Estar de mala leche todo el día y rumiarlo hacia dentro puede provocar esputos, rupturas sentimentales o, en mi caso, una salida abrupta, nerviosa y nudista por la vía escrita. Fueron meses de impagos, años de juicios y paro laboral. Fue un momento en el que dudaba entre la huida rural o el pasaporte transoceánico con el que regresar a un yo pasado, aquel que deambulaba en sandalias, bailaba cada noche, veía películas en versión original y acudía a fiestas en casas de alquiler que parecían palacios en ruinas. Dudaba si procrear o apostar por una soltería despiadada y egoísta en pijama. Y el reloj biológico apremiaba, las hormonas se rebelaban, un instinto animal de hembra fecunda me torturaba en pesadillas que parecían películas de terror. Fueron años en los que una maldita cuenta vivienda galopaba con fusta tras mi sombra. Tan solo leer venganzas sangrientas calmaba mi curriculum herido y mis expectativas enfangadas. Leer una novela como El diablo a todas horas, de Pollock, por ejemplo, con toda su crueldad, fue sanador. Leer Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy, maleducado y contestatario a la vez que poético, me hizo entender que enfado y lirismo podían convivir. Lo gocé con el descaro de las novelas de John Fante, con los errores etílicos de sus personajes perdonados, con la tragedia que es la familia. Leer la niñez triste de Paracaidistas, de Chus Fernández, ahondó una intuición: la frialdad quema. Leer me dio el derecho a liarla, a insultar, a retar a la policía, a rayar coches, a incendiar tu cama. De leer salté a escribir. Por un lado deseaba la belleza, por otro disfrutaba cuando la aplastaba con saña. Así que probé a imaginar que recuperaba la felicidad y a estrangular con mis manos al rencor, que es oscuro y escurridizo. Al mismo tiempo. Con guasa, con descaro, con saña. No me faltaban motivos. Causas tan anodinas como las que a ti también te llevan a abofetear un día a tu hijo. No hay mayor reto que el cotidiano, no hay mayor provocación que la rutina. Se trataba de escribirlo y de que oliera igual que la bilis de la frustración. Llevé la lavadora de los resentimientos hasta el centrifugado. La abogada me toreó, las berenjenas de la huerta eran más pequeñas que un boli Bic, engendrar era una utopía, el paro se agotaba, la cuenta vivienda arrojaba su carcajada helada en mi nuca, la infancia me echaba en cara mi devenir. Tan amada y tan incapaz. Me vengué de todos. De la abogada, de mi novio, de la huerta, de las normas, del periodismo, de las expectativas. De mí. Zurcí cada afrenta con aguja fina hasta alcanzar el tuétano de cada alma podre. La más podre la mía. Y mientras tanto reía. Quince relatos. Nunca quise escribir un libro, como no quería heredar vajillas, lámparas de araña, cajas de puros, colecciones de monedas y manteles bordados. No quería heredar la pena de la muerte ni la nostalgia de la ausencia. Si en un principio leer la rabia de otros me hizo sentirme acompañada, escribir la mía fue revelador y obsesivo. He repasado cada palabra como las gotas que en una cantidad justa se convierten en veneno, y he urdido cada trama como los pasos perfectos del crimen perfecto. Así escribí estos relatos. Si se ha convertido al papel es por mi propia cobardía. Diez años sin cometer crímenes ni gamberradas. Una década acoplada a la misma sociedad que me expulsó y al mismo espíritu pacifista que me ocupa. Animales urticantes está escrito con el cuchillo entre los dientes pero, no te equivoques, a ti también te podría haber pasado. Todos somos peligrosos cuando hieren nuestro orgullo.
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Autora: Carolina Sarmiento. Título: Animales urticantes. Editorial: Pez de Plata. Venta: Todostuslibros y Amazon
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