No es raro que, mientras leo un libro, una frase vulgar llame mi atención. Entonces la reviso, casi sílaba a sílaba, tratando de entender por qué ha interrumpido mi lectura. Cuando digo vulgar, no digo que sea mala, que contenga errores o que rechine en el conjunto. Cuando digo vulgar quiero decir que nadie subrayaría esa frase, ni la citaría en Twitter, ni la recortaría para sumarla a un cuaderno de citas brillantes. Pocas veces un escritor es alabado por sus frases vulgares.
Este año leí por fin Corre, Rocker, de Sabino Méndez, por ejemplo, y me quedé atrapado en este pasaje tan gris: “El Ayuntamiento de la ciudad y la televisión pública habían decidido ofrecer un festival gratuito en el Palacio de los Deportes de Madrid, que duraría veinticuatro horas, y por el que desfilarían todos los grupos más conocidos en aquel momento de la música joven nacional.”
¿Qué hay de interesante en esta frase? ¿A qué se debe que detuviera en ella mi lectura de Corre, Rocker, libro lleno por otra parte de frases mucho más resultonas y jugosas? En este extracto no hay metáforas ni adjetivaciones originales, el vocabulario es común y no se alcanza la frase larga con apabullantes subordinadas o rompedoras cláusulas parentéticas. Sólo se dicen cosas, una detrás de otra. Sólo se da información. Pero la da, Sabino Méndez, con exquisita claridad.
Escribir bien guarda relación principalmente con la capacidad de un autor para distribuir información de forma equilibrada. La frase de Méndez podría trocearse o mutilarse: podríamos decir lo mismo con cuatro frases muy cortas o, sin más, dejar fuera tanto el dato de que el festival era de entrada libre como el apunte de que sólo se convocaba a bandas jóvenes. Sin embargo, si intentamos dar toda la información que encontramos en esta frase (el ayuntamiento y la televisión pública, un festival gratuito, en el Palacio de los Deportes de Madrid, duración: 24 horas, todos los grupos conocidos, de la música joven nacional) en otra única frase, entenderemos la dificultad de su escritura. Lo fácil es hacerse un lío, escribir mal.
También hace nada releí Los cuadernos de Luis Vives, de Francisco Umbral, donde vi algo similar en esta frase: “Mi primera visita a Guillén, concertada por teléfono, fue un domingo de invierno y lluvia por la tarde.” Salvo el giro final, meritorio y talentoso, se trata también de una frase depuradamente informativa: primera visita a Guillén, cerrada por teléfono, un domingo, en invierno, por la tarde, llovía. Traten de poner todos esos datos por su cuenta en una sola frase escrita de nueva planta y verán que lo más difícil de la escritura no es el brillo, sino la claridad.
Así, autores literarios con léxico llamativo, frase larga, metáforas bizarras, retóricas, en fin, sobreactuadas hay muchos. Autores literarios que escriban bien, a pesar de todo ese empeño por ser “literarios”, no tantos.
Escribir mal
Cuando uno no puede con determinados libros por su prosa, no es porque a ésta le falte ambición o maneras literarias, sino por la notable negación del autor para ser claro. Así comienza un conocido premio Nadal: “Sabía lo que estaba pensando mi hija mientras me miraba hacer la maleta con sus penetrantes ojos negros y un poco asustados”. Es una frase sin fluidez, enmarañada (parece decir que el narrador mete los ojos de su hija en la maleta), ambigua (¿quién lo sabía?, ¿transmiten susto los ojos de la hija siempre o sólo en ese momento de mudanza?). Lo deprimente de este tipo de novela comercial es que da igual que lo dicho no se entienda, porque siempre es un cliché o un lugar común, o una cosa muy obvia. Lo que se dice está tan trillado que permite escribir mal sin miedo a no ser comprendido. Veamos un extracto singularmente atroz de otra novela muy vendida: “Se vestía mientras tomaba un café con leche y dejaba una nota a su marido, para meterse después en el coche y conducir absorta en pensamientos hueros, ruido blanco que siempre ocupaba su mente cuando despertaba antes del amanecer y que la acompañaban como restos de una vigilia inconclusa, a pesar de conducir durante más de una hora desde Pamplona hasta el escenario donde una víctima esperaba.”
El nulo placer que uno recibe al leer esta frase no deriva de un hipotético desprecio por la novela policial, ni de que en el texto se proceda a abrir todo el abanico de clichés del género, ni siquiera de la pésima música que producen todas estas palabras juntas; sino de su casi increíble falta de precisión. ¿Se puede uno vestir mientras toma un café? ¿Las víctimas esperan? ¿Siempre se producen crímenes a una hora exacta en coche desde Pamplona? Pongamos aquí un piadoso: etcétera.
Sin salirnos de los libros más vendidos, hay ejemplos de ficciones con ánimo comercial que podemos apreciar mucho mejor escritas. Por ejemplo, El tiempo entre costuras, de María Dueñas: “Se trataba tan sólo de aspiraciones cercanas, casi domésticas, coherentes con las coordenadas del sitio y el tiempo que me correspondió vivir; planes de futuro asequibles a poco que estirara las puntas de los dedos.” O Julia Navarro en Dime quién soy: “Mi tía levantó la vista del folio que tenía en las manos. Lo había estado leyendo como si el contenido del escrito fuera una novedad para ella. Pero no lo era. En aquel currículo estaba resumida mi breve y desastrosa vida profesional.”
Dueñas y Navarro distribuyen mejor la información, sobre todo porque ponen un punto de vez en cuando, obligado retén de la escritura cuando no se es Virginia Woolf o Javier Marías.
La claridad
La claridad es la característica fundamental de la buena prosa, un paisaje de fondo, quizá el lienzo en blanco a partir del cual se pueden proponer otras virguerías, frases más o menos largas, vocabulario más o menos exigente, imaginerías y derroches. Pero, sin claridad, no hay buena escritura, por mucho que se haga pasar tantas veces lo complejo y enrevesado por alta literatura, cuando sólo es pretenciosidad, humo y frustración.
Se me ocurre ahora que, establecida la claridad, siendo el autor absolutamente consciente de la premisa de claridad que debe imperar en cada una de sus frases, todo lo demás es estilo. Quizá el estilo no es otra cosa que responder a la pregunta: ¿cómo hacerlo más bonito sin dejar de ser claro, cómo recargar sin que la claridad se enturbie?
Y quizá el talento literario consista simplemente en esa reinvención de la claridad.
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