Residente número 1990-ESP: Ernesto Castro
La filosofía performativa parece ser la fiesta final de una disciplina que ya no remite a coderas rotas y muertes amargas sino que trata de conformar otro discurso simpático dentro del catálogo de discursos simpáticos de nuestro tiempo. Ernesto Castro ha probado muchos tintes para el pelo y muchos atuendos sin dejar de reconocer que Wittgenstein o Adorno quedan bien con cualquier cosa. Ahora ha hecho un libro sobre el trap en España que es como un Juego de tronos armado con los playmobil. Hay ambición por el dinero, sexo, traiciones y beefs. Lo ponen en YouTube. Yung Beef, C. Tangana y Rosalía se reparten las grandes escenas del show; pero también hay enanos que, de vez en cuando, dicen alguna verdad. El trap: Filosofía millennial para la crisis en España (Errata Naturae) llega a ser, les diría, apasionante.
—Resulta chocante que alguien formado en Filosofía acabe tan increíblemente cautivado por el trap como para escribir un libro…
—A los filósofos siempre les ha interesado la música, desde Pitágoras hasta Theodor W. Adorno, pasando por San Agustín, Jean-Jacques Rousseau o Arthur Schopenhauer. ¿Por qué motivo? Sobre todo por motivos políticos y matemáticos, que son los que también subyacen a mi fascinación por el trap. De hecho, el número de capítulos de mi libro guarda una bonita relación matemática con el guarismo preferido por los filósofos: el 3. Son 9 capítulos (32) con 3 apartados cada uno, lo cual resulta en un total de 27 apartados (33); que, sumados a la intro y al outro, da la edad que voy a cumplir este año: 29 años. Aquí donde me ves, yo soy muy neoplatónico… Ahora en serio: el motivo por el cual el trap interesa tanto a los filósofos, no solo a mí, es porque nuestra carrera es una cadena de montaje en serie de parados y precarios. Como digo en el libro, la primera vez que escuché a Pxxr Gvng (la banda de los pobres) yo estaba desempleado, y este año he tenido tiempo para escribir este libro gracias —o por culpa de— que he vuelto a estar sin curro. Si el trap es «el rap de los ninis», como rotuló infamemente La Vanguardia en 2017, entonces los filósofos somos los verdaderos y genuinos trap kings, pues ni hallamos trabajo ni está claro qué coño estamos estudiando.
—¿No hay algo de snobismo, a la manera de Žižek?
—A mí Žižek no me parece un esnob. Él no suelta chistes y comenta películas en sus libros para dárselas de enteradillo, sino para ilustrar sus teorías filosóficas, que sin esa ortopedia cómico-audiovisual serían incomprensibles para el común de los mortales. Más que esnobismo, hay un exceso de pedagogía en sus análisis culturales. La mayoría de los filósofos vivos utiliza las referencias culturales pop como una especie de Biblia para iletrados, pero no es mi caso. Mi libro no pretende convertir a Chanel o a La Zowi en la ilustración de ningún sistema filosófico preestablecido, sino más bien exponer la filosofía mundana que hay en su vida y en su obra. Como digo en la intro del libro, este no es un tratado de filosofía sistemática, sino una «ensalada de filosofemas y mitologemas» extraídos a partir del trap.
—¿Cuál es la tesis central del libro? La relación entre trap y crisis económica la veo algo forzada.
—Me sorprende que veas algo forzada mi vinculación del trap con la crisis en España dado el economicismo y sociologismo que campa a sus anchas en la crítica cultural de este país. Nadie se lleva las manos a la cabeza cuando un periodista musical español dice que el único motivo por el cual los festivales de música indie se petan cada año es porque hay mucho clasemediano suelto que busca distinguirse bourdieuianamente de la masa. A diferencia de esos «jornaleros del clic», como ellos mismos se llaman, yo sí le reconozco una cierta autonomía a la estética respecto de la ética y la política; no creo que la música urbana sea buena o bella porque la escuchen «los de abajo», o los de arriba, o los de enmedio; pero tampoco estoy ciego acerca de las condiciones socioeconómicas de este fenómeno generacional. Como digo en el segundo capítulo de mi libro, el trap probablemente hubiera llegado a nuestro país con independencia de que hubiera acontecido o no una crisis económica (y, concomitante a ella, una crisis cultural, estatal y de género), pero no habría sucedido tan súbitamente ni con tanta virulencia y capilaridad como lo ha hecho.
—La verdad es que el libro resulta entretenidísimo, incluso si no te interesa el trap. El personaje más fascinante me ha parecido Yung Beef. ¿Qué tiene este granaíno que ya con 20 años resultaba tan magnético y que aún sigue protagonizando momentos memorables (como la entrevista con Broncano)?
—Ojo, que Yung Beef es de mi quinta, que el año próximo estrenamos la treintena, que ya tenemos canas en los huevos. Él, como cantante para adolescentes, ya está en edad de colgar los hábitos; y yo, como filósofo académico, de empezar a construir mi propio sistema teórico. Como ambos somos así de raros, probablemente no lo hagamos. Pero tampoco pasa nada. Yo quiero pasarme un par de años más escuchando a Yung Beef sin pensar demasiado en la pregunta por el ser y sus propiedades trascendentales (la verdad, la bondad y la belleza). Respondiendo a tu pregunta: no tengo ni idea de por qué causa tanto furor el granadino. El otro día, en la presentación de mi libro en Zaragoza, la regente de la librería Antígona resumió su sex appeal en una frase: «de puro feo es guapo». Dicho sea alambicadamente: Yung Beef cumple dialécticamente con la propiedad trascendental de la belleza. Y lo mismo se podría decir del resto de propiedades trascendentales, por seguir no-pensando en ellas: la verdad (de pura fantasía, Yung Beef es auténtico) y la bondad (de puro pecador, Yung Beef es un santo). ¿Te vale como respuesta?
—Me impresionó eso que dijo en una entrevista (creo que a ti): «Tú eres dinero, directamente, tú eres crédito».
—En efecto, fue a mí. De los cientos de entrevistas que he hecho a lo largo de la última década, la del granadino es una de las que más me ha impactado; especialmente la parte en la que cuenta cómo su madre le educó «para ser un esclavo», para darle las gracias al empresario de turno por pagarle un salario de mierda a cambio de barrer suelos o fregar platos. Es justo después de esa confesión que Yung Beef declarara que él no se liberó de esa «cárcel mental», de esa «paranoia precaria», hasta descubrir que él también era dinero, que él también era crédito. Si no se tiene en cuenta ese contexto biográfico, es normal pensar que el granadino está cayendo aquí en la típica ideología de autoayuda de que «el mejor crédito consiste en creer en uno mismo». Nada más lejos de su forma de pensar. Él es consciente de que su éxito se debe a circunstancias puramente coyunturales, pero también sabe que en el capitalismo mediático actual se requiere una gran fortaleza mental, una fuerte creencia y un sólido crédito en uno mismo para aguantar con serenidad el bombardeo incesante de las redes sociales.
—Tangana, sin embargo, a través de tu retrato, me ha resultado algo gris.
—Mea culpa.
—Aunque heredada del rap, el llamado beef parece ser la herramienta preferida de los traperos para generar polémicas o dar que hablar o debatir sobre el propio mundillo musical. Por un lado es interesante. No hay en otros ámbitos este tipo de duelos. Los directores de cine no hacen cortos para defenderse de un crítico, por ejemplo. ¿A qué obedece esta particularidad? Por otro lado, ¿no es sintomático que los traperos sean capaces de hacer una canción (un beef) en unas pocas horas? Quiero decir: no dejan de poner sobre la mesa que la música que hacen es un poco ocurrencia y otro poco automatismo.
—A ojo de buen cubero, yo diría que toda obra de arte se compone de un 30% de ocurrencias y un 70% de automatismos. Yo, por ejemplo, no estoy escribiendo esta frase únicamente como bien se me está ocurriendo, sino también y sobre todo siguiendo los automatismos de la gramática y de la sintaxis española. A mi juicio, la jovial rapidez de los traperos es un sano correctivo frente a la ideología de la lentitud y del sufrimiento que tanto predicamento tiene entre los creadores de todos los géneros artísticos. Quiero decir: si para producir una canción de tres minutos y medio requieres de varias semanas e incluso meses de trabajo intenso, entonces puede ser que la música no sea lo tuyo, tal vez carezcas de talento (de ocurrencias) o, lo que es peor, de técnica (de automatismos). ¿Por qué motivo estos meta-beefs (estas polémicas sobre el propio mundillo artístico) se producen únicamente en el mundo del hip-hop y no, por ejemplo, como tú indicas, en el del cine? La respuesta rápida y sencilla sería decir que para rodar un corto se necesita de un presupuesto y de un personal que no se puede reunir tan raudamente como para grabar una canción. Pero entonces se plantea la cuestión de por qué en nuestro campo artístico —en el tuyo y en el mío, en el de la escritura, en el que, en teoría, solo se necesita «papel y lápiz» para componer un diss book o un beef article— hay tan pocas controversias acerca de la industria del libro. ¿Por qué motivo los lectores no se indignan cuando su escritor de cabecera deja de autoeditarse o de publicar con un sello independiente para fichar por un gran grupo editorial? Con esa pregunta termina justamente mi libro. La respuesta, a mi juicio, es tan sencilla como demoledora para nosotros: solo allí donde hay público y dinero puede haber querellas acerca de cómo deberían repartirse ambos.
—Yo he escuchado mucho rap y creo que el trap es como rap, pero quitándole todo lo bueno. Así, sólo queda el ego, la obsesión con el dinero y el plagio. Todas las voces son iguales, no como en el rap.
—Quizás. Pero también hay que tener en cuenta que la diversidad percibida depende de la familiaridad con lo percibido. A mí todas las canciones de dark metal me parecen iguales, pero ello tal vez se deba a que solo he escuchado unas pocas. Solo cuando estás familiarizado con una realidad puedes percibir su diversidad interna. Habiendo escuchado toda mi vida música vagamente asociada al mundo hip-hop, puedo decir que hay tanta variedad en el rap como en el trap, que no dejan de ser primos-hermanos de eso que ahora se llama «música urbana». Es más: yo diría que el uso desprejuiciado del Auto-Tune y de los ritmos y los samples, más allá del bombo-y-caja de los 90, habilita una mayor diversidad en el trap que en el rap. Eso en cuanto a la forma, en cuanto al sonido. En cuanto al contenido, si uno quiere escuchar letras en las que el ego, el dinero y el plagio cumplen un papel residual o menor, pínchese a —por mencionar únicamente a los artistas urbanos que analizo con cierto detalle en el libro— Cecilio G., Somadamantina, La Favi, Albany, Ms. Nina, Nathy Peluso, El Coleta, Moncho Chavea, Maka, Dellafuente, ¿Rosalía?, Pedro LaDroga, Maikel Delacalle, Broke Niños Make Pesos, Locoplaya, Lory Money o Glitch Gyals.
—Me parece muy simpática esta afirmación de D. Gómez: «El que esté haciendo trap y no nos conozca, que sepa que nos debe dinero». Sin embargo, creo que la música en España siempre ha sido una cosa de enterados: gente que escucha antes que nadie algo en USA o en el ámbito anglosajón y lo copia el primero y ya es Los Planetas o C Tangana. ¿No es un poco triste una escena, la española y musical, cuyo principal motor es la copia?
—En eso consiste el soft power, ¿no? Resulta muy difícil encontrar un campo artístico en el que el imperio político realmente existente hoy en día no ejerza su influencia. Pretender ser originales desde España sin tener en cuenta esa hegemonía, ya sea para secundarla o para combatirla, solo puede conducir al ensimismamiento y el provincianismo. Además, como ya pasó previamente con el imperio romano o con el imperio español, la superioridad cultural del imperio yanqui estriba principalmente en su alta capacidad de asimilación. En el campo de la filosofía, por ejemplo, los anglosajones siguen rumiando corrientes intelectuales surgidas originalmente en Viena (la filosofía analítica) y en París (la filosofía continental). Del mismo modo, en los últimos años se ha producido una hispanoamericanización asombrosa de la música estadounidense. No en balde, nuestra artista urbana más internacional, Rosalía, es la que mejor encaja en el cliché de aquello en lo que los españoles somos supuestamente únicos e irrepetibles: el flamenco (o, como yo prefiero llamarlo, el «flamencamp»). Cuanto antes rompamos con la idea de la originalidad, mejor.
Qué tiene este granaíno para ser tan magnético? [Curiosamente, a pesar del retrato tan favorable que se hace de él en este libro, Yung Beef ha pedido la retirada del mismo por considerar que la portada utiliza su imagen sin permiso ni, entendemos, contraprestación económica.]
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