Es posible que ninguna definición nos ponga tan cerca del sentido literario de “escribir bien” como la que corresponde a “tropo”: “Empleo de una palabra en sentido distinto del que propiamente le corresponde, pero que tiene con este alguna conexión, correspondencia o semejanza. La metáfora, la metonimia y la sinécdoque son tipos de tropos.” (DRAE).
Propusimos más arriba “el gato maúlla” como frase correcta, incluso perfecta, con la que sin embargo no se llega muy lejos en esto de escribir. Si los gatos maúllan y los perros ladran, lógicamente llueve y alguien se puso rojo como un tomate y el asesino era el mayordomo. También es entonces irremediable que el sujeto preceda al verbo y el verbo al predicado, y nunca necesitaremos un subjuntivo o un punto y coma, pero sí un marco incomparable. Adiós, prosa; hola, cliché.
Que los gatos maúllen en una novela no es intrínsecamente anti-literario. El problema es que no dejen de maullar durante todo el libro. Maullar es malo. Maullar prosa es evidente. Además, nadie oye maullar a un gato en la frase “los gatos maullaban”.
Sin embargo, imagino una escena nocturna escrita con sencillez y donde en un momento dado el narrador nos diga: “Sonaban gatos”. Todo se reduce a entender que “sonaban gatos” es muchísimo más expresivo que “los gatos maullaban”.
Clichés
Creo que todo autor que comienza renuncia enseguida a “rojo como un tomate” y a “pobre como una rata” si su pretensión es hacer literatura. La mayoría de los escritores literarios eluden estas fórmulas consabidas, lo que no siempre les lleva a escribir bien sino, de hecho, a hacerlo peor aún muchas veces. ¿”Los gatos rugían”? ¿”Los gatos en conciábulo emitían sus discursos felinos”? En ocasiones es mejor dejar que los puñeteros gatos sólo maúllen.
La guerra contra el cliché de la que hablaba Martin Amis es, muy exactamente, la gran guerra de la literatura. Pero tengo una sorpresa para ustedes: es una guerra fratricida.
Porque el desdén con el que a menudo tratamos a los clichés ignora una verdad fascinante: los clichés fueron un día literatura, y de la mejor especie.
Si pensamos detenidamente en una expresión como “ojos como platos”, o en otra como “rojo como un tomate”, nos daremos cuenta de que son símiles insuperables. Sencillos, ajustados, vivos. El cliché no es, por tanto, una locución barata y vacía, sino un tropo que el tiempo ha desecado. Ha muerto de éxito. Ya no es literatura porque ha perdido el gas del texto: la sorpresa.
Echo a menudo en cara a Roberto Bolaño utilizar en su relato Sensini el tópico “era pobre como una rata”. Este autor tan cotizado abusaba como nadie de los lugares comunes en su prosa: “duerme como ángel”, leí en otro texto suyo. Un buen escritor debe dejarse cortar una mano antes de escribir “pobre como una rata”. Su batalla es transmitir esa pobreza colosal con otras palabras.
Veamos cómo soluciona este dilema Sabina Urraca en Las niñas prodigio:
“Todo su equipaje era una mochila con un par de pantalones y un paquete de galletas Príncipe”.
La autora ha conseguido para las galletas Príncipe lo que no se sabe quién (¿por qué los clichés no tienen autor?) consiguió para la rata: que representara la pobreza. La frase de Sabina Urraca es, además, muy sencilla. La sorpresa sencilla es mi ideal de escribir bien.
Fue Pascal quien dijo: «Te pido perdón por escribirte una carta tan larga, pero no he tenido tiempo para escribírtela corta». Algo parecido puede decir todo escritor literario: «Perdóname, lector, por esta frase tan alambicada, pero me costaba mucho más esfuerzo escribirla sencilla».
Tengo claro que todo lo que yo haya escrito lleno de palabras llamativas e imágenes rebuscadas nació de una de estas dos situaciones: o falta de inspiración, o falta de confianza en disponer de algo interesante que contar. Lo mismo noto cuando escribo un artículo: si tengo una buena idea, la prosa se vuelve humilde; si no tengo nada que decir, escribo pomposamente.
El tropo más brillante de todos sería aquel que acabara convertido en un cliché. Un cliché no se nota, casi nadie se para un segundo a pensar qué quiere decir verdaderamente “ojos como platos”, del mismo modo que decimos “por favor” sin entender que decimos: “te pido esto como un favor que me hagas tú a mí”. Son sólo sonidos protocolarios.
Porque un tropo o símil o locución literaria verdaderamente bueno se nos propone camuflado en el texto. Tomemos esto de Juan Rulfo:
“Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca.”
Hay una palabra en este extracto que me genera auténtico éxtasis. Quizá a ustedes también: “bajársenos”. “Comenzaba a bajársenos la tristeza”. Qué cosa tan extraordinaria.
Estoy seguro de que muchos lectores —malos, regulares y hasta buenos— leen de corrido el cuento Es que somos muy pobres y, gustándoles, no reparan en que “bajársenos la tristeza” no es un decir usual. Parece de hecho lo más normal del mundo, como “me ha bajado la regla” o “me puse colorado”.
Sucede con los autores latinoamericanos que uno no sabe si determinadas expresiones deliciosas son creación suya o simple traslación del habla real de sus pueblos. Sea como fuera, me doy la razón: o “bajársenos la tristeza” es un tropo genial de Rulfo o es un cliché mexicano que empezó como tropo genial de alguien.
Escribe Ray Loriga en Trífero:
“Lotte se acercaba entonces a la baranda para recibir su premio y Saúl, generoso, la obsequiaba con un beso en los labios. La pequeña Lotte estaba radiante. Enamorada como un caballo.”
“Enamorada como un caballo”. Parece un cliché. Por tanto, es bueno.
Por supuesto, también hay tropos e imágenes estupendas algo más enrevesadas y delatoras:
“Salieron a la calle y tomaron un tranvía frente al bronce de la estatua de Goya, con su maja desnuda de piedra, ya con un verdín de lluvia en las caderas.” (Agustín de Foxá)
“Estábamos a mitad de primavera, desconcertados por un un sol furtivo y sin violencia, por noches frescas, por lluvias inútiles.” (Juan Carlos Onetti)
Pienso en definitiva que si uno no puede hacerlo así de bien lo mejor es el decir desnudo. O sea: “Era muy pobre”.
Y listo.
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