El aspirante a escritor, el joven escritor, muchos lectores, muchos críticos y hasta no pocos escritores maduros creen que la buena literatura tiene algo que ver con el vocabulario. Bien, he aquí la mala noticia: la buena literatura no tiene nada que ver con el vocabulario. La mala literatura tiene que ver con el vocabulario, cierta pésima escritura también. La relación entre un amplio vocabulario y la peor de las prosas se asemeja a esa fatalidad del nuevo rico que se convierte en un hortera. Tengo tanto dinero que no puede no notárseme; me sé tantas palabras que no me resisto a emplearlas todas.
Es lógico pensar que un escritor conoce más palabras que ninguna otra persona con la que comparta idioma, pues su oficio es nombrar, representar desde el lenguaje y explorar significados. Cuantas más palabras conozca, más ancha será su creatividad. De pronto puede echar mano de “nefelibata”, de pronto “refitolero” resuelve y enriquece la frase que tenía medio atascada. El lector seguramente no sabe qué significa “nefelibata” o “refitolero”, y a lo mejor acude al diccionario. Si ese lector quiere ser escritor, además, hasta apuntará esas palabras en un cuaderno.
Es lo que hacía yo con 19 años mientras leía a Pío Baroja. Apuntaba decenas de palabras nuevas para mí, casi todas referidas a objetos o enseres que ni siquiera seguían en uso. ¿Leontina? Ahora mismo no sé decir si me sirve de algo o no saber lo que es la leontina del reloj.
En todo caso, lo primero que pensamos cuando queremos escribir bien es que una pieza literaria viene muy enjoyada. Hay que vestirse en el texto para ir a la fiesta de la literatura. Incluso muchas Cartas al director transparentan esa creencia común de que escribir públicamente requiere lucimiento léxico. Las Cartas al director, las novelas post-modernas y el ensayo derivado de la Teoría Francesa son las tres manifestaciones más abrasivas de la mala escritura. Hay que dejar de leer todo eso.
También hay que dejar de abrir el diccionario. El objetivo de un escritor es dejar de abrir el diccionario. Yo compré el de la RAE en los años 90, en dos tomos, y lo tengo por ahí hecho trizas, de tanto abrirlo. Ya no lo abro. Hay un momento en la vida de un escritor en el que descubres que el diccionario no tiene nada que ver con tu trabajo.
Por la época en la que apuntaba palabras de Baroja en un cuaderno conocí a otro estudiante que abría el diccionario y, al dar con una palabra que no conociera, escribía una frase con ella. Luego buscaba otra palabra rara, de uso infrecuente, y escribía la segunda frase. Me daba a leer sus textos y me acongojaba. ¡Cómo escribe este tipo! Luego me contó su truco y de ahí saqué una de las lecciones fundamentales de mi vida como escritor: que no había que escribir así. Entremeter, empotrar, engastar o emplastar una palabra que en realidad no dominas en un texto que ya tienes escrito es exactamente lo contrario de escribir bien. Cuando uno escribe verdaderamente bien no tiene tiempo material de abrir el diccionario porque le posee la fiebre de su labor, la prosa llega en volandas, automatizada por su propia felicidad.
Cuando uno escribe bien, y emplea una palabra que muchos lectores no conocen, lo cierto es que estos tampoco dejarán luego de leer para abrir el diccionario. Casi diría que un lector cándido deja de leer para mirar qué significa una palabra justo con aquélla que un autor engañabobos tuvo a su vez que sonsacar del diccionario. Escribir mal lleva indefectiblemente a leer mal: si el escritor hace trampas, el lector se sabotea. Podemos preguntarnos cuántos lectores dejaron a la mitad el poema de Machado cuando leyeron: “grises alcores, cárdenas roquedas,/ por donde traza el Duero su curva de ballesta” para mirar qué es exactamente una “roqueda”. Nadie. Un lexicógrafo. Un aspirante a escritor. Nadie, en suma.
Nos fiamos de Machado, nos acompasamos en Machado. Sea lo que sea “roqueda”, nos gusta incluso sin saber qué es. Y, cuando hemos terminado el poema, no sentimos ninguna necesidad de saber qué es, porque lo que nos interesa es el sentimiento poético, no la geología.
Parece que uno de los méritos del Ulysses de Joyce es tener más palabras distintas que ningún otro libro de la historia de la literatura inglesa. En concreto, hay 29.899 palabras distintas en el Ulysses. Imaginen tener que leer un libro abriendo 29.889 veces el diccionario. O 7.000. Nadie escribe un libro con el deseo de que dejes de leerlo setecientas veces por culpa del propio texto; el deseo del autor es, justamente, que no apartes tus ojos de sus páginas ni por un segundo.
Leyendo Huracán en Jamaica, de Richard Hughes, llegamos a este pasaje: “Cuando subirse a las vergas empezó a aburrirlos, la mayor diversión estuvo sin duda en esa red de marchapiés y cadenas y estays que se extiende por debajo y sobre cada costado del bauprés.” ¿Entienden algo? No. ¿Importa? No. Uno sigue leyendo porque esa sucesión de palabras técnicas marineras simplemente busca que nos creamos el barco, perfectamente verosímil en la medida en que el autor se acredita nombrándolo. Una descripción no nos hace ver, nos hace creer. Al contrario de lo que se suele decir, un pasaje descriptivo no nos lleva a imaginarnos una realidad; sólo nos lleva a fiarnos de una mirada.
¿Acaso podría leerse con gusto Huracán en Jamaica si abrimos por cuatro sitios el diccionario debido a una sola frase?
Este entorpecimiento de la lectura es el que se promueve en determinada mala prosa, aquella que apedrea de vocablos infrecuentes, tecnicismos, anglicismos o exhumaciones léxicas cada frase. El autor es un charlatán, embauca sin seducir, arroja bombas de humo y muchos lectores creen que no entender nada de su libro significa que se hallan ante Gran Literatura, Gran Pensamiento. Normalmente estamos ante Escayolas, Chorradas.
Creo que escribir bien, hacer buena prosa, depende en grado sumo de cierta honestidad intelectual, a saber: con esto cuento. Empiezo a escribir y con esto cuento, con estas palabras, las que me sé, las que domino, las que acudirán a mi cabeza mientras esté tecleando, traídas muchas veces por su significado exacto, pero otras por asociaciones inconscientes y hasta indefendibles, por su música, por capricho, incluso erróneamente.
Escribir bien es dejarse ir hacia un único misterio: lo que conoces.
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