Lo que más me llamó la atención de Madrid cuando, al poco de cumplir dieciocho años, llegué a la capital del Reino para estudiar Periodismo, no fue la altura de sus edificios, la belleza de sus monumentos o la efervescencia hormonal de su noche, sino la legión de vagabundos lisiados o mutilados que había —y sigue habiendo— por el centro de la urbe. En las calles de Ciudad Real nunca se vio ese lumpemproletariado masivo, terrible y grotesco de cojos, mancos, ancianas con las piernas quebradas por tres partes o tipos con la cara quemada y sin dedos que, exhibiendo sus taras físicas, a veces contando sus dramáticas historias —siempre me pregunté hasta qué punto fabulaban o decían la verdad—, suplicaban “una ayuda para comer”. El hecho de contemplar a diario este bodegón de buscones, como diseñado a la vez por Diógenes y Tod Browning, empezó a dinamitar mis usos de muchacho de provincias e inauguró una metamorfosis personal, llena de aventuras imprevisibles, momentos memorables, algún bofetón preventivo, amantes efímeras y, sobre todo, amigos eternos, que se materializó, y no ha poco, en un sentimiento de pertenencia candente, efusivo y cuasi instintivo hacia esta metrópoli tan hermosa y tan sucia, tan generosa y tan cruel, tan sacrílega y tan devota, tan castiza y tan guiri, tan chulapa y tan hipster, tan Serrano y tan Entrevías, tan Carmena y tan Ortega Smith.
Redescubrí Madrid, mi Madrid, el pasado sábado, 2 de mayo, primer día de la Fase 0 de la desescalada, o como se diga, a las nueve menos cuarto de la mañana —esta precisión temporal se debe a que, como escribió el compadre Santamarina, soy consciente de la “desactualización casi inmediata” de lo que ahora se publica: el artículo que están leyendo fue parido durante la tarde del domingo 3; salvo cosa rara, saldrá el viernes 8, y sé que es bastante alto el riesgo de que, para entonces, dada la volatilidad y la rapidez con la que transcurren y cambian los acontecimientos, se haya transformado en un yogur caducado—, ataviado con una camiseta azul cobalto, un pantalón naranja chillón y unas tenis con agujeros, como una mascota de la Fanta, como un reclamo de francotiradores, por eso de que al fin, Deo gratias, se permitía hacer deporte y pasear con una serie de medidas y restricciones detalladas en el BOE.
Fue emocionante ver y transitar, por vez primera en mes y medio, por la glorieta de Bilbao, la calle Fuencarral, la Gran Vía, Sol, la calle Arenal, Ópera, el Palacio Real y el laberinto de estrechos pasadizos que hay entre el Senado y Leganitos —me detuve ahí por un puto flato—. Mi encéfalo segregó endorfinas de un modo espídico y reconozco que, durante esa hora de carrera, me olvidé completamente de los muertos por Covid-19, del caos, de las ruedas de prensa de Fernando Simón, de las irritantes sesiones parlamentarias de las últimas semanas y de la EPA. En definitiva, fui feliz. Reencontrarme con mi territorio fue la leche. Y una ráfaga de recuerdos me acribilló mientras, precariamente, estiraba isquiotibiales, aductores y gemelos. Me acordé del ejército de tullidos antes mencionado, y de aquel recital de Benjamín Prado al que fui con David García, y de aquel beso peliculero en Barajas con mi novia de la universidad, y de cuando Paquillo me llevó a la discoteca Palace y aprendí lo que era una verdadera bacanal, y de cuando Enrique Sánchez, ciego perdido, se tiró en plancha sobre unas cajas de cartón que cubrían a un mendigo, y de aquella fiesta en la que bailé descamisado con mi querida Ana Sepúlveda —¿dónde estará aquella infame foto?—, y de José y Lara en La Bicicleta diciéndome que me librara de aquella zumbada que, tras un mes de relación —la cursiva es importante—, quería ser madre, y de cuando en cuarto de carrera soñábamos con ser Extremoduro y actuábamos en La Leyenda para veinte o treinta personas, y de aquel concierto en el Palacio de los Deportes de Leonard Cohen, y de aquel otro de Nick Cave en el Palacio de Congresos, y del de Franco Battiato en Real Jardín Botánico Alfonso XIII, y de las mil y una noches en Ocean, y de aquel fiestón por San Cupertino en mi anterior piso, y de las corridas en Las Ventas con Javi Romero, y de cuando, en la calle Colón, debatí con Bunbury sobre cuáles son los tres mejores discos de Bob Dylan, y de los arroces en L’Albufera con Raúl del Pozo, y de aquella borrachera con Jeosm y Reynaldo Sietecase en la que a un amigo del segundo le birlaron el móvil, y de la presentación de Aterrizaje forzoso en la Casa de Granada, con tanta gente querida, y de aquella extraña conversación que Marta Gutiérrez y yo mantuvimos con un camello travesti en un banco frente al Café Comercial.
Y ahora, veinticuatro horas después de esa micromaratón urbanita, aquí me tienes, con unas agujetas como catanas, tarareando el “Yo me bajo en Atocha” de Sabina, muriéndome de ganas de abrazar a los amigos —mientras trato de omitir que tardaré casi dos meses en hacer lo propio con mis padres—, y de recibir en mi keli a los que viven fuera, como Álex, Lucía, Fede o Denis, y de recorrer con ellos nuestras rutas migratorias, y de asaltar el Honky Tonk con las hermanas Mateos, y de cerrar el Ocean y marchar con Alberto y Víctor al Ocho y Medio, y de pedir otra ronda de oloroso en El Candela, y de perderme en los pasillos de la librería Ábaco, y de refugiarme en Amapolas en Octubre, la ínsula literaria regida por Laura Riñón, y de acariciar al gato negro de La Venencia, y, cómo no, de apurar la penúltima jarra, en aquel bar cavernario que no queda lejos de donde vives, de esa maldita sangría que tanto te gusta.
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