En la página 305 de El secreto de Spinoza aquel filósofo que sembró la Ilustración parece describir la actual polarización extrema y hasta la fe identitaria y ciega a que a veces inducen las redes sociales. Allí el legendario pensador de la racionalidad le dice a su interlocutor: “La polémica es emoción pura. Y lo que yo pretendo es discutir con la razón, sin pasiones que tan solo oscurecen el camino de la verdad. No vale la pena intentar convencer a quien, por la emoción, nunca aceptará ver la razón, sean cuales sean los argumentos que invoquemos”. El autor de esta novela verídica y basada en una descomunal investigación sobre la vida y obra de Baruch Spinoza, es el escritor portugués José Rodrigues dos Santos, que visitará en unas semanas Buenos Aires: Lisboa oficiará este año como ciudad invitada en la Feria del Libro.
Existe la idea, en esas usinas académicas, de que “la democracia es un problema” y que traicionó al pueblo, puesto que entronizó a Javier Milei y permitió la destrucción de los “impresionantes logros del movimiento nacional y popular”. Es interesante comprobar aquí cómo se abroquelan en un modelo que fracasó con estrépito y que fue castigado sin piedad por una mayoría policlasista y muy amplia, y cómo prefieren una salida autoritaria al sufrido albur de las urnas. Cumplen inconscientemente la máxima de Spinoza: nunca aceptarán la razón por más argumentos que les ofrezca la pura realidad. Esos pensadores radicalizados están resentidos con el libertario puesto que éste les arrebató la palabra “revolución” y con ella consiguió “interpelar a los postergados”, eufemismo para encubrir a las víctimas más vulnerables que dejó como saldo precisamente el desastre kirchnerista: pobreza masiva, indigencia abismal, devastación productiva y escandalosa quiebra del Estado.
El resentimiento con la “democracia burguesa” coincide con la desconfianza de La Nueva Derecha, que también la considera una “cáscara vacía”. La acción de unos y otros resulta destructiva para el proyecto siempre inconcluso de la democracia republicana. Los primeros deterioraron, como detectó perspicazmente Roberto Gargarella, el consenso del Nunca Más, al sugerir que no toda la violencia política es repudiable y que había regímenes hegemónicos y hasta totalitarios, como Venezuela, que podían ser defendidos.
A eso se añade desde hace un tiempo, a modo de adoctrinamiento, la glorificación de la “juventud maravillosa”, ya no por ser blanco desgraciado de la represión ilegal sino por haberse alzado en armas contra el “sistema” (democrático) durante los años 70. El mileísmo, asentado en el poder, aporta ahora más elementos para cuestionar ese consenso del Nunca Más, puesto que algunos de sus intelectuales repudian sin ambages el Juicio a las Juntas y la conformación de la Conadep; creen que Ernesto Sábato era un miserable “comunista” y que Raúl Alfonsín era un “canalla”, y están persuadidos además de que los perpetradores debieron haber sido juzgados por tribunales militares y que la dictadura de Videla sólo continuó y profundizó las órdenes emanadas del gobierno peronista.
El último punto, aunque sesgado, es difícil de refutar por completo: fue el propio Juan Perón quien ordenó las represalias a gran escala y a punta de metralleta después de que sus muchachos “imberbes” ejecutaran a José Ignacio Rucci, y quien también inspiró la articulación de la Triple A, apoyado expresamente por todo el Consejo Nacional Justicialista, que desató una guerra de búsqueda y exterminio de las “formaciones especiales” y sus amigos y aliados. De esos crímenes de lesa humanidad contra los “zurdos” (Perón dixit) casi nadie habla y muy poco se ha juzgado; la izquierda del Movimiento fue más bien negacionista con respecto a ellos, puesto que no querían enfrentarse históricamente con el General ni perder la franquicia rentable del peronismo. Los hombres y mujeres asesinados por ERP y Montoneros tampoco fueron recordados: hay cientos de muertos injustamente olvidados por el Estado, por la historia y también por los responsables de esas masacres, que ni siquiera tuvieron a bien pedirles perdón a sus familiares todavía dolientes.
Es cierto, a su vez, que hay militares detenidos en un eterno limbo judicial, o que han cumplido ya los años suficientes como para pasar a prisión domiciliaria, y que toda esta situación irresuelta desnuda una sociedad capaz de comerse al caníbal, y de negarle derechos humanos a quienes los violaron. Ahora bien, ninguna de todas estas irregularidades puede habilitar la idea de que la dictadura militar es inocente de una de las tragedias más escalofriantes de la historia de Occidente: en el mundo somos conocidos por el asado, el fútbol y los desaparecidos. Reivindicar el terrorismo setentista y negar el terrorismo de Estado son dos equivocaciones igualmente peligrosas e inadmisibles. El hecho de que Néstor Kirchner, quien nunca se interesó por el tema, lo haya utilizado como insumo político del presente y que haya elegido además a Horacio Verbitsky —involucrado en aquel peronismo insurreccional y por lo tanto absolutamente parcial en su juicio— para contar la nueva “historia oficial”, es un episodio que guarda cierto paralelismo con el súbito interés de Javier Milei por tan lejana problemática y su decisión de entregarle la narración presidencial a Juan Bautista Yofre, autor de recomendables libros revisionistas pero con una posición poco equidistante, por no decir directamente antitética a la anterior. Del Perro Verbitsky al Tata Yofre sin escalas marcha una narración que para ser veraz debería presentarse como poliédrica y ecuánime, aunque esto no significaría nunca empatar las responsabilidades jurídicas ni humanas. Intentamos razonar sobre esos complejos episodios no sólo porque todavía está fresca la conflagración retórica del domingo 24 de marzo, sino porque el asunto sintetiza una actitud desmesurada y pendular que trasciende esta cuestión y se proyecta sobre muchas otras: el gobierno libertario, para huir de Retiro necesariamente quiere bajarnos en Tigre, sin tener en cuenta ninguna de las estaciones intermedias. Esa metodología de extremos fulminantes induce a pensar que la única manera de seguir luchando contra el kirchnerismo es transformarse en trumpista.
Malversar la palabra progresismo fue tan grave como lo es hoy malversar el concepto liberal; adulterar la historia sin aceptar su entretejido de contracaras y contrasentidos, significa siempre un desencuentro y solo sirve para atizar la polarización. He aquí la verdadera ganancia del oficialismo, que ahonda la grieta para remarcar su distancia no solo con la “casta” sino con cualquier rasgo cultural vinculado a la élite kirchnerista, que hoy es mancha venenosa para una gruesa mayoría de la opinión pública. Admitamos que esa estrategia agonal le permite diferenciarse, mantener la centralidad de la agenda y ganar tiempo para pasar el invierno de la mishiadura; también que el truco no mejora la calidad de la conversación ni el esclarecimiento de los dramas que siguen abiertos. Esta depuración de los datos, este empeño por no aceptar la brocha gorda, esta búsqueda de separar los hechos probados del error inducido, sigue siendo por lo tanto el único camino para construir una autoridad moral. Sin ella, cualquier crítica es imposible, en ésta o cualquier otra circunstancia. Lo decía Spinoza: “De todas las ideas, que cada uno tiene, hacemos un todo, o lo que es lo mismo, un ente de razón, al que llamamos entendimiento”. Sucede con una persona o con una nación, si todavía posee la voluntad de eludir relatos fáciles y lugares comunes, desoír operaciones intencionadas y divisionistas, y eludir las fábulas religiosas con las que los populismos de cualquier signo corroen el consenso, es decir: los cimientos de la democracia. Sin esos cimientos, hay mística, pero no hay país normal.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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