En 2004 la Feria del Libro de Madrid invitó a Martin Amis y mantuve con él un encuentro que publiqué en forma de entrevista, recuperada ahora para Zenda.
Martin Amis (Swansea, Gran Bretaña, 1949), enfant terrible de las letras británicas, es un escritor respetado y leído tras haber publicado más de una docena de libros. Considerado uno de los grandes de las letras contemporáneas, Amis aborda cada obra como un desafío respecto a la anterior, tanto en el argumento como en la estructura. El resultado son novelas tan dispares como Dinero o Campos de Londres, con fondo de salvajes sátiras; el tratamiento anticonvencional de La flecha en el tiempo, que desafía la linealidad narrativa, pasando por el relato policial psicológico de Tren nocturno, o la incursión en la memoria personal con el primer volumen, Experiencia, y el segundo, Koba el Temible, una crónica política del siglo XX y una visión osada sobre el comunismo, o mejor, sobre la tolerancia de los intelectuales occidentales con la doctrina soviética.
En 2004 fue invitado a la Feria del Libro de Madrid y mantuve con él un largo encuentro cuyo resultado publiqué en la revista MAN. Diez años después, Amis regresó a las librerías en 2014 con Lionel Asbo: El estado de Inglaterra —un duro relato de la sociedad británica— y un año más tarde con La zona de interés —de nuevo el Holocausto con toques de comedia negra—. Todos sus libros han sido publicados por la editorial Anagrama. Desde entonces no he vuelto a ver un libro suyo entre las novedades editoriales.
España ha sido para Martin Amis su segundo país en Europa. Su madre se trasladó hace muchos años a Ronda, sus dos hermanos también eligieron nuestro país para vivir, e incluso los hijos de su primer matrimonio pasan muchos veranos aquí, con su abuela. “Ronda sigue siendo prodigiosa, se alza sobre una alta meseta dividida por una abismal garganta”, escribe en Experiencia. Amis siempre ha sido un buen observador de su entorno y ha escrito sobre personajes que han estado en lo más alto del ranking social y cultural, como Madonna, The Beatles, The Rolling Stones, Polanski, Karpov, Graham Greene (personajes que están en su libro Visitando a Mrs. Nabokov y otras excursiones), pero también ha dejado en sus libros el recuerdo de figuras españolas como la de Antonio Ordóñez, con estas palabras: “Ordóñez era increíblemente guapo y carismático. Los días de corrida tomaba las riendas de un coche de caballos y se paseaba en él con su glamurosa mujer y sus hijas (las dos jóvenes más glamurosas de la localidad)”.
Aquellas dos hermosas criaturas —en expresión de Truman Capote refiriéndose a Marilyn— eran Belén y Carmen Ordóñez.
En el primer encuentro, Martin Amis me estrechó la mano muy cordial. Habíamos quedado al atardecer en el lobby del hotel Wellington, donde se alojaba, “un hotel de toreros”, precisamente. Sonrió y noté que me miraba con disimulo de arriba abajo para comprobar, no sé si contrariado, que mi estatura era ostensiblemente superior a la suya. Yo estaba prevenido por la lectura de sus memorias, y me encorvé un poco para no sobresalir demasiado sobre su cabeza, cubierta de un cabello fino y rubio, algo encanecido y peinado hacia atrás con determinación. Vestía una americana beige, deportiva, sobre un polo turquesa, pantalones azul oscuro y zapatos marrones, y lucía un bonito bronceado que combinaba con el color de su pelo. Fumó durante todo el tiempo un tabaco de picadura con un ligero perfume dulzón. La facilidad para liarlos me recordó los episodios descritos en Experiencia sobre sus habituales estados de emporramiento juvenil.
Los días que estuvo en Madrid transcurrieron entre entrevistas y sesiones de fotos a las que se sometió estoicamente; una conferencia multitudinaria, conducida con gran habilidad por el escritor mexicano Juan Villoro, y un viaje de ida y vuelta a Ronda, para visitar a su madre. Antes de cenar, Amis y un servidor tomamos unos combinados imposibles a base de Campary con ginebra en el lobby del hotel, muy cerca del lugar en el que, por la tarde, habíamos admirado la esbelta figura de un torero —brillante de azul y oro— recortado contra el mármol de la pared, a punto de salir hacia Las Ventas.
La literatura de Amis está atravesada por la respiración del mundo en el que vive. Sus libros tocan siempre temas importantes, incluso en novelas policiacas, como Tren nocturno, en la que una mujer policía investiga el supuesto suicidio de una joven profesional que tiene todo en la vida: atractiva, con un trabajo de prestigio y una relación sentimental estable, un día decide irse de este mundo sin motivo aparente. El lector de esta novela es tragado inmediatamente por la voracidad narrativa de Amis, cuya capacidad de reflexión sobre el ser humano hace que el lector zozobre en un terreno pantanoso. Incluso en temas así, con fondo de indagación policial, Martin Amis nos golpea elegantemente con una voz comprometida, aunque, dice, “sin involucrarse en su defensa a ultranza, porque cuando se compra una ideología se ponen las semillas para la violencia”. Pero esta frase, rotunda como el mejor titular, no venía sola: “La ideología es una droga sintética que se toma para convertirse en un héroe”.
Amis vio cómo su padre sirvió a una ideología, y según él, ahí radicaban sus diferencias: “Si la ideología fuera una droga, sería como la heroína, y la religión, la metadona”, dijo. Siente el fracaso de las creencias y promulga “la no ideología”, pero sin apasionamiento, sin importarle que su interlocutor esté de acuerdo, como el que siente que su discurso es tan básico que nadie debería asombrarse. A pesar de eso, sus afirmaciones suelen ser motivo de polémica. Amis es elegante hasta en el diálogo político. Y es también lector de poesía, y amigo de poetas, —Robert Graves, Philip Larkin—, como lo fue su padre, Kingsley Amis. Bebe un sorbo de Campary y lía otro cigarrillo. Su mirada cambia al hablar de Milton y de otros poetas que ha leído, y se oscurece cuando dice hablar de un género en peligro de extinción. “Muy poca gente lee poesía. Creo que cada vez menos, y eso es una verdadera tragedia”. Le recuerdo una de sus frases: “La traducción es como hacer una fotografía de una pintura, pero hay que leer a los grandes autores, aunque sean traducidos, para conocerlos”. Del Quijote, Amis escribió en su ensayo La guerra contra el cliché: “Por más que se trate de una inexpugnable obra de arte, el Quijote tiene un serio defecto: el de ser, francamente, ilegible”. Pero no debemos quedarnos en la anécdota, seríamos injustos si no añadiéramos que Amis hace una lectura interesante y moderna de nuestro más alto valor literario, con las dificultades añadidas al lector del siglo XXI. Así que para mi siguiente pregunta me apoyo en lo que Saul Bellow dijo sobre los escritores: “Existen los de clase A, que se ocupan más de los caracteres y los personajes, y los de clase B, que conciben más el mundo y su transformación a través del lenguaje”, y se la planteo: “Teniendo en cuenta estas palabras, y recordando lo que ha escrito usted sobre el Quijote: ¿en qué lugar situaría a Cervantes?”, e inmediatamente pienso que le acabo de poner en un aprieto, pero me responde con una sonrisa socarrona y su respuesta me desarma: “Bueno… Cervantes es un escritor A, B, C, D…”. Se ha portado bien, vemos que ya no necesita seguir siendo un “chico malo”, ni en la literatura ni en la vida. Dice que desde que su padre murió ya no puede serlo, “no tendría mucho sentido, en tal caso me correspondería ser un hombre malo”, bromea.
Amis conoció la noticia del atentado del 11-M de Atocha estando en Montevideo, en donde vive gran parte del año con su mujer, Isabel Fonseca, y sus dos hijos. Al ver las imágenes en televisión, dijo haber sentido un gran golpe que le hizo reaccionar y decidirse a aceptar su visita a Madrid: “Me sentí horriblemente mal, desde allí vi los paraguas chorreantes y llorosos de Madrid y de toda España”. De nuevo la necesidad de la “no ideología” contra la política creada con mentiras; aceptar que sin creencias, el ser humano merece ayuda y solidaridad, sin más envolturas.
En Montevideo, adonde vuelve después de esta visita a Madrid para escribir otra novela, Amis tiene una casa en la playa, lejos del bullicio de la ciudad, diseñada por Isabel Fonseca. “¿Tu mujer es arquitecta, o se dedica al diseño?”. “No”, dice riendo, “pero Isabel todo lo hace bien; ella puede dibujar o escribir, y lo hace estupendamente”. Se le nota feliz cuando habla de ella. “¿Y te gusta vivir allí?”, le pregunto, ingenuo. “Bueno”, responde, “cuando tu mujer empieza a decorar una casa, uno siente que es ahí en donde va a vivir”. “Y yo que creí que me enfrentaría a un autor difícil que me haría pasar horas olvidables”, le dije antes de que se subiera al taxi que le llevaría al aeropuerto. Nos despedimos con un sentido abrazo y el deseo de volver a vernos.
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