Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971) conserva todavía el acento andaluz de sus años juveniles en Granada. También ama los sombreros, y su paso por las calles madrileñas tiene siempre un aire de película antigua en la que siluetas en blanco y negro susurran secretos e historias. Es alguien que vive en la literatura, que la respira, la devora y es devorado por ella. En 2012 obtuvo el Premio Torrente Ballester por La fuga del maestro Tartini, y en 2006 recibió el premio internacional de novela Luis Berenguer por su novela El segundo círculo. Traducido al francés y al rumano, la crítica también ha celebrado con inmenso entusiasmo sus otras novelas: Santo Diablo; El juego del mono; No cantaremos en tierra de extraños; y también su creación más reciente, Escarcha (Galaxia Gutenberg) que en opinión de escritores como Manuel Longares y Luis Mateo Díez representa una de las grandes piezas narrativas de los últimos años en lengua española.
—Un primer elemento que me parece llamativo en Escarcha es que no se suma a esa línea épica, quizá maniquea, con la que cierta narrativa española refleja la dictadura y la Transición. El protagonista no tiene carne de héroe, y en sus venas hay sangre de los dos bandos que participaron en la guerra. Es algo dramático, él es su propio Caín y su propio Abel. Parecía más cómodo sumarse a esa corriente de una “memoria histórica” que un autor como Cercas en su magnífico libro El impostor comienza a cuestionar, pero lo cierto es que aquí no hay concesiones sentimentalistas, sino que hay una mirada sobre una España real que encarnaba en sí misma su victoria y su derrota, su tristeza y su esperanza. ¿No teme que afecte a la recepción de su libro el no reincidir otra vez en una supuesta resistencia heroica?
—Todo lo contrario. Si nos preguntáramos cuántos bandos contrarios hemos heredado en nuestros genes desde hace solo veinte generaciones nos sorprenderíamos de cuán absurdo es este debate. La síntesis de los contrarios está en el núcleo de nuestra naturaleza humana, y el reto de cada individuo es elegir su propio destino en medio de un mundo heredado y confuso. Ese es el problema con el que se va a encontrar Monte, el protagonista. Su experiencia es la de la gente de mi generación, que nació en una España franquista en transición hacia otra democrática. Había que hacerse a sí mismo en medio de valores enfrentados dentro de las mismas familias. Eso es España. Era como comer un guiso vegetariano donde alguien de los tuyos ha echado una ristra de morcilla. Educarse es alimentarse con las acciones de los antepasados, las buenas y las aborrecibles. Y en lugar de morir atragantado y en conflicto con los demás, buscar esa luz que habita en el interior de cada uno, la que nos permite ser nosotros mismos y conectarnos con los demás.
—La noción de alma parece fundamental para leer Escarcha. Hay un doloroso pero fulgurante proceso en el que el protagonista parece perder su alma en manos del mundo adulto que lo rodea, y la novela es su lucha por reencontrarla. ¿Cuál sería su definición de alma? ¿Comparte esta lectura que le comento?
—Está muy bien visto. Esencialmente, es el tema de la novela. La lucha por conectarse con la esencia sagrada de uno mismo y con el resto de la existencia: las personas, pero también la naturaleza entera, el cosmos. Esa es el alma. El lugar donde uno ve por fin, donde dejar de estar ciego. El lugar del amor también; donde uno es capaz de amarse a sí mismo y amar todo lo que existe. Donde lo externo y lo interno se funden. Donde se destila la experiencia y nos vamos transformando en seres completos.
—Es una novela ubicada en el fin de la dictadura franquista y el comienzo de la democracia. Esas heridas supuran a lo largo de Escarcha, pero no se trata de una novela realista. Aquí hablamos de otro elemento que también va a contracorriente de lo que es la narrativa española actual. Coménteme algo sobre eso.
—Todo depende de lo que entendamos por realidad. Yo entiendo por realidad todo lo que nos sucede, lo que queda en el marco de nuestras experiencias, lo que incluye la imaginación y los sueños, y también las intuiciones. Trato de que mis novelas incluyan estos aspectos que nos acompañan a todos cotidianamente. Además, en la tradición cultural española hay un realismo mágico latente relacionado con los santos, las ánimas, los fantasmas, que en mi infancia bebí en el pueblo de mis abuelos, como tantos otros españoles. La cultura urbana ha ido enterrando este tesoro, que se desentierra fácilmente en la literatura en cuanto te pones a escribir sobre la infancia. Además, la novela sucede en Andalucía, donde algunas tradiciones suelen tener ciertos reflejos mágicos.
—Algunos de sus personajes se repiten en varias de sus novelas: El juego del mono, No cantaremos en tierra de extraños y ahora en Escarcha. Los va relatando sin orden cronológico y con tal libertad que cada uno de ellos parece tener sentido en la propia novela y reinventar ese sentido en las siguientes. Son fijezas que mutan. ¿Por qué esta insistencia en los Montenegro?
—Todas mis novelas son muy diferentes entre sí, porque trato de que cada contenido tenga su forma propia. Pero a veces uno crea personajes cuya fuerza supera los cálculos de su autor. Se empeñan en ir habitando el resto de las novelas, en distintas edades y circunstancias. Algunos incluso llegan a resucitar, como subrayando el carácter de ilusión que tienen las ficciones. Es algo que aprendí en las novelas de Onetti y de Valle-Inclán. Los Montenegro nacen de este último. Son descendientes de un personaje de Valle, pero también de un antepasado mío. Invención y experiencia se cruzan en los Montenegro, como apuntalando las dos inspiraciones más fuertes de mis novelas: la imaginación y la propia vida. ¿No es así como vivimos? Casi como si fuéramos inventando lo que nos pasa. Los Montenegro son una gente que he inventado para que acompañen las acciones de mi escritura, que es a lo que dedico mi vida. Ellos son yo. Yo soy ellos. Los narradores habitamos un territorio intermedio donde nuestros personajes nos miran a los ojos y nos conocen mejor que nadie.
—Hay elementos simbólicos en Escarcha que me parecen fundamentales: el tesoro es el primero de ellos. Al inicio y al cierre de la novela encontramos la presencia de un particular tesoro. También, y es algo que sucede en otras novelas suyas, la presencia de hermanos gemelos. No puedo dejar de pensar en los Dioscuros de la mitología clásica: Cástor y Polideuces, que alternan su existencia como mortales o dioses en el Hades y el Olimpo. ¿Qué representa esa figura de los gemelos?
—Me fascina la identidad esencial que hay entre individuos diferentes. Y las diferencias notables que hay entre identidades que parecen iguales. Los gemelos representan una metáfora de los seres humanos. Parecemos iguales, pero no lo somos. Tenemos dones e inclinaciones diferentes. Somos capaces de encauzar nuestras vidas según nuestras elecciones. Y, al mismo tiempo, en esencia somos el mismo, y en esa esencia nos podemos conectar. Los gemelos son el colmo de esta doble paradoja. Por eso también me fascinan las bandadas de pájaros. Todos parecen el mismo pájaro, pero no lo son, son individuos diferentes, pero esencialmente todos son un pájaro. En el fondo, se trata de desenmascarar lo que hay detrás de las apariencias. Lo mismo ocurre con el tema del tesoro. Hemos recibido tesoros que no lo son realmente. Y el nuestro, el verdadero, nos está esperando en cuanto nos desprendamos del falso, por mucha seguridad que éste nos dé. Ese es otro de los temas de Escarcha y, en realidad, de la vida. A veces el miedo, la necesidad de seguridad, nos impide ser libres y, por tanto, ser lo que verdaderamente somos.
—¿Se siente cómodo si leemos este libro como una novela de formación?
—Es curiosa esta pregunta. Es la primera vez que me la hacen, y me provoca el siguiente pensamiento: la formación en esta novela es deformación, en realidad. El protagonista quiere huir de la “deformación” que recibe a través de los malos maestros. La experiencia más fructífera es la de arrojar las herencias para ser uno mismo. En este sentido, Escarcha encuentra cierta inspiración en una novela canónica de formación, Retrato del artista adolescente, de Joyce. Pero, sobre todo, en una novela que no se suele considerar una obra de formación, pero que bucea en la memoria como ninguna: En busca del tiempo perdido, de Proust.
—Hay un famoso autor del siglo pasado, Juan Pérez Zúñiga, que incluso tiene una calle en Madrid. No son parientes, pero usted tiene una fotografía suya cerca de su mesa. Hay allí un guiño de la ficción que se toma con humor. ¿No ha pensado explotar ficcionalmente esa confusión?
—No sé si te has fijado, pero está al lado de un retrato de Juan Eduardo Zúñiga. Colecciono Zúñigas. Incluido a mí mismo. Y a mi hermano José María, por supuesto, a quien está dedicada esta novela. No es casual que sea ésta, porque es la que más trabajo me ha costado. Entre los cuatro (y alguno más que hay por ahí) pretendemos asegurarnos el nombre de alguna calle, aunque por ahora Juan gana por goleada. El resto del marcador está a cero. Pero no importa. Yo es otro, ya lo sabes. Y más si te llamas Pérez Zúñiga y eres escritor.
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