El hampa
Decía Tolstoi en la primera frase de Ana Karenina que “todas las familias felices se parecen, pero que las infelices lo son cada una a su propia y distinta manera”. No se me ocurre una mejor forma de resumir la esencia de la ficción.
Para que una historia sea interesante debe hundir sus raíces en el conflicto, ya que éste desvela la condición humana como un espejo. Ya sea enfrentándose a la pobreza, a los apaches, a un invasor extraterrestre o a las propias inseguridades, el ser humano sólo se conoce a sí mismo en los problemas. El resto del tiempo las cosas van demasiado bien para detenerse a reflexionar. Y en ficción, si las cosas van muy bien el lector bosteza. Ese es el peor pecado que puede cometer un escritor.
Los tiempos de crisis —y el de la Sevilla del XVI era muy similar al nuestro, como ya habrá notado el lector— no sólo retratan a sus protagonistas individuales, sino que destilan la propia esencia de la naturaleza humana, con todas sus consecuencias. Por eso los escritores volvemos una y otra vez a la Segunda Guerra Mundial, a la Guerra Civil, a la Francia Revolucionaria… o al amor, que es la batalla más cruenta de todas.
Por eso Sancho se desenvuelve en el mundo del hampa sin ser él un hampón, sino lo contrario de uno. Su propósito es noble, al revés que el de aquellos a los que se enfrentará, vivan en la Corte de los Ladrones o en un palacete junto a la Plaza de San Francisco. Investigar el hampa sevillana recorriendo el mundo cervantino era una labor ardua, pero al mismo tiempo muy gratificante. Ya desde el principio fui consciente de que cualquier descripción que hiciese tenía que dejar de lado el habla de germanía, que por muy literaria que resulte no deja de ser un freno a la velocidad de la narración. Me resistía a tener que poner decenas de notas al pie y por descontado no estaba dispuesto a que en mi novela apareciesen palabras que ni siquiera aparecen en un diccionario. He escrito novelas ambientadas en Roma, Jordania y Munich, y los personajes no hablaban en italiano, árabe o alemán. Hablaban en el idioma del lector, que es a quien me debo.
A pesar de ello los nombres de los personajes me cautivaron tanto que sólo lamento no haber podido incluir más. ¿Quién no querría saber la triste historia detrás de apodos como Ganchoso el de Ciempozuelos, Carrascosa el de Alcalá, Corralón de Utrera, Gananciosa, Cariharta, la Pipota, la Colindres o Trampagos?
El hampa sevillana de la época era delincuencia, pero también una salida para los desfavorecidos. En una ciudad donde la gente podía morir de hambre en mitad de la calle, a la vista de todos, en un tiempo donde la vida y la muerte pendían de un hilo finísimo, quienes no tenían nada que perder caminaban hacia donde había mucho que ganar. Y en ocasiones esa senda era tenebrosa.
Pero no por inquietante era caótica. La distribución de los roles dentro de la Corte de Monipodio dejaría asombrado a cualquier planificador de estructuras organizativas. Observa, lector, los recursos humanos que el Rey de los Ladrones tenía a su disposición.
Los oficios del hampa
Cortabolsas, que aprovechan las aglomeraciones para hacerse con la bolsa de dinero cortando las correas que la sujetan al cinturón con un cuchillo bien afilado.
- Robacapas, que van de dos en dos, uno sujeta al incauto mientras el otro le arranca la capa y salen corriendo.
- Roperos, que en un descuido de las dueñas roban la ropa blanca de los tendales.
- Gallos, los que roban al alba.
- Buhos, los que prefieren la madrugada.
- Escaladores
- Serpientes: los que mudan de piel y de vestido constantemente para adoptar diversos papeles.
- Encantadores: los que dominan el habla para convencer de cualquier cosa a la víctima.
- Ondeador: los que deciden los objetivos, apoyándose en la red de informadores.
- Cerebros: que planifican los golpes hasta el último detalle.
- Gavilladores, que reúnen a la gente que participa en el robo.
- Corredor, que concierta los detalles precisos.
- Correo, transmite mensajes relativos al hurto.
- Piloto, va delante, como avanzadilla, despejando el terreno.
- Doble, que ayuda a engañar, distraer o desorientar.
- Levadores, que cargan con el botón desde el lugar del robo hasta la guarida.
- Garitero, que encubre al ladrón usando subterfugios.
- Polinche, bajo una apariencia de respetabilidad que le granjea la confianza de las víctimas, es un colocador de criados ladrones en casas honradas.
- Peristas, que reciben los artículos robados y los revenden en sus puestos del Malbaratillo.
- Hurtadores en tiendas y descuideros.
- Devotos, que sonsacan los cepillos de las iglesias, las velas y los altares.
- Raptores de niños.
- Apóstoles, los que hacen llaves a otros para que cometan delitos.
- Esportilleros, como Sancho al principio de la novela. Casi todos niños y cuya principal ocupación es conseguir información.
- Limosneros, expertos en fingir y falsear llagas y lepras, mutilaciones, ceguera…
- Brujas y comadres, a las que Juan Eslava Galán definía a la perfección: “terceronas, celestinas, remendadoras de virgos, lenguas afiladas, buenas cocineras, expertas preparadoras de remedios y jabones, muy devotas… peligrosísimas, gusanos negros del sufrimiento ajeno”.
- Animeros, truhanes vestidos de frailes que pasean de madrugada por las calles con un saco, pidiendo dinero para el culto de las ánimas.
- Santeros, falsos profetas y eremitas, que engañan a las señoras aprovechándose de su candidez y devoción.
- Fulleros, como el Florero al que Sancho derrota. Tramposos profesionales que llegan a tener su garito propio.
Mientras reunía la documentación hubo algo que me llamó poderosamente la atención. Lo más interesante sobre los hampones es tal vez lo que pensaban de sí mismos. En mi infancia y adolescencia, mis padres vivían en el mismo edificio que el poeta José Hierro, con quien mantuve muchas conversaciones cuando era niño en la cola de la panadería o esperando al autobús. Y escribiendo esto he recordado unos versos suyos que vienen al caso:
La noche es bella, está desnuda
no tiene límites ni rejas.
(Canción de cuna
para dormir a un preso)
El sentimiento de libertad, evocada a través de la transgresión, era lo que definía el ideal del bravo y del matón. El sufrimiento y la bajeza de la propia condición eran superables mediante las mentiras que se contaban a sí mismos. Los hampones se creían rebeldes en una sociedad hipócrita y deshumanizada, que primero crea las causas de su desgracia y luego les desprecia, encarcela y ajusticia. Y no les faltaba razón. Por supuesto el peso de sus actos acaba quitándosela, pues las manos manchadas de sangre no están para doblar sábanas.
El reto al que debía enfrentarme era el de crear un personaje tan desesperado como para convertirse en ladrón pero lo bastante puro como para resistirse a la vileza de la profesión. Como es lógico, Sancho no cruzará la puerta sin dejarse unos cuantos pelos en la gatera, y mucha inocencia también.
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