Controvertida, crítica, polémica, siempre genial, la pintora queda al descubierto en el epistolario Tu hija Frida. Cartas a mamá. Héctor Jaimes es el encargado de recopilar estas 54 cartas de las que nos habla Confabulario, el suplemento cultural de El Universal de México.
Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón, conocida en el círculo familiar como Frieda o Frieducha, luego llamada en rituales de encopetados como Señora de Rivera o Mrs. o Madame Kahlo de Rivera, fichada, años atrás, en los trifulcas de la Preparatoria Nacional como lideresa de Los Cachuchas, para luego, autodenominarse, en el camino sinuoso y de interrumpida pendiente de la vida como Venadita flechada por el amor de amorosos venenos, Tehuana de enaguas de nubes tormentosas y collares de serpientes apareándose o columna de sal rota por un mazazo de la Providencia y de la ola más pequeña del mar. Pero, asimismo, se dio a conocer como “Tu hija Frida”, la tercera de las alegrías de pétalos y espinas, nacida del vientre de doña Matilde Calderón, un 6 de julio de 1907. Matilde y Frida, un fruto y una semilla conectados por los buenos oficios de los carteros. Estos son los protagonistas de Tu hija Frida. Cartas a mamá, epistolario, compilado y anotado con rigor por Héctor Jaimes, catedrático de la Universidad de Carolina del Norte.
Un mazo de 54 cartas de una pintora, en proceso de construir su lenguaje visual. O dicho de otro modo, en vías de extraer de su abismo interior la realidad más plena de su ser. Recados y misivas de una hija a su madre, en tres momentos particulares, en la vida de Frida Kahlo. Escritura por lo que se despacha asuntos corrientes y domésticos, de la Ciudad de México al entonces pueblo de Coyoacán, y más tarde, de San Francisco y Nueva York a la calle Londres de la referida villa de Coyoacán, donde por cierto, a unas cuadras de allí, en la calle Madrid se recibían las cartas enviadas por José Clemente Orozco, a su esposa Margarita Valladares, desde la Urbe de Hierro norteamericana, más o menos en el mismo periodo de la correspondencia materna de Frida. Asimismo, en ese ir y venir de letras marcadas por el cariño y la nostalgia, la artista mexicana traza líneas y difumina colores como una suerte de ensayos preparatorios y propiciatorios para abismarse en su único y gran tema “el yo” corporal y psicológico que remarca Héctor Jaimes.
El peso autobiográfico de Frida Kahlo en su obra plástica, comenta el compilador, se ha visto limitadamente como un fin y no como un medio. En una lectura menos complaciente a los dictados anecdóticos de su obra, “descubrimos que la pintura de Kahlo se despoja de su identidad inmediata y autorreferencial a partir de sus reinscripción en el mundo, y nos brinda así una nueva manera de percibir y percibirnos”. El apunte de Jaimes abre puertas al campo para un abordaje de mayor calado que evade —sin renunciar a la veta autobiográfica y a sus derivas psicológicas—, el registro de elementos simbólicos y alegóricos desde la literalidad fijada por un diccionario especializado en la materia o, peor aún, establecer conexiones con sucesos y personajes de la historia de vida de la pintora. Tal vez, esa información, esos datos históricos e iconográficos, describan los cuadros de Kahlo; para una indagatoria de mayor plenitud, el observador de los dibujos y de las pinturas de esta creadora interiorista —en la poética mozartiana de “saber llevar la profundidad a la superficie”—, está llamado, no a lo conmiseración de los que las obras presentan, sino a la franca y abierta compasión.
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