La novena película de Quentin Tarantino no podía haber llegado en mejor momento. Después de meses ofreciendo franquicias basadas en propiedades y marcas registradas, Érase una vez en Hollywood se estrena para demostrar que, al menos de cuando en cuando, la industria todavía puede ofrecer películas basadas en valores «clásicos», esto es, el poderío de sus estrellas y el sello de un «autor comercial» (signifique esto lo que signifique) dirigido fundamentalmente a un público adulto. Nos guste o no la película, y como se imaginarán en el caso de Tarantino habrá reacciones radicales en ambas direcciones, hay que reconocer que Érase una vez en Hollywood va a animar este verano cinematográfico caracterizado… por la nada.
Y es que el entorno en el que nace la película de Tarantino es similar al que sufren, sin en realidad darse mucha cuenta de ello, sus dos quijotescas invenciones, el actor de cine venido a menos Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y su especialista, mayordomo y en última instancia, amigo, Cliff Booth (Brad Pitt). Si aquellos habitan un mundo en el que el Hollywood clásico y, en cierto modo, naíf, muere para dar lugar a otra cosa, un mundo de Polanskis, sobredosis y asesinatos en serie, Érase una vez en Hollywood llega también en un momento de transición industrial repleta de incertidumbres, donde unos estudios se compran a otros, en el que las secuelas ceden terreno ante los universos narrativos al estilo Marvel y con el cine comercial americano combatiendo el espectro del streaming y tratándose de adaptar a los nuevos mercados y tesituras.
Fin de ciclo, parece decir la película de Tarantino a través de las circunstancias de sus personajes, proponiendo al final una solución más bien irreal, pero absolutamente coherente con cierta visión del cine. Bien es cierto que lo dice a la manera de su autor, sin seguir un hilo narrativo claro y permitiendo a sus nuevos chicos, ahora más que nunca, pasearse a su antojo por un entorno privilegiado como es el Los Ángeles de finales de los sesenta. Érase una vez en Hollywood en cierto modo parece un videojuego de mundo abierto, solo que ambientado en los platós de esas series de televisión donde se acabaron refugiando personajes como Rick Dalton; o quizá, uno de esos chistes de tres horas que solo saben contar Tarantino y para los cuales hay que esperar muchas escenas y secuencias hasta un final, un cierre, donde de repente surge el «punch line», el sentido último de la propuesta.
Una de las múltiples y maravillosas paradojas de la película es que posee esa misma ambigüedad que directores como Roman Polanski, que aquí se deja ver como mero acompañante de ese ser de luz llamado Sharon Tate (así recrea Tarantino a la persona real), supieron imprimir a esos largometrajes que hicieron pasar página. Si Polanski acababa de rodar La semilla del Diablo cuando su esposa fue asesinada en unos eventos que Érase una vez en Hollywood refleja como a Tarantino le da la real gana, la suya es una propuesta que mezcla realidad y ficción de una manera imposible de delimitar para, al final, decantarse con amarga alegría por uno de esos dos extremos. Rick Dalton, el personaje de DiCaprio, puede funcionar como trasunto de Burt Reynolds, Clint Eastwood o cualquier héroe de acción de serie B que se les pueda ocurrir. Y en relación al siniestro hecho con el que se la ha promocionado, tiene mucho de ensoñación personal, de relectura propia de la historia (no es la primera vez que Tarantino hace esto, y hasta aquí puedo leer) pero confeccionada como un paseo por un Los Ángeles donde las marquesinas, el cine y la televisión determinan la realidad, la burbuja vital, de sus ensimismados protagonistas. Llama la atención cómo el autor obvia cualquier referencia histórica a la hora de describir el 1969 de su película: un año, recordemos, en el que Nixon y el Vietnam acababan con el sueño americano y los cambios sociales y otros tumultos se sucedían por doquier. De nada de esto son conscientes sus protagonistas, sobre todo un Rick Dalton obsesionado consigo mismo pero que, de todas formas, conecta con el espectador por su necesidad de hacer algo útil. La de escindir la realidad social parece una decisión deliberada que habla mucho de esa burbuja que acabaría explotando en la cara de América y que el director decide restaurar beatíficamente con un gigantesco «porque sí», un golpe sobre la mesa igual de contundente cuya onda expansiva ha molestado a todos aquellos que buscan algo con lo que molestarse, léase misoginia o cualquier variedad de esa nueva dictadura de esa corrección política que la película ni se molesta en anticipar. Dicho de otra manera: quienes acudan a la sala a presenciar los machetazos de la secta de Manson van a salir un tanto decepcionados.
Naturalmente, como en toda película de Tarantino, todo puede desmandarse en un momento dado y, como derivada de esa misma libertad, uno percibe una sensación de peligro en el ambiente, una amenaza cerniéndose sobre el trío protagonista que sorprendentemente el director desactiva en un desenlace brutal y, a la vez, tierno como pocas veces en su filmografía. La escena de Cliff internándose en la finca de Charles Manson podría ser la mejor escena de suspense y terror del año. ¿Ha llamado la madurez a la puerta del «enfant terrible»? Rotundamente no, o en todo caso, ya lo hizo en la infravalorada Jackie Brown, su tercera película.
Pero descendiendo a asuntos más terrenales, quizá con lo que se quede la mayoría del público (por cierto, se auguran recaudaciones excelentes para la película) es con el relato de una quijotesca «buddy movie» de dos personajes fenomenales y dos actores, DiCaprio y Pitt, que no tienen miedo de hacer el payaso ante la cámara y cuya química solo puede definirse como encantadora. Durante dos horas de Érase una vez en Hollywood no pasa realmente nada, algo que muchos atribuirán a la desaparición de su montadora habitual, Sally Menke, pero que resulta un nuevo deliberado capricho de su autor. Tarantino crea una burbuja para que sus creaciones se hagan amigas del espectador, enreden a su antojo y ciertos valores artísticos como el diseño de producción, la fotografía «no digital» de Robert Richardson y su selección musical brillen a una altura… cinematográfica. El que resulte entretenida para algunos y una experiencia frustrante para otros es algo bueno en la actual tesitura industrial del cine. Y en Érase una vez en Hollywood al menos se perciben dos cosas que creo que son inapelables: cómo Tarantino ha logrado desactivar lo relamido de ciertos diálogos en pos de una mayor naturalidad, de la búsqueda del «gag» visual, y también una ironía que es compatible con su devoción a iconos cinematográficos del (limitado) tamaño de Rick Dalton. En definitiva, un filme alegre sobre tiempos tristes y una reivindicación del poder de la ficción sobre la realidad que Tarantino no disimula en absoluto.
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