En un mundo cultural tan estandarizado como el nuestro, en el que la mayoría de las cartas están marcadas de antemano, es muy difícil encontrarse con algo verdaderamente disruptivo. Las formalidades están pautadas, los desarrollos narrativos, son más o menos intuidos, la construcción de personajes nos recuerdan a otras… es decir, ante un contexto que perfila y define tan exhaustivamente las estructuras narrativas, hasta erigir verdaderos arquetipos incuestionables de representación, que una obra escape de esa opresión normativa debe ser considerada como un auténtico acontecimiento. Más aún, acontecimiento a celebrar. Y es que, cuando por fin nos encontramos ante ella, la experiencia que genera es tan rica, y heterogénea, que pasa rápidamente a cuestionar los patrones prestablecidos y a situarse, con mayor o menor celeridad, en una obra crucial para el futuro del canon (si es que hay tal).
Eso pasa muy pocas veces. Poquísimas. Contadas, vaya. Y esto es precisamente lo que sucede tras finalizar la lectura de Los puntos ciegos (Malas Tierras, 2022) de Borja Bagunyà. Traducción de Els angles morts (Periscopi, 2021), se erige en lo que podríamos denominar una obra-acontecimiento: inaudita, ambiciosa, compleja, irónica, crítica, sofisticada y, sobre todo, brillante. Es un laberinto discursivo trazado a base de genialidades, de referencias más o menos veladas, que seduce nada más adentrarse en él y que interpela al lector de una manera distinta a como lo hacen la mayoría de obras, como si hubiese un punto ciego magnético que se perfila a lo largo de la escritura de Borja, pero que no puede identificarse y tipificarse en un punto en concreto de su libro. Y esto es así porque es una obra viva, candente, inteligente y abierta a una diseminación que impide su clausura. Es un libro que late, tal y como lo hace la cinta de Videodrome, de lo viva que es su escritura.
Y eso que no fue fácil (fueron casi ocho años de escritura). Y es que no podía ser de otra forma dada la envergadura de la aventura. De la misma forma podemos vislumbrar, más o menos fugazmente, cómo varios espectros deambulan por ella: Sterne, Joyce, Melville, Foster Wallace, Berger… son algunas de las referencias que transitan más o menos veladamente por la obra. Sin embargo, Borja no se deja ahogar por los espectros. Tiene una voz propia, singular, construida a base de genialidades, inquieta, culta, crítica, punzante, irónica… Y este hecho ya puede observarse desde el inicio de la obra. Ese estilo tan genuino y esa voz tan idiosincrásica y rompedora atraviesan al lector desde la primera página, lugar donde, precisamente, podemos encontrar también ese recurso tan fascinante, que vertebrará buena parte del libro, en la utilización de los paréntesis como una manera de retratar la neurosis obsesiva de Morella, uno de los protagonistas de la novela.
Y precisamente el tema de la obsesión, como manera de salirse del encadenamiento de la rutina, es uno de los temas principales de la obra. La oscilación constante entre abulia y pulsión, entre rutina e impulso rompedor y redentor, marca y define a los principales protagonistas del libro, Morella, Sesé y Olof. Son personajes perdidos en el aburrimiento, desorientados en la parcela de seguridad vital que han construido (o se ha construido, mejor dicho) a lo largo de su existencia. Morella y Sesé son sujetos frustrados, rotos por unas circunstancias que, a modo de marea, les han conducido por lugares no deseados. Su hogar, realmente, es un no-lugar, sus vidas son desechos de los deseos de un pasado lleno de ambiciones. La obsesión, en esta tesitura, funciona a modo de acting out, de élan vital que permite hacer trizas la cotidianidad que ahoga a los protagonistas en la frustración, o bien atenuarla un tanto para aligerar su carga.
Ahora bien, es una obsesión abierta por la anomalía, por lo imprevisible, por el acto indecible. Cada personaje se ve interpelado por el absurdo, por el sinsentido, por aquello que precisamente problematiza el orden natural de los acontecimientos que los oprimen. La masa crítica que los impulsa a problematizar su status quo precisamente es el acontecimiento que sobreviene al margen de lo establecido. De ahí que pueda decirse que los protagonistas lo único que hacen es aprovecharse del impulso arrollador de lo anómalo, (re)construyen sus vidas a través de la metralla expulsada por el acontecimiento que disloca la cotidianidad. Así pues, cada personaje debe (re)configurar(se) su existencia haciendo frente a la anomalía que los engulle por completo.
Obsesión y anomalía son dos ejes de los muchos sobre los que pivota la obra. Otro a destacar sería el tiempo. Borja, como si fuese el Thomas Mann de La montaña mágica, sitúa los dos primeros capítulos en un día aproximadamente. Casi doscientas páginas para retratar un día (día y medio, más o menos). Es un ejemplo de cómo Borja juega con la plasmación del tiempo, de cómo construye una temporalidad plástica, a veces grumosa, elástica la mayoría de las ocasiones, hasta el punto de tener la sensación, por momentos, de que éste puede romperse para dar lugar a la epifanía de lo desconocido. Tiempo vivo, al margen de Cronos, duración maleable cuyas oleadas perforan a los personajes. Es una obra en la que el tiempo se encarna, se ritualiza en movimientos, funcionamientos, puestas en escena. Y todo siempre con un tono mesurado, sin caer en extremismos. Ahí es precisamente donde radica el virtuosismo de Borja: saber conjugar perfectamente el paroxismo para hacerlo aliado de su narración y cómplice de su inmenso talento.
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Autor: Borja Bagunyà. Título: Los puntos ciegos. Editorial: Malas Tierras. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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