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Epifanía del hombre muerto

«Si las puertas de la percepción se purificasen, cada cosa aparecería al hombre como es: infinita». Algo así afirmó el poeta, ilustrador y visionario William Blake, allá por los estertores del siglo XVIII, para congregar la cópula salvaje de cielo e infierno. Lo más acertadamente físico y material, la carne, en agreste coyunda con lo etéreo espiritual. El ficticio matrimonio que utilizó el poeta inglés para advertirnos de que sin mutilar debidamente la moral nos internaríamos sin remedio en el tiempo del hombre muerto.

Percepción. Puertas. Purificación. Apertura. Derribar los muros para encerrarse en el vergel de la propia realidad, y regalar así a los circundantes la más deliciosa de las experiencias mientras se atraviesa este naufragio que hemos dado en llamar «vida». ¿Profecía o distopía? Que cada cual elija el término, hoy que tantas puertas cerramos para no percibir lo que nos rodea.

Sin embargo, aún existen fieles de las enseñanzas de Blake. Jim Jarmusch, cineasta epítome del underground, sin ir más lejos, que en 1995 expandió, cual bomba de racimo, por los cines de medio mundo esa epopeya filosófica y audiovisual que supone Dead Man. Antes de él hubo otros, imposibles de olvidar. Aquel Jim Morrison que aparentaba niño beodo ante el mundo mientras rellenaba cuadernos con sus truculentos poemas de niños muertos antes de nacer o por no haber nacido. También Aldous Huxley, con su ensayística narcótica y narcotizada de drogas ahítas de expansión mental. Pero Jarmusch llevó al pop las diabólicas enseñanzas de aquel santo inglés que sólo deseaba vivir y vivirse en la danza innumerable de los astros.

"Algo así como una road movie en la que el protagonista sólo huye hacia su propio interior que, al fin, es el reencuentro con el hombre muerto que acarrea en su interior desde hace años"

Hoy en día, todo aquello supuestamente creado para hacernos temblar como animales se vende (de transacción mercantil se trata, al fin, y no nos hace temblar) como experiencia. ¿Para qué hablar, entonces, de una película cuando la cinta de Jarmusch es, realmente, una experiencia? ¿Para qué, cuando se trata de la experiencia de viajar en el interior de una canoa india junto a Johnny Depp sabiendo que atravesamos el Hades junto a un hombre muerto?

Sinopsis sin espóiler. O sin destripar, para mejor entendernos algunos, extraída de Filmaffinity: «William Blake decide abandonar su puesto de contable en Cleveland (Ohio) después de recibir una oferta de trabajo en Machine, una inhóspita ciudad industrial en el Oeste de los EEUU. Sin embargo, cuando llega, resulta que su puesto lo ocupa otra persona. Charlie Dickinson, el hijo del propietario de la empresa, mata a su mujer cuando la encuentra en la cama con Blake, quien a su vez liquida a Charlie. De este modo, un simple contable de Cleveland se convierte en un fugitivo perseguido por tres cazadores de recompensas».

"Antes de que Jarmusch metiese en la sala de montaje el primer bruto de Dead Man, ya tenía en mente pedirle a Neil Young que compusiese la banda sonora"

Algo así como una road movie en que el protagonista sólo huye hacia su propio interior que, al fin, es el reencuentro con el hombre muerto que acarrea en su interior desde hace años. Un hombre muerto que vivió desde 1757 hasta 1827, en una Inglaterra que comenzaba a erigir los cimientos del capitalismo moderno, empeñado en escandalizar a sus coetáneos defendiendo la imaginación y lo espiritual como únicas herramientas para abrir las puertas de la percepción. En sus visiones, expresadas de manera vívida y extrema en grabados y poemas, Blake hablaba cordialmente con Milton, Voltaire o el propio Jesucristo. Su lírica pictórica y escrita le valieron la mofa de sus coetáneos, pero supo ver como nadie la senda decadente que comenzaba a caminar esa entelequia que hoy llamamos Occidente.

Antes de que Jarmusch metiese en la sala de montaje el primer bruto de Dead Man, ya tenía en mente pedirle a Neil Young que compusiese la banda sonora. Pero el cineasta pensaba en canciones. Nunca llegó a imaginar lo que engendró el bardo canadiense. Young quiso ver aquel primer corte de una película inabarcable. Pero quiso hacerlo de una manera especial. Indios, delitos, delirios y el viejo far west como piezas de Lego en manos de un viejo hippie que nunca dejó de ser niño. Lo que siguió forma parte de la historia. Posiblemente la única banda sonora cinematográfica compuesta de manera absolutamente improvisada durante su visionado. Poesía en estado ya no puro sino bruto. Y pura electricidad, cable a tierra.

"El William Blake interpretado por Depp en la película parece no cuestionarse así, porque no se siente distinto. Al menos al inicio de su odisea"

Poesía de la partida, del cierre de ciclo, del atravesar los últimos tramos del recorrido siendo consciente de ello. Al fin y al cabo, el protagonista de la película, el William Blake interpretado por Johnny Depp, atraviesa durante su transcurso un tropel de umbrales tras los que se atisba el infinito al estilo de su homólogo, el poeta británico. De ahí que la música perpetrada por Neil Young sea demoledoramente crepuscular y edifique un ambiente fin de fiesta de sobrecogedora belleza.

El músico canadiense se sentó en un semicírculo circundado por numerosas pantallas que proyectaban el primer corte de la película de Jarmusch. A su alcance, un piano, un órgano, una guitarra acústica y su legendaria Old Black, la guitarra Gibson Les Paul Goldtop de 1953 que, debidamente adaptada, le acompaña desde que la adquiriese en 1969. Imbuido por las imágenes que murmuraban las pantallas, Young fue utilizando sus instrumentos como un Caravaggio acuciado por las reyertas, y dibujó paisajes sonoros de una belleza extraña y sublime, o extraña por sublime y viceversa. De aquella telúrica sesión húmeda de electricidad manta raya y alquimia carnívora brotó la banda sonora perfecta para el filosófico film de Jarmusch.

«¡Oh!, ¿por qué nací con un rostro diferente?, ¿por qué no nací como el resto de mi raza?», aullaba Blake, el poeta, en una carta escrita a un amigo cuando se veía asediado por el escarnio social y los litigios, por la burda mano de eso que llaman justicia los llamados hombres de bien. El William Blake interpretado por Depp en la película parece no cuestionarse así, porque no se siente distinto. Al menos al inicio de su odisea. Pero Neil Young, al finalizar toda la parte instrumental de la banda sonora, le pidió a Depp que recitase ciertos pasajes del Blake poeta. Entre ellos, este texto que ahonda la inquietud que el protagonista sufre durante todo el metraje.

"Saltar es saber que te vas a cortar y sólo habrá sal, caricia y exceso para curar la herida. Pero antes estuvo William Blake para explicar que saltar a la propia realidad implica purificar y, por tanto, abrir las puertas de la percepción"

Ya decíamos que, de algún modo, el testigo de Blake lo tomó Aldous Huxley, en 1954, para explicar a los lectores cómo la mescalina le había abierto las puertas de la percepción y ya, desde ese momento, comenzó a ser un hombre nuevo. Sin Huxley no hubiesen existido la fiereza de Ken Kesey y sus Merry Pranksters, que pusieron patas arriba la conciencia norteamericana de finales de los 60 con su mordacidad literaria y sus cócteles de ácido lisérgico. Tampoco los experimentos libertarios de Timothy Leary con el LSD. William Blake, por si no lo habían advertido, no tomaba drogas. Su droga era su propia psique. También la mujer a la que amaba y su necesidad de desgarrar las ataduras morales y sociales que aún nos acucian. Qué difícil es saltar cuando los únicos que lo hacen es sobre el acolchado fervor de los partidos de fútbol, los mítines políticos, el cuánto trabajo y no me da la vida y las cañas del domingo. Saltar es saber que te vas a cortar y sólo habrá sal, caricia y exceso para curar la herida. Pero antes estuvo William Blake para explicar que saltar a la propia realidad implica purificar y, por tanto, abrir las puertas de la percepción. ¿Dónde se encuentran? En la carne, podríamos decir, aunque eso ya lo hizo David Cronenberg. En la carne: allí donde copulan el cielo y el infierno. O en las conexiones neuronales cuando olvidan la numerología y se sienten capaces de movilizar un enjambre de astros. Sonará lisérgico todo esto, y tal vez lo sea, porque la lisergia es exceso, aunque este lo proporcionen la distancia y el daño. «El camino del exceso conduce al Palacio de la Sabiduría», dejó, también, escrito William Blake. Algo de lo que tomó buena nota Enrique Bunbury, cuando militaba en las filas de los Héroes del Silencio. El espíritu del vino, su tercer álbum, supuraba William Blake a destajo. Dicho lo cual, olviden lo dicho. Considérenlo un mal viaje. Para buenos periplos regresemos a Neil Young y Johnny Depp en la piel múltiple de William Blake. También a Nobody, el indio norteamericano que extrae al Blake de la película una bala del pecho, para salvarle la vida que ya ha muerto. Nobody es Nadie, en inglés. Apunte baladí en un país bilingüe como el nuestro. Pero en la metafísica de Jarmusch representa a ese nadie en que hemos convertido los hombres modernos a todo aquel que siga viviendo conforme a sus instintos. En el film, obvio, Nobody representa esa nada a que quedaron recluidos los aborígenes norteamericanos.

Algo así debió de comprender Neil Young, el hippie, cuando para un corte de su banda sonora pidió a Johnny Depp recitar el poema «To Nobodaddy»:

¿Por qué permaneces silencioso e invisible,
padre de los celos?
¿Por qué te escondes en las nubes
de cada pupila que busca?
¿Por qué oscuridad y oscuridad
en todas tus palabras y normas?
¿Para que nadie se atreva a comer más fruto
que el de las astutas mandíbulas de las serpientes?
¿O es porque el Secreto
siempre se gana el aplauso de las mujeres?

De paso, con este corte, recordó a más de un dios menor qué celosa es la deidad y qué deidad es la hembra cuando sabe devorar, gratuitamente, los cuerpos. Blake osó unir en un acrónimo al Dios Padre que se desea creer Todo y a su supuesto antagonista: Nadie. Tal vez, al fin, Dios sea Nadie y sólo validen su poderío las mujeres que lo aplauden.

El músico había comprendido las más íntimas intenciones de Jarmusch al edificar esta poliédrica película en que cielo e infierno se engarzan el anillo del amor eterno para recordarnos que no por vivir dejamos de estar muertos. También decidió que un diálogo, en esta ocasión sí extraído de la película, reptase en su banda sonora, antes de acometer ese delirio de furia contenida que precisa poco menos de 15 minutos para abuhardillar el daño y la grieta en «Guitar Solo 5»:

Cada noche y cada mañana
Algunos nacen en la miseria
Cada mañana y cada noche
Algunos nacen para el dulce deleite
Algunos nacen para la noche sin fin

William Blake ya sabía que su manera de cerrar los ojos para ver la vida era la llave llamada a insertarse en la cerradura de las puertas que, una vez purificadas, abiertas, ampliarán nuestra percepción. Al otro lado: el infinito. Ocupémonos de vivir o demos la bienvenida al hombre muerto.

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Raoul
Raoul
5 meses hace

Mal empieza la cosa si metemos en el mismo saco a un poeta de la categoría de William Blake y a un cantamañanas como Enrique Bunbury… Dead Man es una película fallida que empieza muy bien (la secuencia en el tren es de lo mejor que rodó Jarmusch) pero no cumple las expectativas iniciales, en parte por enfangarse en una parafernalia metafísica que a un director limitado como Jim Jarmusch le viene un poco grande: no aparecen todos los días obras como Heart of darkness, Centauros del desierto o El poder y la gloria, donde hay un equilibrio perfecto entre itinerario exterior y horrorizado descubrimiento de oscuras realidades interiores. William Blake fue un hombre lúcido y atormentado cuyo pensamiento tiene una profundidad y su poesía una sinceridad y una belleza que los sitúan muy por encima de los ocasionales logros de Jarmusch, Cronenberg, Leary o Young en sus respectivos ámbitos (y no digamos los de un elemento como Bunbury). En Blake la alegoría conduce a una reflexión dolida y trascendente sobre la sociedad de su tiempo y la vida en general, y en Jarmusch a un intento algo pretencioso de western abstracto y filosófico que habría quedado mucho mejor si su director no se hubiera liado con las puertas de la percepción, la danza de los astros y la poesía en estado puro. Con todo, son admirables la sequedad, la dureza y la fuerza narrativa que tiene por momentos, la fotografía de Robby Müller y la música de Neil Young, aunque Johnny Depp está tan mal como siempre o quizá peor, ya que no encaja en el papel, allá por 1995 aún no había aprendido a actuar, y encima tiene de compañero de reparto a un gigante como Robert Mitchum en la que fue su última película.