Felipe de Luis Manero recrea en Urtain la vida de un boxeador que fue un auténtico ídolo de masas durante la agonía de la dictadura. Pero este libro no habla únicamente de aquel “héroe popular”, sino también de las esperanzas que una sociedad cansada de vivir en blanco y negro depositó en un individuo que, de algún modo, representaba a todos y cada uno de los españoles.
En este making of, Felipe de Luis Manero cuenta la génesis de su Urtain. Retrato de una época (Pepitas).
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Un momento. Soy un niño, debo de tener diez o doce años, tal vez más. Estoy sentado en un banco de la calle. A mi lado está mi padre, seguramente ataviado con una camisa de manga corta de cuadros de tono amarillento, un pantalón gris oscuro de traje, de los que se ponía cada día para ir a trabajar, y unas deportivas blancas, feas y llenas de verdín. Está leyendo el Marca con atención, yo estoy en silencio, rumiando cualquier cosa. ¿Estará en el banco mi hermano? Es posible y hasta lógico, los tres pasábamos mucho tiempo juntos fuera de casa los fines de semana, pero yo no lo recuerdo.
Eso es todo lo que sabía de Urtain a finales de 2020, un tiempo después de haber publicado Sito Presidente. En realidad, ni siquiera era consciente de conocer aquello, era uno de esos recuerdos vagos y abstractos que se esconden en lo más recóndito de nuestra memoria. Pero a la vez la imagen era nítida, es difícil de explicar. Cuando esa escena irrumpió en mi cabeza, me dediqué a husmear en la red los trabajos que se habían hecho sobre la vida del boxeador: libros, reportajes, películas, obras de teatro. Me percaté de que la historia estaba contada, Urtain era un personaje conocido. No iba a inventar nada. Aunque, por otra parte, quizá no fuese necesario. La historia estaba contada sí, pero a cachitos, fragmentos sueltos en los que no cabe una vida. Simplemente bastaba con contar esa historia, la de José Manuel Ibar, la de Urtain, contarla lo mejor posible, y eso es lo que hice.
Una tristeza fina. Al final del libro, a modo de epílogo, hay una suerte de reflexión del autor en la que hablo de esa nube de melancolía que siempre sobrevuela la figura de Urtain y que incluso se extiende a su alrededor y alcanza a los que le rodean, traspasando en ocasiones las fronteras del espacio y el tiempo. Hace poco, charlé acerca del libro con el periodista del Diario Vasco, Alberto Moyano, que definió este fenómeno como “esa inmensa txapela gris que siempre llevaba en la cabeza Urtain”.
Y es así. Esa tristeza fina lo impregna todo. Podría poner muchos ejemplos de lo que me he ido encontrando a lo largo del camino, pero esta vez me centraré en el hermano de Urtain, Cándido Ibar. Creo que fue la primera persona con la que hablé al principio de una investigación que en esos entonces era difusa y vacilante. Me puse en contacto con Cándido a través de una asociación contra la pena de muerte que llevaba el nombre de su hijo, Pablo Ibar. Desde el principio, fue imposible separar al padre del drama de su hijo, estaban unidos por un cordón invisible pero resistente.
Aunque es verdad que Cándido intentaba romperlo, acaso de manera inconsciente. Se involucró desde el principio con el proyecto. Las primeras fueron conversaciones telefónicas, en las que su verborrea, sus exageraciones y el desordenado chorro de información que ofrecía, indicaban un genuino agradecimiento. Recordar su infancia salvaje y feliz en el verdor de los cerros de Ibañarrieta le alejaba de un presente sombrío que estaba durando ya demasiado.
Un tiempo más tarde yo mismo pude contemplar junto a Cándido el inmenso manto verde, ondulado por esas pequeñas elevaciones de tierra, que se veía desde la parte trasera del caserío. Nos quedamos los dos en silencio durante unos instantes, observando. Después Cándido dijo algo así: “Mi hermano y yo quisimos comernos todo ese mundo de ahí —con sus manos intentó abarcarlo todo— y fíjate cómo hemos terminado”. No recuerdo si respondí algo o no, realmente espero que no lo hiciera. Como me ocurrió con mi padre, no hay nada que se pueda responder a eso.
La cuenta atrás. Cuando empecé a escribir el libro, tenía la firme intención de hacer algo diferente a Sito Presidente. Aunque al principio me estaba saliendo exactamente igual: una especie de crónica intercalada con muchas partes en primera persona, contando mi propia experiencia. Me di cuenta de que no estaba funcionando, al menos no del todo. Y también comprendí que no tenía por qué mantener un estilo determinado en cada libro que escribiera. O, mejor dicho: que el estilo no tiene necesariamente que ver con la forma.
Entonces tuve la idea de insertar unos fragmentos que rompieran la narración cronológica. Sería como una especie de cuenta atrás e imprimiría al texto cierta tensión narrativa. Además, me parecía hermosa la imagen del héroe acercándose poco a poco a la muerte, persiguiéndola sin saberlo. Y para dotar al libro de cierto dinamismo y viendo que los personajes secundarios lo merecían, me animé a escribir varios capítulos contando fragmentos de las historias de quienes, de alguna manera u otra, se habían cruzado con Urtain. Sobre todas las cosas, mi objetivo era que el texto no fuese aburrido.
Por último, en cuanto a la narración, sí quise distanciarme de Sito Presidente. Prescindí casi por completo de entrecomillados (derivados de mis entrevistas) e intenté crear muchas escenas, cada una —sobre todo las de los personajes— con un tono distinto. El resultado, creo, es un libro de no ficción —con alguna licencia— más novelado que el anterior.
De lo que no pude prescindir es de esa sensación de vacío, sombría unos momentos y angustiosa otros, que te embarga al hablar de Urtain y de su gente. Escribir el vacío no es cómodo, pero sí necesario.
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Autor: Felipe de Luis Manero. Título: Urtain. Retrato de una época. Editorial: Pepitas. Venta: Todos tus libros.
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