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Escorpión

Viene de la lumbre. Se arrastra desde el resplandor a toda velocidad y se detiene como una mancha en el suelo. Quietud de pinzas tensas, de aguijón alzado. La mirada radar. Como si todo lo alcanzara sin moverse. Atento a la muerte.

El escorpión habla con la muerte y le pregunta si es a mí a quien toca representarla, si es él el que se pondrá su rostro de máscara aplastada y prensil.

También yo le pregunto.

Ella nos observa a ambos desde la penumbra, allá donde la chimenea desliza su baile de sombras.

Hay respuestas para los dos.

Todo está ya calibrado.

Cada uno a su tiempo.

Horas atrás, el escorpión se había acurrucado en su escondrijo cuando sintió que me acercaba a la leñera. Se amoldó de manera inverosímil a la hendidura del tronco, ajustando su carne a los diminutos salientes y a la seguridad de los recovecos ínfimos. Y así viajó en mi mano, ignorando la carne entrevista, aplazando el desenlace, mientras lo metía en la casa.

Se aferró aún más a la hendidura cuando sintió el golpe del tronco en el suelo.

Yo encendí la chimenea. Y, así, sin saberlo, mientras las ramas prendían, convocaba movimientos invisibles.

El calor los alentaba. El tiempo era el aire que aumentaba de temperatura mientras la burbuja del silencio se llenaba de chisporreteos, aquí y allá.

Los percibían los ocho ojos del escorpión, incrustados en su cabeza como constelaciones. Y esos ojos que absorbían y reflejaban las chispas del fuego transmitieron la urgencia de abandonar el escondite.

Tuvo que saberlo: que el tiempo se acaba según el tronco se consume. Y que el siguiente tronco sería el suyo.

Pues era inútil maldecir haber elegido la leñera tras abandonar el olivo cuando percibimos el canto del búho, que erizaba los filamentos auditivos de las pinzas.

Suyas o mías no importaba si yo era la criatura agazapada. La que había errado con mi elección y la que ahora saltaba desde el tronco que aguardaba su turno en la chimenea.

El suelo frío. La espera. La vibración de un paso. El correteo en la dirección opuesta. La espera. La vibración de otro paso. La huida ahora hacia la sombra. Los pasos invisibles que se apresuran. El cambio de rumbo.

Son el hombre y la muerte y el animal. Un tres en raya que se mueve por la habitación sin que ninguna de las piezas sepa cuál cazará a la otra o cuál sabrá esconderse.

El tiempo es el camino de la vida, susurra la muerte para desencadenar un último movimiento.

Es entonces cuando el escorpión aparece ante mis ojos, después de correr bajo el sillón de lectura.

Es entonces cuando me reflejo en los ocho ojos del escorpión.

El tiempo es el camino de la vida.

Abro una puerta.

El frío ilumina la habitación.

La chimenea oscurece la noche.

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