La única descendiente de mi amigo N. vino al mundo a mediados de junio de 2002, nueve meses después del acto terrorista que puso de cabeza al nuevo siglo. Al igual que la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, el incidente entre N. y la que entonces era su exnovia tuvo en realidad poco de casual, pues como ella más tarde confesaría, la tragedia en Manhattan vino a darle la pauta para hacer realidad sus esperanzas.
Nunca fue N. un candidato ideal a la paternidad. Alérgico al trabajo, amigo de la bohemia y esquivo ante la mínima sombra de compromiso, N. había logrado nadar “de muertito” ante las numerosas insinuaciones de la chica, que aun ante el peso de las evidencias —más la distancia creada por el rompimiento— seguía creyendo que N. sólo necesitaba de un pequeño empujón para sentar cabeza y transformarse en hombre de familia. La mañana del 11 de septiembre de 2001, algo menos de una hora después del atentado en Nueva York, N. escuchó entre sueños repicar el timbre de su departamento.
Habituado a jamás dejar la cama antes del mediodía, mi amigo abrió la puerta con los ojos cuajados de legañas y la cabeza demasiado pesada para entender qué demonios hacía esa pequeña televisión portátil colgando de una mano de la que había sido su novia por siete años y de pronto volvía a aparecerse. Claro que N. no tenía televisión, ni muy probablemente la necesitaría a semejantes horas de lo que para él era aún la madrugada de un martes como todos. ¿Cómo iba a imaginar que a partir de ese día su vida, como tantas, nunca más volvería a ser la misma?
No hace falta mucha imaginación para inferir lo que N. y la mujer hicieron ese día, nada más asomarse al noticiero, contemplar las imágenes que estremecían al mundo y acelerar la reconciliación. La lucha de la especie por sobrevivir supone la pelea cotidiana de grandes batallones de anticuerpos, que sin embargo resultan inútiles para frenar un atentado terrorista, y es ahí donde entra Eros al relevo de Thanatos. El pavor a la muerte es un llamado urgente a celebrar el rito reproductivo, y esto no lo ignoraba la novia restituida, que estaba en uno de sus días fértiles y encontró en la catástrofe neoyorkina la oportunidad de contrarrestar esos miles de muertes con al menos un próximo alumbramiento en tierras mexicanas.
Es probable que la hija de N. y su hoy exesposa —quien ni siquiera bodorrio mediante logró ponerlo al tanto de las bondades propias del trabajo— cumpla sus dieciocho años en cuarentena, al tiempo que millones de parejas mitigan el horror omnipresente por el mismo camino que la trajo a este mundo en 2002. ¿Es motivo de alarma la inminente llegada de millones de hijos del confinamiento para el arranque de 2021, en medio de una crisis que se anuncia no menos pavorosa que la pandemia que la motivó, o sería éste un síntoma esperanzador del empeño vital de nuestra especie? Por lo pronto, la fábrica terráquea funciona al tope de sus capacidades. En su lecho de vida, mi amigo N. debe de estar aterrado.
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