Pedro Sánchez en la Moncloa. Fotografía de Daniel Mordzinski.
Hay un banco en el Palacio de la Moncloa. Hay muchos, pero uno se ve desde la ventana del despacho de la residencia privada del presidente. Tiene la madera del asiento roída y húmeda, y se deja abrazar por un árbol sin ramas incapaz de darle sombra. No la necesita. Bécquer diría que es un banco rodeado de cierta vaguedad misteriosa, y eso es suficiente para ser un banco único: sirve para sentarse en él, respirar silencio y leer.
No es ortodoxo presentar así un banco ni una ventana, aunque el conjunto encierre una metáfora que tal vez no necesite ser analizada (recuérdese que son tiempos preelectorales), como tampoco lo es presentar a un entrevistado por sus cargos a la inversa. Pero hemos optado por faltar a la ortodoxia porque esta es una revista literaria y la entrevista no tiene intención política. De modo que presentamos a nuestro entrevistado, Pedro Sánchez Pérez-Castejón (Madrid, 1972), como el primer autor que publica un libro mientras ejerce como presidente de un Gobierno de la reciente democracia española. Y en esa definición se incluyen las múltiples ocupaciones, oficiales y personales, que le absorben prácticamente a tiempo completo, pero que, también, en ocasiones le reservan algunos minutos a solas en un banco.
Cuando apareció su libro Manual de resistencia, el pasado febrero, unos le llamaron autor-presidente; otros, presidente-autor, y algunos de unos y de otros hicieron de ambas facetas argumento político arrojadizo. La presentación del libro coincidió en el tiempo con la convocatoria de elecciones generales el próximo 28 de abril, y ya se sabe que, en estos casos, todo lo que sucede a partir de dicha convocatoria es clasificado y archivado como asunto electoral. Libros incluidos. Sin excepción.
Esa es la razón por la que, desde entonces, la exégesis política ha dicho ya cuanto se podía decir sobre el Manual de Sánchez, comenzando por el propio título, pasando por la participación de Irene Lozano en la redacción y siguiendo por el contenido hasta el punto final.
Pero también es la razón por la que desde un principio acordamos conducir esta entrevista por una ruta menos concurrida o, como mínimo, alejada de la lupa electoral, a través de cuyo cristal ya recibimos suficientes dosis de realidad cada día.
Ha resultado fácil porque, afortunadamente, la literatura es plural y de ella se habla en lenguaje universal.
—¿Sabe qué nos dijeron algunos colaboradores de Zenda cuando usted aceptó concedernos esta entrevista? Exclamaron: “¡Qué bien que se hable de libros en una campaña electoral!” ¿Es así? ¿De verdad está presente el libro en esta campaña electoral?
—Fíjese: está tan presente… ¡que el próximo 23 de abril, día de Sant Jordi y del Libro, cae en plena campaña! Pero no debe estarlo solo en un programa de partido ni mientras pedimos votos. Debe formar parte de nuestra actividad política diaria, porque España es una potencia editorial. Somos el cuarto país europeo con mayor número de novedades anuales y el noveno mercado del libro más grande del mundo. Nuestra industria editorial no solo es potente, sino de altísima calidad, tanto los sellos consolidados y diversificados como otros más pequeños, independientes o especializados. Tenemos grandes autores y magníficos traductores, lo cual es importante porque eso hace de España un mercado atractivo para la literatura internacional. En definitiva, el mundo editorial crea empleo y riqueza, además de ser un síntoma de la buena salud cultural de este país. Lo que no deja de suponer también una llamada de atención a todos los políticos para que le prestemos la atención que merece, y no solo en campaña electoral.
—El día 4 de abril asistió a una sesión extraordinaria del pleno de la Real Academia Española y se convirtió en el tercer presidente de la democracia actual que visita su sede, después de Aznar y Zapatero. ¿Ve usted en el cuidado de la lengua otro síntoma de esa buena salud cultural?
—Por supuesto. Le confieso que esa visita fue un gran honor. Tuve ocasión de charlar con los académicos y visitar las instalaciones de ese bello edificio. Fue un honor y al mismo tiempo una obligación para mí, porque el idioma es la herramienta básica de todos. De los filólogos y de los escritores, por supuesto, pero también de los médicos, de los vendedores, de los abogados, de los agricultores… de todos. Incluidos los políticos. Es el instrumento básico de ciudadanía, porque con él se hacen las leyes, las declaraciones de derechos y las constituciones. Es decir, es el instrumento básico de supervivencia. Más aún, de nuestra identidad humana. Con él aprendemos y transmitimos conocimiento, e incluso a través de él reflexionamos acerca de la incomunicación. Por eso lo consideré una obligación, porque defender el español, el idioma que compartimos 570 millones de personas, es una tarea prioritaria. Como dice el director, Santiago Muñoz Machado, la Real Academia debe ser un asunto de Estado.
—Pero la RAE siempre ha mantenido una tradicional independencia del poder político. ¿El hecho de que sea un asunto de Estado puede llegar a ponerla en peligro?
—Los políticos debemos ser muy cuidadosos en nuestro apoyo a ciertas instituciones que son símbolos de libertad e imparcialidad, como la RAE. Hay un episodio que siempre me ha parecido un gesto sublime de resistencia. Cuando en 1939, acabada la guerra, el régimen franquista ordenó privar de su condición de académicos a seis exiliados republicanos, entre los que se encontraba el presidente Niceto Alcalá Zamora, la Real Academia nunca cubrió esas vacantes. Salvador de Madariaga, que había sido elegido académico en mayo de 1936, con 49 años de edad, leyó su discurso de ingreso en mayo de 1976, cuarenta años después. La RAE no solo debe seguir siendo independiente del poder político, sino que los políticos debemos garantizar que lo sea. Estamos obligados a apoyarla por los cauces apropiados, porque es un servicio público de la mayor utilidad, pero sin limitar sus funciones ni injerir en su actividad.
—Esta pregunta es obligada: ¿qué libros ha leído recientemente?
—Procuro estar al día de autores que conozco y que me gustan, y también de otros que voy descubriendo. Entre los más recientes recuerdo ahora los dos últimos premios Alfaguara: Una novela criminal, de Jorge Volpi, y Mañana tendremos otros nombres, de Patricio Pron, ambos extraordinarios autores latinoamericanos. Me gusta la novela negra, como las de Philip Kerr. Y hay una que me impresionó y siempre recomiendo: La velocidad de la luz, de Javier Cercas. Es cierto que no dispongo de tanto tiempo como me gustaría para la lectura, pero, afortunadamente, tengo un buen método de selección: mi mujer, Begoña, y yo solemos aconsejarnos mutuamente e intercambiarnos los libros que cada uno ha leído y que nos han gustado. Digamos que somos el uno para el otro nuestros mejores prescriptores.
—Seguro que por su cargo ha tenido ocasión de conocer y conversar con autores a los que había leído antes de llegar a la presidencia.
—Claro que sí. Uno de ellos ha sido Leonardo Padura. Le conocí el pasado noviembre durante mi visita a La Habana. ¡Qué personaje tan íntegro, coherente y profundo! Me gustó mucho El hombre que amaba a los perros, sobre el asesinato de Trotsky, y toda la serie de Mario Conde. Curiosamente, cuando pienso en Padura me acuerdo de Saramago. Creo que ambos comparten esa rectitud de la que le hablaba y, al mismo tiempo, el compromiso social… una decencia moral admirable. Fue muy emocionante para mí participar en el homenaje que se celebró en Lanzarote en octubre para conmemorar los 20 años desde que le dieron el Nobel a Saramago, junto a mi amigo [el primer ministro portugués] António Costa. Él se implicaba en los debates más delicados y siempre desde una posición inequívoca de lucha por la justicia social. Ambos, Padura y Saramago, son mucho más que escritores excepcionales.
—¿Cuál es el primer libro que recuerda haber leído, tal vez en su niñez o adolescencia, y sentido mientras lo leía que le estaba dejando huella?
—Leí mucho de joven a clásicos como Lope de Vega, Calderón y Shakespeare, y también otros habituales de la adolescencia, como El lobo estepario, de Hermann Hesse. Pero hay uno que he leído en diferentes etapas de mi vida: El Quijote. La primera vez, en el instituto; la segunda, ya de adulto. Precisamente el pasado día 4, en mi visita a la RAE, me obsequiaron con una edición facsimilar del Quijote de Ibarra. Así que no descarto volver a leerlo y cerrar un círculo. Un círculo que se abre al leer un libro casi por obligación académica cuando eres adolescente y de nuevo más adelante en la edad adulta. Como le digo, hacerlo ahora por tercera vez y ocupando la responsabilidad que ocupo me daría una perspectiva totalmente distinta. Esa es la riqueza infinita de la literatura: los libros cambian dependiendo del momento de nuestra vida en el que los leamos.
—Hablemos ahora de su faceta literaria. ¿Cree en la importancia de la literatura como vehículo de comunicación (incluso política) en una época en la que la hegemonía parecen acapararla los medios digitales?
—Tantas veces se ha anticipado la crisis del libro como soporte físico como tantas ha sido desmentida por la realidad. Los medios digitales son más bien un complemento al servicio de la literatura, que permiten que tengamos conocimiento con antelación suficiente de novedades que de otra forma tardaríamos más en conocer. O que sepamos de títulos y autores de otros lugares que antes llegaban a nosotros con mucho más retraso. No podemos ir contra el signo de los tiempos ni mirar con recelo a las nuevas tecnologías. La literatura siempre será parte esencial de la identidad cultural de un país. Y es a través de ella como nos contamos ante el mundo.
—Manual de resistencia es un libro lleno de referencias personales, a veces una puerta abierta a su intimidad. Cuando decidió escribirlo, ¿lo concibió como un acto político o como un acto literario?
—Ni político ni literario. Fue un acto humano. Necesitaba escribirlo y contar todas las experiencias y sentimientos en un periodo muy significativo de mi vida política y personal. Y gracias al libro estoy recibiendo, y comprendiendo, algunas satisfacciones más propias de la literatura que de la política. Por ejemplo, la firma de ejemplares. Le voy a contar una petición que me ha conmovido: es de una compañera que me pide una dedicatoria en el libro que quiere regalar a su madre, de 88 años; el padre de esta mujer estuvo varios años preso en el Valle de los Caídos, donde enfermó, y su hermano fue fusilado en una cárcel franquista. La hija me pide que el libro se lo dedique a su madre, pero que lo haga en recuerdo de su padre y de su hermano, “que lucharon por la libertad”. Creo que por esa firma y por otras parecidas ha merecido la pena esta aventura literaria.
—Usted cuenta que sus abuelos “murieron sabiendo apenas leer y escribir” y que eso les privó de “disfrutar de un buen libro”. En tiempos oscuros, viene a decir, la literatura al alcance de todos es un peligro para los que mandan, porque ayuda a pensar. ¿Cuáles son los límites de los Gobiernos para no caer en la tentación de poner freno a la difusión cultural?
—Siempre he creído que una sociedad cultivada es una sociedad vacunada contra los grandes males que la acechan. Una sociedad que otorga la importancia que merece a la literatura es una sociedad capaz de afrontar desafíos y evitar derivas autoritarias. «Cultura» y «cultivar» comparten la misma raíz: hacer crecer algo. Los Gobiernos deben tomarse en serio la política cultural. Y los libros son una parte importante del alma de la cultura de España. Para que la gente lea libros, tenemos que trabajar sobre todo desde la infancia, con la educación. Impulsar la pasión por la lectura debería ser uno de los elementos fundamentales de cualquier política educativa. Pero siempre teniendo en cuenta que la cultura nace del pueblo, no se impone desde el Boletín Oficial del Estado.
—En su libro se confiesa lector de grandes políticos escritores (y viceversa). Manuel Azaña y Willy Brandt, dice, son sus referentes. ¿Por qué?
—Porque son dos líderes que en su momento tuvieron que hacer frente a grandes desafíos en tiempos convulsos. Y porque lo hicieron desde la firmeza de las convicciones, la lealtad a unos principios y la búsqueda constante del bienestar de sus pueblos. Manuel Azaña es un referente intelectual y moral de todos los españoles, incluso por encima de fronteras ideológicas. Willy Brandt representa lo mejor de la tradición socialdemócrata europea. Déjeme contarle algo personal: en mi despacho de la Secretaría General del PSOE tengo una gran fotografía presidiendo una pared; es una foto de Brandt junto a Kennedy en la célebre visita que el presidente norteamericano realizó a Berlín en 1963, cuando Brandt era alcalde de la ciudad. ¿Y sabe usted lo que encuentro más llamativo en esa imagen? La mirada de esperanza de los berlineses al verles pasar mientras les saludan. Brandt era un líder inspirador, como lo era Kennedy. Más aún si tenemos en cuenta el contexto de esa instantánea, recién levantado el muro de Berlín.
—Realizó una visita a Azaña en Montauban, a Machado en Collioure, al “infierno sobre la arena” (según el fotógrafo Capa) que fue Argelès-sur-Mer… De nuevo, literatura y política. E historia. ¿Qué les debemos aún los españoles de hoy a otros de ayer para quienes escribir fue llorar?
—Demasiados españoles han escrito su obra llorando o sufriendo desde el exilio. Demasiados. Y en demasiadas ocasiones, España ha tenido que ser explicada desde fuera de sus fronteras porque quienes lo hacían no tenían libertad para escribir en su propio país. Creo que es una lección dolorosa que nos hace valorar todavía más el poder de la democracia de la que disfrutamos hoy. A ellos les debemos respeto, reconocimiento y memoria. Y esas tres cosas quise hacer durante mi visita a Francia. Se lo debíamos los españoles. Y yo, a título personal, también.
—Entre los títulos que menciona, habla de dos escritos por estadounidenses. Uno es Para acabar una guerra, de Richard Holbrooke, sobre Bosnia. Imagino que es porque a usted le atañe de cerca: estuvo allí un par de años después de la firma de los acuerdos de Dayton. Hoy soplan otros vientos, pero ¿han cambiado lo suficiente? ¿Un libro como el de Holbrooke puede contribuir a que no se repitan errores?
—El de Holbrooke es un auténtico testimonio del desgarro provocado por la guerra en un momento en el que casi nadie podía imaginar que algo así llegaría a ocurrir en Europa. Por supuesto que ayuda. El poder de la palabra escrita radica en que nos proporciona herramientas para aprender de testimonios como el de Holbrooke, que vivió en primera persona aquel drama, para que nunca más se vuelvan a desatar tragedias así en un continente demasiado acostumbrado a la barbarie. Hoy Europa se enfrenta a otros desafíos, en eso sí han cambiado algo los vientos. Pero nunca podemos dar por sentadas la paz, la libertad y la democracia. No están garantizadas, hay que trabajar cada día por conservarlas y cuidarlas. Libros como el de Holbrooke nos ayudan a hacerlo. Por eso lo encuentro inspirador.
—La segunda obra de un estadounidense, también político, a la que alude es La audacia de la esperanza, de Barack Obama. Esperanza y resistencia. ¿Comparte el título de su libro con el de Obama algo de declaración de intenciones a futuro? Preguntado de otro modo: ¿es resistente la esperanza?, ¿es audaz la resistencia?
—»La fortuna sonríe a los audaces», escribió Virgilio. Y también a los resistentes. Resistir es una forma de ser audaz. Vivimos tiempos de incertidumbre y transformación. Tiempos en los que la esperanza de que, por ejemplo, nuestros hijos vivan mejor que nosotros mismos parece que se pone en cuestión. Yo no apelo a la esperanza como un acto de fe, sino como un camino por el que tenemos el deber de transitar. El futuro no está escrito. Y, aunque es cierto que en este tiempo de cambio algunas certezas parecen menos sólidas, soy de los que creen que la sociedad tiene en su mano construir un futuro mejor. Me pregunta usted si es audaz la resistencia: mire, los españoles sabemos mucho de eso. Este país se cae y se levanta, se cae y se levanta… una y otra vez. Creo que hay una lección de vida muy valiosa en esa resiliencia, en esa fortaleza ante la adversidad. Eso es audacia, eso es resistencia.
—Por favor, dígame algo breve y si es posible alentador sobre el futuro del libro en estos tiempos inciertos para casi todo.
—Como político, le digo que el libro es inmortal, indestructible; que este es un país de grandes literatos que sigue produciendo nuevas generaciones de escritores excelentes, y que está respaldado por un sector editorial pujante al que hay que proteger y apoyar. Como lector y de modo personal, solo puedo decirle que yo, al igual que Borges, “soy incapaz de imaginar un futuro sin libros”.
Acaba la entrevista y llega el momento de ilustrarla. Daniel Mordzinski, fotógrafo de mirada sutil, se prepara. Siempre sabe encontrar la esencia. Primero, busca la de Pedro Sánchez directamente en sus ojos mientras le ruega: “Presidente, por favor, olvide por un instante su próximo compromiso y tome en sus manos el libro que guste”.
Nuestro entrevistado accede con placer, se le nota. Se disculpa y sube a su apartamento familiar. Regresa con La neblina del ayer, su “preferida de la serie Mario Conde, de Padura”.
Después, Mordzinski busca la esencia del banco, el solitario banco de La Moncloa rodeado de vaguedad misteriosa. Quiere unir las dos esencias. Pide a Pedro Sánchez que se siente en él y que se deje envolver por la neblina de Padura.
Miguel Munárriz, que nos acompaña, y la entrevistadora les observan. Callan. Munárriz es poeta y lo entiende todo. Ambos ven cómo se funden las esencias y, por un momento, la vorágine de estos tiempos se detiene. Cuando la mirada sutil de Mordzinski encuentra lo que buscaba, dispara su cámara. Ese disparo marca el principio y el fin del paréntesis.
Después del clic, España seguirá preparándose para el 28 de abril. Pero, antes y durante, es bueno recordar que siempre hay cerca de cada cual un banco en donde no cabe la estridencia y se respira el silencio. Y que, cuando se encuentra, se ha encontrado también el mejor lugar para leer un libro.
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