El desencanto, el documental en el que los Panero exorcizaban sus fantasmas familiares, cumple cuarenta años.
Cuenta una vieja crónica local que tras el estreno de El desencanto, allá por 1976, una silla apareció colocada boca abajo junto a la escultura erigida en honor de Leopoldo Panero, hijo ilustre de la ciudad de Astorga y diana de los dialécticos dardos de sus herederos, viuda e hijos, en aquel raro largometraje que importaba a nuestro séptimo arte los preceptos del cinema-verité. Por aquel entonces la estatua se levantaba en pleno corazón de la ciudad, a medio camino entre la catedral y el palacio de Gaudí, y cualquiera que por allí pasase podía reparar en su pétrea parsimonia. Eran otros tiempos. También otro país. El día que se inauguró el monumento, en 1974, los astorganos abarrotaron la plaza de Eduardo de Castro para asistir al último homenaje a su mayor poeta y, de paso, contemplar la pintoresca estampa que componían sus deudos. Basta con pasar de largo por los planos que abren el documental de Jaime Chávarri para reparar en el contraste entre las figuras de Felicidad Blanc y los dos hijos que la acompañaban en la ceremonia, Juan Luis y Michi, y las de quienes atendían a los acontecimientos desde el otro lado de las vallas con el recogimiento que se reserva en provincias para los fastos verdaderamente memorables.
Si El desencanto es en realidad una película de terror, como han aseverado algunos, no cabe duda de que su principal reclamo, el macguffin por excelencia, es esa escultura cuya fisonomía se hurta en todo momento al espectador y de la que sólo podemos adivinar los contornos, oculta como se halla bajo los plásticos que la envuelven en las horas previas al desvelamiento. De alguna manera, la silenciosa presencia de la estatua marcaba el desarrollo del documental: era la esfinge que aguantaba impertérrita la ira de los suyos. Porque El desencanto es también, y sobre todo, uno de los mayores ajustes de cuentas generacionales que se han podido ver sobre la pantalla. Un parricidio en diferido sin piedad ni medias verdades. Una colisión entre dos épocas abocadas a protagonizar un enfrentamiento directo y sin rehenes. Que todo un prohombre como Leopoldo Panero, a quien muchos identificaban como el poeta oficial del franquismo, recibiera doce años después de muerto los ataques indiscriminados e inmisericordes de su esposa amantísima y de sus tres vástagos supuso una conmoción apreciable en una España ansiosa por saldar las deudas pendientes con sus propios fantasmas y elevó a aquella familia tan extraña a la categoría de símbolo de la transición política que se avecinaba.
¿Previsión o fruto del azar? Tanto Chávarri como Elías Querejeta, productor del filme, contaron en varias ocasiones que fue la propia familia Panero la que les sugirió que sus interioridades daban para una película. En sus memorias, Felicidad Blanc apunta que «la idea primera fue de Michi». Su primogénito, Juan Luis, recuerda que en principio sólo se planteó un cortometraje y que fue al conocer de primera mano las posibilidades del tema cuando se pensó en extender la duración a noventa minutos. «No se planificó nada, ni existía el menor guión», añade en su autobiografía: «Cada uno aportó su visión de las cosas e improvisó escenas». Leopoldo María, el tercer hermano en discordia, el poeta maldito cuya presencia domina la segunda parte del documental, participó con reticencias y luego se desentendió. El resultado fue tan inesperado como desgarrador. Muchos acudieron al estreno en Madrid, el 17 de septiembre de 1976, pensando que encontrarían una simpática semblanza familiar. Acabaron siendo testigos de cómo los últimos supervivientes de una estirpe en vías de extinción abrían su particular caja de Pandora para exhibir sus miserias sin maquillar y en carne viva.
La película habría sido un fracaso si ciertos intelectuales no hubiesen alertado sobre su consistencia metafórica. El primer sorprendido por esta lectura fue su director, Jaime Chávarri, para quien El desencanto «no era una metáfora de nada». Sin embargo, aquella ofensa a la memoria del patriarca se entendió como una puñalada al franquismo perpetrada por las criaturas que el propio régimen había concebido. El golpe fue rotundo y tuvo secuelas: veinte años después, tras la muerte de Felicidad Blanc, el cineasta Ricardo Franco rodó una segunda parte que tituló Después de tantos años. Aunque por momentos resulta más descarnada que su predecesora, carece de la fuerza primigenia que derrochaba aquélla. Los Panero dejaron víctimas, pero puede que las principales fuesen ellos mismos. A finales de 2002, enfermo de muerte, Michi Panero se instaló en Astorga. Quienes compartieron con él paseos crepusculares por la vieja capital maragata pudieron escuchar de su boca unas palabras que quizá encerraran un tímido propósito de enmienda: «Fuimos un poco cabrones con nuestro padre».
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