de ahí, comenzaron a salir un montón de pequeñas salas y a salir este movimiento de decir: “Bueno, si no me llaman ya me muevo yo”. Esto creo que fue lo diferente, ¿no? Seis actores que trabajaban habitualmente en otros teatros, y que tenían otras ofertas, pero que decidieron juntarse, junto con Miguel y Aitor, para lanzarse a una aventura. Esto en ese momento fue una pequeña revolución.
Y Veraneantes siguió un poco esa misma línea, en otro modelo, pues ya estábamos en La Abadía. Pero había una energía muy poderosa que era fundamental también, y que creo que el público captaba la energía que a veces ves en las escuelas de teatro. Hay una energía apabullante, maravillosa. Es una energía que, a veces, la profesión te quita, y es una pena, y proyectos como este te la devuelven.
¿Qué significado tiene La función por hacer para alguien que ama el teatro?
Bueno, no lo sé (risas). Para mí La función por hacer es un momento de cambio en mi vida como actor y como ser humano. Ya conocía a Miguel de hacía muchos años y había trabajado con ellos (el reparto), y eran amigos. Pero supone cambiar la forma de trabajar, supone empezar a arriesgar en otro tipo de modelo, dejar de ser simplemente solo actor. Y, además, enfrentarme con cinco compañeros que me enseñaron muchas cosas y a los que estaba muy unido también personalmente. Todos allí aprendimos mucho.
Pero, en este caso, hablando del nivel de interpretación, para mí fue fundamental enfrentarme a mis cinco compañeros para cambiar también mi forma de actuar. En esto evidentemente Miguel del Arco es alguien fundamental. Él es la persona que me ha guiado para encontrar una identidad actoral.
Hace unos años recibe una llamada para interpretar un personaje paradigmático de la escena universal, Hamlet. ¿Cómo recibió esa noticia? ¿Cuál fue el mayor reto al que se enfrentó en esta adaptación de Shakespeare?
La noticia la recibí pocos meses después de la muerte de mi madre. Mi padre también había muerto cuatro meses antes, así que… Miguel del Arco no sabía si hacer El mercader de Venecia o Hamlet. Estaba ahí en duda. Cuando me dijo que quería hacer Hamlet, yo le pregunté: “¿Y quién es Hamlet?”. Me dijo: “Pues tú”. Respondí:”Vale, pues creo que no te equivocas”. Siempre he sentido una comunión muy fuerte con ese personaje, pero justamente en ese momento de mi vida sentía que Miguel y la profesión me hacían un regalo. Me parecía que era una manera, de algún modo, de expiar mi dolor, las pequeñas heridas que tenía con las relaciones paterno-filiales. Y ese fue también el mayor reto.
Hamlet es un personaje inmenso, ha sido interpretado por los mejores actores a lo largo de toda la historia, con lo cual siempre estás persiguiendo un fantasma. Me puso al límite técnicamente, que eso ya lo sabía, pero también en lo personal. Fue duro interpretarlo, a la vez que muy placentero. Esos retos son los que al fin y al cabo busca todo actor y los que te hacen crecer.
¿Podría contar cómo preparó este personaje?
Es raro porque he cambiado de forma de trabajar tantas veces que ya no sé ni cómo trabajo, sinceramente. Cada vez soy más ecléctico. Cada vez intento trabajar menos con una preparación racional e intento dejarme arrastrar por las incertidumbres que vienen y cambiar de modelo de trabajo. Es verdad que, si tengo que decir algo, mi trabajo principal, desde el principio, fue apelarme a mí directamente y convertir aquello en algo muy personal.
Creo que no me equivoqué, porque el teatro no tiene nada que ver con algo terapéutico, aunque hay algo terapéutico en ello, pero es que creo que es lo que hace Hamlet también. En Hamlet hay una conciencia de que se está enfrentando a una serie de cosas, y hay una conciencia también de que está representando. También Hamlet está para exorcizar esos fantasmas, ¿no? Y eso es un poco lo que hice yo en eso.
De hecho, haciendo teatro clásico –que he hecho mucho durante mi vida y ha sido por lo que yo he empezado– creo que es la primera vez que dejé todo el trabajo técnico para el final. Me importaba más, en este momento, dejar que las cosas me apelaran, que las cosas me tocaran, que tuviera que hacer un esfuerzo brutal para contener esas emociones para después hablar. Y después ya preocuparme de cómo se dice el verso, si se me entiende o no se me entiende y todo ese tipo de cosas (risas).
En la actualidad compagina la actuación con la dirección (ha dirigido Sótano, La voz humana e Idiota). ¿Dónde se encuentra más cómodo?
Actuando, evidentemente; me encuentro más cómodo actuando. Yo soy actor. Lo que pasa es que, bueno, siempre… He estudiado dirección, siempre ha estado eso ahí. Y dirigiré puntualmente determinadas cosas. Me gusta muchísimo trabajar con los actores, eso sí. Me encuentro muy cómodo en lo que es el proceso de ensayo con los actores. Después, en la otra parte ya, la que tiene que ver con todo el aparataje de lo que es la dirección escénica, me encuentro menos cómodo y, sobre todo, sufro muchísimo a partir del día en que no tengo que hacer nada y la responsabilidad es ya de mis compañeros. Ahí sufro, sufro y disfruto también, pero ahí sufro más. La actuación es un ejercicio que te exige mucho pero te lo devuelve todo. La dirección… te lo quita todo (risas).
¿Quiénes son sus referentes en dirección teatral?
Miguel del Arco, evidentemente. Álex Rigola, al que admiro muchísimo también. Podría decir muchos más, pero voy a decir estos dos solamente.
Idiota, que usted dirigió, abrió la primera temporada del Pavón Teatro Kamikaze. ¿Cómo recuerda aquellos momentos, aquel primer montaje?
Como un torbellino de emociones, muchas buenas y algunas encontradas. Para mí fue una responsabilidad tremenda tener que abrir el Pavón, con esto también. Y a la vez una gran emoción, porque abríamos un proyecto tan ilusionante.
Fueron unos meses raros. Diría que fueron unos meses raros para mí. Ahora, visto con perspectiva, maravillosos. Pero en aquel momento lo sufrí un poco, he de decir.
¿Qué textos querría llevar a escena?
Hay varias cosas que tengo en la cabeza, tanto como actor como director. Como director me gustan mucho los textos sencillos, sin grandes complicaciones. Me gusta el relato clásico, me gustan los textos bien construidos. Esos son los que más me gustan.
Ahora voy a montar un texto que se llama La resistencia, de Lucía Carballal, que me apasiona. También me gusta mucho Jean-Luc Lagarce: Tan solo el fin del mundo es un texto que siempre tengo en la cabeza; y me gusta mucho Pinter, Retorno al hogar y Traición.
Esta aventura les ha valido el Premio Nacional de Teatro. ¿Qué desafíos tiene aún un teatro como este?
Este tiene el desafío más grande del mundo, que es ser sostenible. Esa es la gran, enorme dificultad. Eso para empezar. Y en ese desafío de ser sostenible están incluidos todos los desafíos de cualquier teatro, que tienen que ser, evidentemente, aportar, conseguir atrapar al público, crearse como un espacio importante para la ciudad, un espacio de diálogo donde se represente buen teatro y, a la vez, donde se permita ser un lugar de innovación y de acogimiento para las nuevas dramaturgias, por ejemplo; y ese es uno de los grandes retos que tenemos nosotros. Y por último, y esto algún día me gustaría encararlo, que hacemos mucha formación, pero me gustaría también que fuera un sitio donde se formase incluso gente más joven, para empezar una cantera aquí.
¿Qué encontró en el monólogo de Cocteau La voz humana para decidir montarlo con Ana Wagener?
Como casi todo lo que he producido y he hecho… fue mi vida. Intento hablar de lo que me pasa: me acababa de separar. La voz humana no tiene que ver con mis sentimientos, pero sí que había algo ahí de lo que era el dolor profundo del amor.
Un día paseando por aquí, por el Ambigú, vi la ventana y de pronto me vino La voz humana como un flash. Eso fue lo que me llevó al texto. Llamé a Ana Wagener inmediatamente y me dijo que sí, que lo hacía, y ahí me lancé. En general, a veces haces las cosas por cosas así (risas).
¿Cree que es necesaria la incomodidad para la creación artística?
No, no necesariamente, no necesariamente. Habría que definir incomodidad. Es necesario el riesgo y el riesgo puede crear incomodidad. Es necesario ponerse en peligro siempre, es necesario tener zozobra e incertidumbre… Pero todo eso se puede hacer con una sonrisa en la cara.
¿Hay algún personaje que sea su espinita clavada, al que tenga ganas?
Varios. Segismundo (La vida es sueño) creo que se me va a pasar, ese es uno de mis sueños, y se me va a pasar. He tenido bastante suerte y creo que he hecho casi todos los que soñaba con mucha fuerza: Hamlet, Jamie Tyrone (Largo viaje hacia la noche), don Alonso (El caballero de Olmedo), Federico (Castigo sin venganza), Alcestes (Misántropo)… No me puedo quejar de mi carrera. Después, personajes como Hamlet, o como Yago (Otelo), o como Shylock (El mercader de Venecia) o como Thomas Stockmann (Un enemigo del pueblo)… Para hacer todos estos todavía estoy en edad. Segismundo creo que ya estoy al borde de que no. (Risas)
¿Qué reto se le plantea con la obra que interpreta de Pablo Remón?
Como todo, es también meterse en un código nuevo, con un director al que admiro pero que no conozco y, además, con un lenguaje propio, que me parece muy interesante pero que tengo también que indagar.
Hay algo de Pablo donde hay una mezcla de géneros que me interesa mucho, y que es muy difícil de abordar porque tienes que estar siempre entre la tragedia y la comedia. Siendo eso verdad, te pone en una tesitura bastante complicada, pero es muy placentero, estoy muy contento.
¿Podría contarnos cómo es su personaje en Los mariachis?
Sí, es un político…
¿Otra vez?
Sí, tengo cara de político (risas) corrupto, otra vez. Es un político corrupto al que han cazado. Al que todo el mundo de su partido, y de fuera, le da la espalda y le están acusando de todo. Y dentro de esa crisis existencial que empieza a tener, sufre una especie de accidente y se le aparece San Pascual bailón, el santo de su pueblo, que le dice que tiene que hacer una peregrinación a su pueblo, volver y sacarle a hombros para que todo recobre el sentido. Y esto es lo que decide hacer este hombre.
Hace veinte años de su estreno con la Compañía Nacional de Teatro Clásico bajo la dirección de Pilar Miró. ¿Qué significó en su carrera El anzuelo de Fenisa?
Muchas cosas. Significó afianzarme en que debía seguir en esta profesión, porque cuando se sale de la escuela no se sabe muy bien… De hecho, mi padre tenía una empresa, que dejé, y fue una gran crisis familiar que la dejara. Pero en aquel momento me dije: “Me doy dos años y, si en dos años no estoy trabajando, ya veremos qué hacemos”.
Me puse a trabajar casi inmediatamente y además eso me permitió primero conocer a Miguel del Arco y, con los ahorros que saqué de eso, hacer mi primera producción, que fue además la primera dirección de Miguel. Así que muchas cosas pasaron tras aquel montaje.
En términos de teatro, ¿qué relación mantiene el actor con el espectador?
¿En términos de teatro? Es la relación fundamental. Es difícil explicar esto. Borges dice que el teatro es un sitio donde un hombre sale (creo que lo dijo Miguel el otro día), un hombre sale y finge ser otro y otros fingen creerlo. Y esa relación, esa unión constante, es lo que provoca eso que llaman el polvo del teatro, el veneno del teatro. Saber que te están mirando en presente provoca una zozobra en tu interior. Y sentir esa gente que está viva cerca de ti, que sufren, ríen a partir de lo que tú haces… es un acto de comunión que es muy cercano al amor.
¿Qué relación debería mantener el espectador con el actor o con el hecho escénico?
¡Madre mía! ¿Qué relación deberían tener? La relación que uno debe tener… Yo creo que el teatro obliga al espectador a tener fe. Hay gente que no puede soportar el teatro, o que no aguanta el teatro porque saben que es falso. Claro, ¡el teatro es falso! El teatro se basa en la gran falsedad. Es tan falso que es más verdad que la realidad (risas).
Finalmente es una enorme ilusión y el espectador tiene que tener ganas de que esa ilusión ocurra. Otra cosa es que no te guste y te parezca todo una basura. Pero tienes que entrar con esas ganas de que esas personas que están ahí consigan suspender tu incredulidad de alguna manera, para poder viajar. Por eso siempre se dice también que el teatro es un sitio que requiere de un cierto esfuerzo por parte del espectador. No es un acto pasivo. Es un acto donde el espectador tiene que poner de su parte. Y por eso también, como decía Peter Brook, cuando el teatro es aburrido es lo más aburrido. Es cierto. Pero cuando ocurre algo de verdad, es… ¡Es mágico!
Tú puedes ver una película veinte veces, una película que te ha tocado, y se la puedes enseñar a tus hijos. Pero cuando algo te ha pasado en el teatro y algo te ha tocado realmente, ya solamente lo podrás contar. Al final… es la vida. Se lo contarás a tus hijos, que un día alguien, un actor, hizo tal cosa y eso tiene que ver con las ilusiones y tiene que ver con el recuerdo y tiene que ver con la historia.
Ha interpretado a políticos en varias ocasiones (Veraneantes, Refugio, Los mariachis). ¿Haciendo suyos estos personajes puede entender los mecanismos que les gobiernan el ánimo, el ansia de poder, la corrupción, la laxitud jurídica o política?
Evidentemente que los entiendo. Los entiendo más que nada porque, desgraciadamente, ellos no han inventado nada. Está en Shakespeare, Macbeth… Ahí está, en Enrique III. El hombre es muy complicado, pero al final todos somos muy parecidos y claro que lo tienes que entender, y mi trabajo además es no juzgarlos e intentar representarlos. Después la obra ya les juzgará, el propio texto, la propia dinámica, el propio espectador. Pero yo tengo que hacerlos creíbles y tengo que darles carne a esas personas. Y, por ejemplo, me interesa mucho —en las dos veces que he hecho últimamente un político corrupto— no preocuparme por el juicio que ya sabemos todos: “Es un político corrupto, está mal”, sino por “¿qué pasa con esos tipos?”. Decía Pablo Remón, y yo estoy absolutamente de acuerdo, que él, del tema de Bárcenas, solamente se acuerda del niño, del hijo que tiene Bárcenas y que toca en un grupo de música, y entonces se lo imagina hablando con él todas las noches, a Bárcenas hablando con su hijo. A mí como actor eso es lo que me interesa, porque es lo complicado, eso es lo difícil. Ahí es donde está la contradicción, y creo que el teatro es un lugar donde tenemos que ver nuestras contradicciones. Si en el teatro el camino está claro, si te dicen lo que tienes que pensar, ¿para qué vas al teatro? Eso es dogma. Y el teatro y el dogma… Decía Fabre una frase que me encanta, que es: “La política y el teatro pueden coquetear, pero no pueden ser pareja porque sus hijos serán el fascismo y la propaganda”.
Leyendo sobre la puesta en marcha de En el aire de William Mastrosimone, ¿es necesario el fracaso?
Sí, creo que es absolutamente necesario el fracaso. Ahí está Beckett: “Fracasa, fracasa mejor, inténtalo, inténtalo de nuevo”. Es así, es necesario. De hecho, aprendes más cuando fracasas que en el éxito. El éxito tiene algo que te aturde, de falta de reflexión, de un no sabes muy bien por qué. El fracaso creo que te hace reflexionar, pensar, volver a situarte. Hay que volver a levantarse, eso sí, no hay que vivir en el fracaso. Pero hay que tener fracasos. Claro que los hay y, de hecho, a veces hay fracasos que son considerados éxitos por los otros. A mí me ha pasado, que me han dado un premio por cosas que me parecían una basura.
¿Qué poetas admira? ¿En qué escritores se reconoce?
No es que me reconozca. Me gustan mucho George Perec, David Foster Wallace, Emmanuel Carrère, Mijaíl Bulgákov, Dostoievski… Me encanta Pessoa, me encanta Paul Valéry, Rilke, Shakespeare, Ibsen… (risas).
¿Qué lecturas tiene sobre la mesilla?
Estoy leyendo el cuarto libro de Karl Ove Knausgård y tengo ahí guardado La broma infinita, de David Foster Wallace, que me mira y a la que miro con respeto, porque son mil páginas y trabajo mucho (risas), ¡me da miedo! Es como mi reto este verano, si puedo.
¿Se animaría a escribir?
He escrito. Escribo cosas. Pero no he publicado. Por ejemplo había muchas cosas mías en La voz humana. Hace poco hice una cosa de David Foster Wallace en Santander donde había cosas también mías. Tengo un par de cosas ahí metidas en el cajón.
¿Es la vida una gran ficción?
Sí. Nadie sabe lo que es la vida realmente: ¿qué es la vida?, ¿qué es la realidad? Eso que llaman la realidad, lo que dicen que es real, lo que es verdadero… Lo real solo existe cuando es representado realmente.
Es en la ficción donde encontramos la verdad, lo real, lo que es aprehensible realmente. Por eso a veces la gente, con todo este movimiento de posmodernismo, acude al teatro a intentar ver algo que esté cerradito, porque eso calma tus ansias de que las cosas tengan sentido. Cuando, de pronto, llegan todas estas corrientes teatrales que son tan fragmentadas como la realidad y provocan mucha desazón en el público. Pero, en verdad, eso es enfrentarse con la realidad. Es decir esto de: “¿Qué es lo que pasa? ¿Es bueno o es malo?”. Bueno, es que en la vida tú no sabes si alguien es bueno o es malo. En la vida tú no sabes siquiera lo que piensa la persona con la que llevas veinte años viviendo. Ahora hay una corriente que trata de retratar esas formas, esa incertidumbre. Me interesa mucho eso también, aunque también me gusta el relato normal, donde te dicen «hola», apertura, desarrollo y cierre.
¿Qué consejo le daría, si pudiera, al Israel de cuatro o cinco años?
Buf, paciencia. Que tuviera paciencia.
Concluye la conversación y Elejalde vuelve a centrarse en su trabajo de preparación para la obra de Remón. Quedan pocos días para la puesta de largo de este esperado montaje que produce La_Abducción y que pondrá en el escenario a cuatro pesos pesados de este oficio: Luis Bermejo, Francisco Reyes, Emilio Tomé y el propio Israel. Aunque las críticas sean benévolas, sobre la mesa se notan los nervios, el terremoto que todo intérprete debe llevar dentro. Con una sonrisa, añadiría Elejalde.
Sobre la mesa le aguardan proyectos de dirección, lecturas pendientes, tiempo para escribir y la continua indagación del actor. Observar la vida tal y como es, con las contradicciones que se muestran cuando sube el telón.
————————
Fotos: Imágenes proporcionadas por Teatro Kamikaze (© Vanessa Rábade) y La_Abducción.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: