Pedro Feijoo se alzó con el Premio Xerais de Novela 2023 gracias a un thriller político sobre la corrupción y la lucha por el poder en la Galicia actual. Y una de las cosas más interesantes de esta ficción es que el lector no tardará demasiado en establecer vínculos con la realidad de los últimos gobiernos de la citada comunidad.
En este making of Pedro Feijoo explica por qué escribió Nadie contará la verdad (Ediciones B).
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Hace tiempo que me resulta muy difícil hablar sobre mi trabajo. Creo que ya lo comenté en algún momento: en lo personal, en el día a día, no me tengo por una persona con autoridad para sentar cátedra sobre ningún tema en particular, y sé que ni de lejos soy una de las personas ante las que, a la más mínima sensación de que vaya a abrir la boca, los demás callan para escuchar mis siempre agudas opiniones y sabias reflexiones. Tampoco quiero decir con esto que me tenga por un imbécil integral de marca mayor, pero, honestamente, no me considero ni la persona más interesante del mundo, ni mucho menos… De hecho, y si de cuestiones de interés se trata, siempre me ha parecido mucho más interesante la voz de todos los demás. Aunque solo sea por pura estadística, por pura matemática: al fin y al cabo, yo solo soy uno y ellos son legión. Es imposible que mi historia sea más interesante que la suya…
A esto hay que sumarle el hecho de que lo que siempre me ha preocupado más es el tiempo. Creo que nadie tiene ningún activo más valioso, ni nada que nos haga más ricos que el tiempo que a cada uno de nosotros le quede por delante. Si lo sabré yo, que soy todo un campeón en la cosa de malgastar mi vida… Pero claro, una cosa es lo que haga yo con mi tiempo, de qué manera decida tirarlo a la basura día tras día, y otra muy distinta la relación que establezca con el tiempo de los demás. Y por favor, ruego que se me crea: para mí hay pocas cosas más sagradas que el tiempo de los otros. Es por ello que creo que, en buena medida, publicar también es esto: comprometer ese tiempo, pedirle al lector que confíe en nuestra propuesta y nos entregue una porción de ese tiempo suyo. Un tiempo que no volverá jamás. Qué menos que, a cambio, tú le entregues un trabajo hecho de la mejor manera posible… Por supuesto, es ahí donde la cosa se pone seria.
Porque, como decía, no me tengo por la más brillante de las personas. Ni la más interesante, ni la más lista, guapa, guay ni la más nada. Pero sí creo en ese tiempo que estoy pidiendo. Y ahí es donde me mojo. Si voy a pedir todo ese tiempo a cambio mi trabajo, mi propuesta, mi voz tienen que estar a la altura. Como autor, cada vez que escojo cuál será mi próxima novela no solo estoy comprometiendo los próximos tres años de mi vida, sino que también estoy comprometiendo el tiempo de quien vaya a leerme. Y eso pesa. En ese sentido, publicar es una responsabilidad. De modo que sí, yo puedo ser un idiota integral. Pero lo que cuente en mi libro ha de ser valioso. Ha de merecer el tiempo que el lector le va a entregar. Ha de valer la pena. Así que no, no le llevaré la contraria a quien se empeñe en lanzar todo tipo de diatribas, soflamas y sentencias contra mi persona (y créanme, sé de qué hablo: solo en el último año, a mí me han llamado de todo, desde ignorante, idiota, irresponsable, mal ejemplo, hasta machista recalcitrante). Para ella la perra gorda, porque, menos en lo de machista, a lo mejor en todo lo demás tiene razón. Pero hasta ahí. Para mí, el tema, mi intención para con el libro (y desde el libro) sí tiene peso.
Y, honestamente, creo que esto es lo más sincero que puedo decir al respecto. Porque tengo la sensación de que eso es precisamente lo que sucede: diría que, si algo importante tengo que decir, ya lo digo en el libro. Y, del mismo modo, si lo que tenga que contar no se explica por sí mismo en ese mismo libro, entonces es que no he hecho bien mi trabajo.
“Pues vale, pues muy bien. Pero… ¿Y por qué cojones nos aburre ahora el imbécil este con semejante paliza?”, se preguntarán ustedes. Pues miren: porque, una vez más, un libro más, Arturo me pide que cuente cómo ha sido el proceso de escritura de mi última novela (Nadie contará la verdad, Ediciones B). Y, sinceramente, yo ya no sé ni por dónde salir…
Intento dejar atrás todos estos complejos de los que les he venido hablando. Intento echar mano del argumentario más objetivo. «Se trata de una novela sobre la corrupción en todos sus campos de acción posibles… Es una fábula sobre cómo a los que mandan les importan tres carajos que a ti no te interese la corrupción, porque eso es lo de menos: en realidad, aquí lo único que importa es que a ella sí le interesas tú», y todas esas historias… Pero, en realidad, ya hace un buen rato que me siento incómodo. Porque, la verdad, lo único que se me ocurre contestar es «No lo sé, pero lean el libro, por favor, lean el libro. De verdad, lo que cuento, todo lo que cuento, es verdad. Está ahí, está sucediendo realmente, y es mucho peor, más violento y feroz de lo que se imaginan…». Pero claro, eso no puedo hacerlo. Y entonces me tiro dos meses buscando la manera de responder como dios manda. Y me tiro dos meses fracasando en el intento. Hasta ayer mismo.
Ayer leía en esta misma revista un artículo del siempre brillante Víctor del Árbol en el que explicaba cómo (y cito) «en determinados momentos necesito salir de esa confortabilidad que la ficción y el papel de demiurgo me otorgan. Es entonces cuando aparece en mí, a modo de necesidad perentoria, lo poético«.
Y así, a lo largo de su artículo, Víctor va describiendo con precisión cirujana la necesidad y el proceso de su poética. Y lo hace bien, con mimo y consciencia, con elegancia. De ese modo en que él sabe hacerlo siempre tan bien… Y entonces me canso. No de Víctor (¡líbreme dios!), sino de mí mismo. Me canso, me agoto, dejo de soportarme. Porque pienso que a mí también me encantaría explicarme tan bien como lo hace él. Pero no puedo. Me resulta absolutamente imposible. Y la rabia vuelve a poder conmigo.
Porque, de hecho, sé que en mis páginas también sucede. Sé que, de vez en cuando, algo funciona, e incluso llega a producirse ese acceso poético. No es que ahora yo me tenga por poeta (¡ni mucho menos!), ni tan siquiera me tenga ni por medio listo. Es que me lo han enseñado, me lo han señalado. Tengo la fortuna de contar con unos cuantos miles de lectores que me lo han hecho ver. Y, para mi mayor frustración, siempre sucede lo mismo: yo me quedo mirando esas mismas páginas que ellos me han indicado y, perplejo, pienso lo mismo una y otra vez: vale...
Porque sí, lo veo, sé que está ahí. Es cierto. A pesar de toda la violencia desplegada a lo largo de la novela, el final de Nadie contará la verdad es pura poesía, al igual que sucede con muchos de sus capítulos. No han sido pocos los que, por poner un ejemplo, me han señalado lo duramente inquietante y la vez bello del dolor que hay en el capítulo del puente de Rande. Y sí, recuerdo que con la novela anterior, Un fuego azul (Ediciones B, 2020), hubo quien me dijo que, si por él fuera, se habría tatuado el final de la novela. Pero que no tenía ninguna parte del cuerpo que fuese tan larga, claro… Y yo sonrío mientras asiento en silencio. Y, sin que se me note demasiado, aparto la mirada, frustrado.
Porque no sé cómo lo hago, no tengo ni la más remota idea. Yo no sé cómo escribo. Es como cuando en las entrevistas vienen y me preguntan mi opinión sobre el buen estado que vive la novela negra, dando por sentado, claro, que de alguna manera yo formo parte de ese mismo estado. Y siempre es lo mismo: yo me quedo mirando al periodista (o a la periodista, claro…) con esa cara. Esa, en la que ambos sabemos que lo que estoy haciendo es contar hasta tres para intentar no responder con lo que de verdad estoy pensando: «No tengo ni puta idea».
Lo desconozco, lo ignoro, no lo sé. No tengo ni puta idea de cómo escribo lo que escribo… En cierta ocasión, Suso de Toro dijo de mi trabajo que en realidad yo siempre escribía sobre lo mismo. Sobre el dolor. Sobre la incomprensión del dolor, sobre la necesidad de entender el dolor a mi alrededor. Y, lo que era peor, sobre mi propio dolor. Y, lo que era aún peor… desde el dolor. Pues miren, sí, es verdad. No tengo ni puñetera idea de cómo hago lo que hago, pero lo que sí podré asegurar siempre sin miedo a cometer perjurio es que, desde luego, lo hago arrancándome las tripas en cada novela. Siempre me produce un cierto golpe de tristeza escuchar a otros compañeros de profesión cuando hablan del gozo de escribir, del placer que les produce la escritura. De lo catártico y maravilloso que les parece, y todas esas historias… Sonrío con tristeza, sí. Porque a mí me duele. Para mí, escribir es un sufrimiento, es un acto de dolor, en el que, encima, nunca sé si lo estaré haciendo bien, si esto será lo correcto, si estaré a la altura de lo que se espera. Me cago en la puta, para mí escribir es un puto sufrimiento. La carrera desesperada del mensajero que intenta llevar la noticia a tiempo. El esfuerzo absurdo del marinero que intenta remontar el maremoto solo con su pequeño barco. El viaje solitario del piloto de la segunda guerra que, en la noche, atraviesa el océano con un avión que se cae a pedazos. Para mí, escribir es exactamente eso. Un trabajo duro, solitario y, casi siempre, inútil. Pero uno en el que, por alguna extraña razón, crees. Con fe ciega, con lealtad, con compromiso. Del mismo en que lo harías con cualquier otra causa perdida. Y, una vez tomada la decisión, echarse atrás no es una opción. Por más que duela…
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Autor: Pedro Feijoo. Título: Nadie contará la verdad. Editorial: Ediciones B. Venta: Todos tus libros.
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