Para intentar entender por qué las heroínas del S.XXI son como son, les propongo realizar un breve tour al interior de algunas de las mujeres que han poblado los libros a lo largo de la historia y la literatura. El principio es tan aparentemente sencillo como éste: las heroínas literarias siempre se han movido por amor.
El amor las guía. Las diosas, enamoradas de los héroes, bajaban al mundo para socorrerlos o bien intercedían por ellos cuando la ira cegaba a los Titanes. Y es que no hay ser más libre, audaz, poderoso, inteligente, valiente, tenaz, peligroso, letal, que una mujer enamorada. Tal vez por eso la literatura se nutre de heroínas cuyo motor, visible casi siempre, oculto a veces, es el amor.
Athenea, enamorada del joven Ulises, le ayuda con mil trucos, acudiendo siempre a su llamada. Circe, Nausícaa, la propia Penélope… La Odisea, primer gran libro de aventuras y héroes, ya está repleto de mujeres que actúan por amor.
Diosas, fieles esposas, jóvenes inocentes, hechiceras convincentes… Todas ellas giran en torno al hombre que, por desgracia, casi nunca está a la altura de los sentimientos que despierta.
Las otras, las heroínas de las novelas posteriores, continúan fieles el esquema de comportamiento de sus predecesoras: la desilusión, la venganza, el odio, la audacia, son la consecuencia de una huella masculina en el alma. La consecuencia, casi siempre, de una ausencia. Las heroínas literarias se mueven en el marco de las ausencias con singular arrojo y valentía.
El hombre asombrado que se sienta a escribir novela en el S.XIX es muy consciente de ello; ha visto y leído a las hetairas del barroco adueñarse del alma de los poetas, fornicar con papas y cardenales; posar desnudas para los pintores de las principales cortes de Europa; reinar en los salones del S.XVIII con un brillo intelectual y social jamás alcanzado por ningún varón; intervenir en la sombra sobre asuntos de Estado o en consejos de guerra; retrasar, con su sexo, la hora prevista para la batalla, parir hijos ilegítimos que luego serían coronados reyes; construir hogares en vivacs de soldados; conservar la memoria de dinastías ancestrales susurrándoselas a sus hijos como canciones de cuna. Las ha visto morir mil veces a lo largo de la historia de la literatura por causas que un hombre apenas podría explicar: morir en la hoguera por defender una intuición; morir en el lecho por parir a un bastardo; envejecer, extenuadas, compaginando cargas familiares, trabajos inhumanos y mal pagados con una salud precaria derivada de sus deplorables condiciones de vida; consumirse en el olvido más insoportable por no traicionar a un amante.
El escritor del XIX que inventa la novela conoce a esa mujer, escribe sobre ella; incluso a veces se hace pasar por una ensayando a meterse en su cabeza; travestirse con su piel, afinar la voz hasta convertirla en la de la heroína romántica, pero por más que intentará contar, nunca logrará entender. El novelista del XIX que incluso a veces logra escribir obras maestras con nombre de mujer nunca comprende del todo; duda siempre del amor que las empuja y como desconfía y es torpe y no es fácil comprender el alma de las mujeres heroínas, confundido, casi siempre termina conduciéndolas a un desenlace desgraciado: Madame Bovary, La Regenta, Ana Karenina, La adúltera, Effi Briest, Naná, Marion Delorme, La Dama de las Camelias… Todas, de alguna u otra manera, son castigadas literariamente por su coherencia patológica a la hora de amar.
Y claro, ante este panorama algo tenía que decir la mujer, que empieza a tener una todavía débil pero ya imparable voz propia en la literatura. Su rebeldía transciende lo doméstico y se adueña de lo social. Son sabias porque llevan siglos mirando en silencio, lo cual las ha colmado de valentía y fortaleza. Manejan como nadie el poder de la observación y cuentan con un aliado indestructible: la soledad, en la que son capaces de sobrevivir como ningún varón podría hacerlo.
Ellas siguen escribiendo —¡cómo no hacerlo!— sobre heroínas enamoradas pero ahora intentan explicar, desde el corazón femenino, el porqué: Emma, Orgullo y prejuicio, Mansfield Park, Persuasión, Cumbres Borrascosas, Jane Eyre, son algunos ejemplos de mujeres contadas por mujeres que todavía aceptan las reglas del juego aunque ya con una emergente feminidad conquistadora que proporciona, de manera lenta pero segura, un esperanzador margen de libertad.
La heroína del S.XX es hija de todo aquello y además tiene algunas certezas literarias que recompensan la lucha: Sabe, por ejemplo, que el único ser capaz de vencer a Sherlock Holmes es una mujer; que una amable abuelita solterona de Saint Mary Mead puede ser el más sagaz de los sabuesos investigadores; que una analfabeta desconocida puede llegar a ser Reina del Sur o que, como magistralmente se encarga de recordarnos Simone de Beauvoir, Todos los hombres —afortunadamente— son mortales.
Así que con toda esa herencia, la heroína literaria del S.XXI debería alzarse más que nunca con una seguridad y una fuerza nunca antes reunidas, pues ha entendido la necesidad de diferenciarse disfrazándose de guerrera para salir a pelear en un territorio que aún hoy sigue siendo hostil para ella: la gran metrópolis, con sus reglas sucias y su organización caótica e injusta es el perfecto campo de batalla para esta mujer que sigue disponiendo de las mismas armas que hace siglos: el silencio, la soledad del marginado inteligente, la coraza o disfraz para minimizar el daño, la lucidez que le dan su sexo y su condición femenina frente a los hombres, una capacidad ilógica para soportar el dolor y por último, una frialdad de reloj dentro de un congelador a la hora de ejecutar la venganza.
Por todo lo anterior, quizás el personaje literario que mejor encaje en la heroína de nuestro siglo sea la Lisbeth Salander de Millennium que, de hecho, cuenta con ilustres predecesoras:
La Jorgina de Enid Blyton, la primera y más famosa tomboy de la literatura juvenil, jugando a la ambigüedad con su famosos Cinco amigos; Momo, referencia de heroína solitaria y urbana donde las haya; Lucy Pevensie, guerrera-mujer heredera última en las Crónicas de Narnia; Hermione Granger, encarnación de la lucidez y la inteligencia de la saga Harry Potter; Katniss Everdeen, recién llegada a la lista de heroínas implacables, vencedora de Los juegos del hambre; incluso la icónica Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s, a quien la Salander copia en lo básico, pues ambas mantienen una lucha solitaria por sobrevivir construyendo sobre las ruinas del desengaño una coraza protectora hecha de inteligencia e imaginación.
Todas ellas son nuestras heroínas del último siglo, más o menos perfectas, más o menos adaptadas a su época. Para los jóvenes de hoy, disfrutar de su compañía literaria es un consuelo; saber que algunas nacen del genio creativo de un hombre, una gran lección.
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