Galeras, el infierno sobre las olas
Para los hampones había una cosa cierta, y es que tenían muchas papeletas de terminar en galeras, apaleando sardinas a cuenta del rey Felipe, un castigo más temido aún que la propia muerte en la horca.
La nave en la que Sancho da con sus huesos no es estrictamente una galera (que sólo tenían una cubierta), sino una galeaza, del italiano galeazza literalmente “galera grande”.
Estas eran galeras de dos cubiertas y más poder destructivo, aunque muy poco marineras en comparación con sus hermanas pequeñas. Si empleé el sustantivo “galera” en el manuscrito final fue en aras de la simplicidad, aunque ya preveo una docena de correos electrónicos de lectores que me indicarán que he metido la pata y que la galera solo tiene una cubierta.
Éstas son las características técnicas de ésta nave, la más influyente de la historia moderna, y que se mantuvo en uso hasta bien entrado el siglo XVIII.
La galera española típica de la segunda mitad del siglo XVI tiene 24 bancos de boga por banda. Entre las estructuras de proa vemos, en primer lugar, el espolón que cumplía una doble función: servir como arma de abordaje, a manera de ariete, y de punto donde afianzar el aparejo. A veces constituía un obstáculo para el fuego artillero, por lo que se cortaba cuando se combatía a palo seco, es decir, con la nave sin arbolar, sólo con la fuerza humana de la boga. La corulla, la constitución cubierta, acasamatada, situada en la proa, estaba destinada a estibar las anclas (los “fierros”), una para cada banda, y sus cables (las “gúmenas”) y a guarnecer las principales piezas de artillería de la galera, que por su ubicación sólo podían batir el sector proel de la nave. Por la parte que miraba hacia la popa, la corulla se comunicaba directamente con la cámara de boga, que tenía de ordinario unos treinta metros en el sentido de la eslora y entre ocho o nueve metros en el sentido de la manga. En su eje más largo quedaba dividida por la crujía, que discurría más alta que los bancos de boga, y que prestaba diversos servicios: desde zona de tránsito dentro de la nave hasta lugar donde almacenar los aparejos.
Transversalmente a la crujía se situaban los bancos de boga que, guarnecidos con cueros, daban asiento de ordinario a tres remeros, si bien las galeras reales podían llevar hasta siete por banco.
En las naves españolas armadas “a galocha”, los galeotes que compartían banco empuñaban el mismo remo. El número de remeros, en caso de que no hubiese un grupo de reserva, alcanzaba los 144 hombres y el de remos 48. En las galeras armadas “a tercerol” cada galeote empuñaba su propio remo, por lo que eran precisos tres remos por banco, circunstancia que complicaba sobremanera el abastecimiento, ya que los susodichos no eran idénticos ni fácilmente intercambiables. Cada banco era designado por un nombre, que con frecuencia se debía a la proximidad a determinadas partes de la nave. En la cámara de boga se ubicaban también el esquife (bote auxiliar de la nave) al que se le daban múltiples usos, el fogón (donde se cocinaba) y el poyo (lugar utilizado para sacrificar los animales que debían servir de alimento a la tripulación). Hacia popa, la crujía se continuaba en una plataforma —situada a su mismo nivel— que recibía el nombre de espalda, último reducto para la defensa de la galera cuando el ataque provenía de la proa. La estructura levantada a continuación hacia la popa era conocida como carroza, cuyo techo descansaba sobre la flecha, nervio lo suficientemente ancho y robusto para servir de suelo a los pilotos en la navegación. Durante el combate también permitía a los arcabuceros maniobrar sobre él.
(Olesa Muñido, La galera en la navegación y el combate. 1971)
En cualquier caso eran lugares horribles para un ser humano, y como nos recuerda el doctor Gregorio Marañón en su libro Historia y vida (Espasa, 1940), cuando pensamos en las glorias de Lepanto no somos conscientes de que las naves avanzaban sobre el agua porque la impulsan unos seres humanos, “hermanos nuestros, que reman ensartados en una cadena, amarrados, como cosas inanimadas, por las sólidas brancas, a los costados de la nave; doblados, cuando flaquean, por el castigo de la anguila que el cómitre bárbaro sacude sobre sus espaldas; y si nuestro oído se escurre entre los gritos de mando y el estruendo ensordecedor de las chirimías, oirá, allá abajo, el gemido y la maldición y la blasfemia de los que sufren, sin piedad de nadie y sin el consuelo de comprar con su martirio ni unas migajas de la gloria que se repartían los demás”.
Cuando terminé de leer el párrafo anterior fui dolorosamente consciente de la metáfora que las galeras suponían con la situación actual de nuestro propio país, donde cada vez más los poderosos intentan que los más débiles sean los que paguen con su esfuerzo el coste de sus erróneas decisiones.
La obra del doctor Marañón fue de una ayuda inestimable también para comprender cuáles eran las condiciones médicas a bordo de los barcos, y cómo éstas iban minando su juicio, su salud y su voluntad. Una condena a galeras por un tiempo prolongado era una condena a muerte casi segura.
La inhumanidad de ese castigo no importaba a los que mandaban. La Armada real estaba siempre necesitada de mano de obra barata -en el caso de los galeotes, por precio de un plato de garbanzos diario-, por eso los jueces procuraban no ahorcar a ningún preso susceptible de ser un buen remero. Aquellos que no tenían suficiente como para sobornar a los magistrados terminaban encadenados al duro banco. Muchas veces sin juicio, como Sancho, o una farsa realizada cuando el acusado ya estaba en galeras y no podía defenderse.
Otros que terminaban encadenados en un barco contra su voluntad son los protagonistas de nuestro siguiente capítulo.
Esclavitud
Ser humano hoy no es lo mismo que ser humano en el siglo XVI. Y no estoy hablando únicamente de derechos civiles o inseguridades jurídicas. Estoy hablando de percepción. Hemos erigido una visión de nosotros mismos en la que la vida humana es lo más importante —al menos de palabra, y de cara a lo políticamente correcto—. No era así hace 423 años, cuando arranca esta novela.
Como padre que soy, tal vez la parte más dura de escribir me resultó aquella en la que Sancho se encuentra en el orfanato y Fray Lorenzo le habla a Sancho de todas las veces en las que ha tenido que pelear con los cerdos y los perros por el cuerpecillo agonizante de un bebé dejado en su puerta. Una sociedad que permitía eso por el honor, una sociedad que permitía que huérfanos famélicos y desnudos vagasen por las calles en pleno invierno, una sociedad así no es como la nuestra. En este caso el resultado es la suma de las partes. Los individuos que la formaban vivían al día, con un enorme desapego en lo familiar y en lo humano. El espacio común quedaba supeditado a unas normas de convivencia donde el qué dirán y la honra eran lo más importante. En contra de lo que pueda pensarse, el hecho religioso primordial estaba basado en evitar el castigo por cualquier medio. De éste ambiente hipócrita derivaría la Reforma de Lutero, contra la que los Austrias malgastarían todas las riquezas de América.
Y en éste hipócrita mundo, el utilitarismo de la persona era algo natural. La esclavitud era sancionada por la Iglesia Católica apoyándose en Aristóteles: “aquellos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser, son esclavos por naturaleza”.
¿Pero cuál era la situación de los esclavos en Sevilla? Alfonso Pozo Ruiz nos lo cuenta:
En comparación con otras ciudades del Reino de Castilla, los esclavos constituían un grupo muy numeroso en Sevilla, y ello por la condición de intermediaria entre el Viejo Mundo y el Nuevo. Según un censo realizado por funcionarios eclesiásticos en 1565, había 6.327 , lo que da una proporción aproximada de un esclavo por cada catorce habitantes (el 7% de la población); quizás fueran muchos más si, como es probable, en dicho número no estaban incluidos los islámicos y los negros no bautizados; éstos eran pocos, pero bastantes los turcos y berberiscos que no querían abandonar su religión. Una gran mayoría de ellos eran negros, a los que habría que añadir la cantidad también creciente de negros libres y de mulatos, por lo que no es aventurado afirmar que alrededor del 10% de la población sevillana era negra o mulata.
Sevilla, con Lisboa, fueron las dos ciudades de Occidente dueñas de las mayores colonias de esclavos. A través de las ventas, alquileres, trueques, manumisiones o ahorramientos y pregones de fugas, desfila la actividad esclavista o el mundo de los esclavos de la Sevilla del Quinientos: esclavos africanos (moros y negros), canarios desde el siglo XV, y americanos traídos en las primeras décadas del XVI.
Existían dos causas determinantes de la esclavitud: la guerra y el nacimiento. Por la primera se habían hecho muchos esclavos entre los musulmanes que vivían en la península y los obtenidos de los conflictos en el norte de África.
Por horrenda y aberrante que pueda parecernos ésta práctica, existen aún hoy en día más de 28,4 millones de esclavos en el mundo (según estimaciones de Anti-Slavery International en 2006). En Sudán, Mauritania, Costa de Marfil, Nigeria, el Congo y Haití hay personas inocentes cuya libertad no les pertenece. A pesar de que la esclavitud fuese abolida en todos los países del mundo en 1949 (mi madre era adolescente en esa fecha, así que históricamente es ayer mismo), la lacra aún pervive en el siglo XXI.
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